Nunca se pudo quejar. Durante su
infancia a Jorge le habían sobrado ídolos. Estaba Angelito Labruna que lo
dejaba afónico cada domingo con la magia de sus goles en la Máquina. Estaba
César Llanos, el Tarzán de radio Splendid y estaba su padre, el hombre más
recto y más trabajador que conocía. Pero a los 10 años sus héroes sin lugar a
dudas eran sus primos mayores.
El Negro,
Baby, Mignone y Marito le llevaban en promedio unos diez años A veces lo
acompañaban a la cancha y otras tantas lo invitaban al cine o amenizaban con
sus anécdotas las reuniones familiares. Pero a Jorge no le fascinaba el sino el misterio de sus noches.
Los primos
solían encontrarse impecablemente trajeados con sus chambergos lustrados. Jamás
decían dónde iban pero por las primas mayores sabía que frecuentaban los
boliches de tango y jazz del centro y el Bajo. Antes de salir, el Negro sacaba
un estuche de cuero de adentro del placard y después de pasarle una franela
salía llevándolo de la manija con sumo cuidado, como a un objeto preciado.
Jorge no se
animaba a preguntar demasiado. Sabía que a los primos no les gustaban los
mocosos curiosos. Tampoco pensó en recurrir a su madre o a sus tías que lo
hubiese sacado de la duda. Prefirió pensar que ese primo que solía silbar temas
de Duke Ellington y le hacía escuchar discos de Thelonius Monk era el
saxofonista de un cuarteto de jazz que integraban el resto de los parientes.
El Negro era
más bien parco, pero los otros tres solían recordar anécdotas de sus salidas en
las que había chicas entusiasmadas con su música y sonaban acordes de blues,
funky y bebop. Mientras lo hacían Jorge envidiaba a sus primos y soñaba con
salir con ellos alguna de aquellas noches. Quería poder tocar a Miles Davis, a
Charlie Parker o a Thelonius Monk. Y después, ir a comer a una pizzería de la
calle Corrientes, o a algún restorán de manteles almidonados y mozos vestidos
como pingüinos.
Pero a él
nunca le tocaba. Cuando los primos abandonaban las fiestas familiares, era el
momento en que su madre lo besaba y lo mandaba a dormir. Mientras se calzaba el
pijama de franela solía pensar en la posibilidad de escaparse detrás de los más
grandes. Quizás podía verlos en acción en algún tugurio donde fascinasen a los
presentes con la maravilla de su música sincopada.
Antes de
dormirse repartía los instrumentos: el Negro, el saxo, ya que lo llevaba de
casa. Baby con su estirpe elegante y lánguida, sin dudas era el hombre del
piano y a Mignone y Marito les caían perfecto la trompeta y el clarinete. En su
imaginación sus primos eran capaces de proezas mayores que Louis Armstrong y
Dizzy Gillespie.
Una Navidad
llegó a pensar que los discos que le hacía escuchar el Negro mientras le
explicaba las características de aquel ritmo, eran grabaciones caseras, de los
primos improvisando en algún piringundín del Bajo. No llegó a confirmarlo pero
tampoco se animó a buscar que alguien se lo desmintiese.
Un verano les
perdió el rastro. Ellos vacacionaron juntos en la casa de los padres de Baby de
Mar del Plata. Por los llamados de su tía sabía que iban mucho al casino y
hasta habían logrado sacar unos pesos. También que recorrían la rambla
ataviados con sus trajes de verano. Todos habían elegido nombres más sonoros para
repetirlos en los oídos de las chicas que miraban el mar. “Gastón Castelar
Belgrano” era el del Negro que lo escuchaba más distinguido que el suyo
italiano y d doble consonante. El informe no hablaba de otras salidas nocturnas
pero era lógico que el cuarteto hubiese llevado su arte a la ciudad Feliz. Si
tan solo lo esperasen un par de años para que pudiese unírseles, quizás podría
transformarse en el trombón que les estaba faltando.
Pero las
salidas se espaciaron. Dos de ellos volvieron de novios y decidieron dedicar
los sábados a visitar a las damas en cuestión. El Negro abrió un negocio de electrónica
y se dedicó a trabajar de noche y dormir de día. El cuarteto no volvió a
aparecer las reuniones de la familia y su carrera musical pareció interrumpirse
en pos de cuestiones más urgentes.
Muchos años
después, en un galpón de la casa de los abuelos encontró el estuche de cuero
que el Negro transportaba con veneración. Lo encontró intacto, pero vacío y ya
adulto se animó a preguntarle a su madre por el contenido. La respuesta fue la
que nunca quiso oír: su primo no tocaba el saxo y había comprado aquella valija
de forma peculiar en una casa de compraventas. Pensaba que llevarlo le daba un
aire romántico y un tema de conversación con las chicas. Se presentaba como un
músico frustrado acompañado por los ex integrantes de su banda.
No se apenó
con la certeza. Pensó que había llegado en el momento adecuado.
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