Si se es García se es gallego. Eso lo supo Pedro García casi desde el día en que nació. Su padre gallego bruto como pocos, se lo había inculcado desde que tenía memoria. Comían, dormían y vivían en el almacén del padre, en Avellaneda. Y con ellos dos su madre y sus tres hermanos.
Su padre era bruto como un cascote y lo peor de todo era que estaba orgulloso de ello y no quería dejar de serlo. En cambio su madre era hija de monárquicos escapados de los anarquistas, que se vinieron mucho antes que los García. Se apellidaban Sainz de la Maza y desde pequeño Pedro recuerda a su madre contándole anécdotas de su familia noble, de los palacios que tenían en Santander “puerto de mar” como le gustaba decir a ella, de los jamones colgados en los sótanos, de los caballos, del título de barón que ostentaban su padre y su abuelo, de las misas detrás del cura, en primera fila.
Fue la madre la que le dijo que los suyos se vinieron escapados de la horda roja y llegados a Buenos Aires – como nobles que eran – no sabían hacer absolutamente nada. La abuela se dedicó a limpiar casas y el padre se arrojó sobre un camastro hasta que un año después murió. De tristeza y desolación. Como correspondía a un noble de su laya. Luego lo siguió la esposa, ya simplemente de extrañarlo. Y punto.
Pedro terminó su secundario y cuando iba a iniciar la carrera de contador, García mayor estiró la pata. Sin decir agua va, una mañana lo encontraron en la cama, redondo y obeso como era, sin respiración. Y el hijo debió abandonar sus sueños universitarios para hacerse cargo de ese almacén que era más una institución barrial que un negocio redituable. Total, García hijo era casi tan bruto como García padre.
Con el tiempo van cayendo los soldados y cuando parecía que el destino de García eran las botellas de Campari y las fetas de cocido, conoció a chinita de buena cama y patas sucias, paraguayita. Le dio tres pibes mestizos, como no podía ser de otra forma. Y armaron con material en el fondo del negocio, algo parecido a una vivienda digna.
Una mañana a Pedro le cayeron todas las fichas juntas. Despertó y anunció:
“- Juana, en un mes me voy a España, tengo que visitar la tierra de mis padres”.
Ella, callada como era, sólo atinó a preguntar por cuánto tiempo, recibiendo por toda respuesta los hombros de él que se alzaban.
Un tres de febrero salió su avión rumbo a Madrid y cuando se quiso dar cuenta se encontró mirando el Monumento a Cervantes, cerca de la Plaza de Oriente. No sabía cómo, pero descubrió que 40 años de incultura, por esos extraños atavismos genéticos pueden deshacerse de un plumazo. No sólo recorría Madrid como si hubiese vivido allí toda la vida, sino que munido de un escueto planito supo descubrir todas y cada una de las maravillas que le planteó la ciudad al paso. Iba a quedarse una semana y pasados los 15 días se dio cuenta que no tenía ningún apuro por irse de allí.
La casa de Lope de Vega, a la vuelta el Monasterio de las Descalzas Reales – donde las princesas se hacían monjas si no se casaban – y la Catedral de la Almudena le ocupaban toda una tarde. Preguntando y hablando con la gente, al poco tiempo parecía haber nacido allí. Comió el pulpo a la gallega más delicioso del mundo frente al gigantesco Palacio del Correo, y enfrente estuvo como media hora con cara de bobo contemplando la Fuente de las Cibeles.
Fue al Palacio Real donde amagó con sentarse en el trono con forma de león enteramente hecho de oro, para darse cuenta que los guardias reales son elegidos por su porte, y también por su fuerza. Estuvo un día entero, desde la mañana temprano hasta la noche en el Museo del Prado, mirando al menos una hora a las majas desnudas y vestidas de Goya. Lloró sin saber porque en el Museo Reina Sofía cuando de repente lo golpeó como una maza en el pecho el gigante Guernica que ocupaba una pared entera. Un guía turístico le tuvo que explicar las razones de su llanto.
Caminó descalzo y porque sí – al guardia que le preguntó le dijo que lo mataban los zapatos – frente a la estatua a Carlos Tercero, en Plena Plaza Mayor, y tomó el mejor café de su vida en un cuchitril en la Puerta al Sol.
Compró infinidad de baratijas de todos los tamaños y colores en El Rastro, se topó con un tipo del cual se hizo amigo que lo invitó a subir a su “apartamento” y días después se enteró que era nada más y nada menos que Sabina.
En el Museo del Jamón estuvo eternidades paladeando cada queso manchego y jamón granadino, y cerca de la Plaza de Oriente encontró un restaurante asturiano donde le sirvieron de postre los mejores “frizuelos” que hubiera probado en su vida. Compró discos que nunca escucharía en el Corte Inglés y hasta dedicó toda una tarde a una excursión a Toledo donde se quedó de una pieza al ver que el altar entero de la catedral estaba recamado en oro puro. Y lo que es peor, ¡que nadie se lo afanaba! Allí en Toledo se compró la colección de espadas, espadines, mosquetes, cuchillos y toda la sarta de cosas que pueden comprar los euros de un almacenero con plata y sin idea, al que todos los vendedores seguían detrás para “hacerse el agosto”.
Descubrió demasiado tarde que los españoles a las calles no les llaman calles sino aceras y que las distancias no las miden en metros o kilómetros, sino en tiempo. “Tantos minutos para llegar allá, tantos para acá”, cosa que lo dejó pasmado.
Una mañana se fue a Atocha, quería comprar un billete para Vigo y se entretuvo tomando un café. Descubrió que la estación estaba totalmente calefaccionada y que además tenía un estanque tropical repleto de tortugas marinas. Lo primero que se le vino a la mente fue: “Ponés esto en Constitución y los negros a los diez minutos se los morfan en panes a los bichos”. Y estaba en esos menesteres de dilettante, sin neuronas que distraer, aunque mirando todo, cuando descubrió un puesto donde decía “Le decimos su linaje y hasta le vendemos su escudo de armas”. Recordó lo que tantas veces le dijo su madre – que Sainz de la Maza y que la mar en coche – y se acercó. Dictó el apellido y esperó tras el mostrador. La chica amablemente tipeó las palabras y cuando observó la pantalla levantó la mirada entre pasmada y admirada. Le dijo:
“- Señor, Ud. tiene realmente sangre real. Es descendiente de los barones de Santander, nada menos que de los Sainz de la Maza. ¿Le imprimo su certificado?”, a lo que obviamente Pedro con mirada vacuna asintió.
Luego ella le preguntó si quería su escudo de armas. Ante la negativa de él se escuchó entre dientes, “mucha nobleza pero qué avaricia”. Tomó los papeles y enfiló para la salida, contento y pensando que si su madre viviera le habría dicho “viste, nene, que yo tenía razón”.
Un llamado, cinco trajes negros, un gran auto con vidrios polarizados y al llegar a la esquina Pedro estaba siendo introducido por la fuerza al móvil. Le pusieron una capucha y pese a sus desesperados intentos de preguntar qué pasaba, no tuvo respuesta ni golpes. Nada. Sólo fuerza inmovilizadora por al menos cinco horas. Al llegar a lo que creyó era un camino de piedra, el auto se detuvo, salió la capucha, se abrió la puerta y una cohorte de lo que Pedro supuso eran sirvientes estaban haciendo fila a ambos lados hasta llegar a la fachada de una palacio de cristal y piedra que él jamás había visto en su vida.
El que supuso era el mayordomo mayor lo puso sobre autos: Él, Pedro García ya no era más Pedro García sino Pedro Miguel de Jesús del Sacramento Sainz de la Maza, Conde de Calatrava y Barón de Santander. Y el último noble de la casa había muerto hacía seis meses, así que era su deber quedarse allí. No televisión, no Internet, no teléfonos. Si caballos, si lagos de delicias, si toda la comida que quisiera, seda, trajes, vinos de la más alta especie, todo eso, sí. No más familia, no más mujer e hijos.
Él les preguntó si podía negarse a lo que los amanuenses negaron con la cabeza. Le dijeron: “España no se puede dar el lujo de perder nobleza. Ud. es el último descendiente vivo de los Sainz de la Maza”. Inquirió sobre la suerte de su familia a lo que respondieron que recibirían mes a mes una cuantiosa suma de billetes, generación tras generación. Preguntó si podía tener algún tipo de vida social a lo que le respondieron nuevamente que no, que al pueblo les bastaba con saber que había alguien en la casa real de Calatrava. Que su actividad se limitaría simplemente a cabalgar, jugar tenis, nadar, leer o lo que quisiera con el personal, pero que de ahora en más sería una especie de “prisionero con muchos privilegios, pero prisionero al fin y al cabo”.
Pedro se quedó largo rato mirando a esas gentes extrañas, con acentos extraños y con rostros extraños. Ladeó la cabeza de un lado al otro. Luego dijo simplemente: “Está bien”. Se descalzó y mientras subía quedamente la interminable escalera de mármol de Carrara, iba pensando para sus adentros “¡¡¡Pero que brutos que son estos gallegos!!!! ¡¡¡Qué brutos!!!
Fántastico . Espectacular , Que no , los gallegos no son brutos , ja ja yo lo digo la vasca.
ResponderEliminaramelia arellano. argentina