El 26 de febrero del 91 emprendíamos el viaje hacia Jaguarão, mi
segundo destierro… esta vez también obligado, aunque voluntario.
Con dieciséis años de
antigüedad y siendo Jefe de Sección desde el 85, hacía ya muchos años que
estaba en condiciones de obtener el traslado al exterior. Esa Ley permite que
haya doce administrativos afuera, y el designado sale por tres años una sola
vez en la vida.
Codiciado beneficio ―para
un escalafón acostumbrado a un sueldo común y corriente―, que da la oportunidad de vivir a lo grande,
casi como un diplomático, y si se administra bien, da para pararse… ¡para el
resto de la zafra!
Yo había sido la excepción, no
consideraba buen negocio cambiar plata por vida, que es lo que pierdo cuando
tengo que irme del país, por el motivo que sea. Pero yo acomodo las cosas en mi
escala de valores de una forma ―para
muchos― un poco rara. Y en este caso, lo
que hubiera perdido por falta de plata, era
―y sigue siendo― más valioso para
mí que mi propia vida.
¡Más que jodido fue el motivo
que me decidió a solicitar ese destino! Ni siquiera necesité el apoyo político
habitual… el comprobante de mi "problema" alcanzó y sobró. Pero ―eso sí―
me tocaría el último orejón del tarro, el lugar que desecharan los
otros.
Me parecía ridículo que
hubieran preferido Asunción y hasta Ginebra cuando en la frontera los dólares
rinden mucho más, por un terror colectivo hacia la Cónsul de Distrito que los
enfermaba de sólo imaginarse padeciendo tres años bajo su avasallamiento. A las
pocas horas de llegar lo entendí… ¡de haber existido un Consulado en
Groenlandia lo habrían considerado más saludable que Jaguarão…!
Así fue como esa mañana ―con la Meharí cargada hasta el tope― dejamos atrás la casa y salimos rumbo a la
nueva aventura. La mudanza se había llevado lo nuestro el día anterior y
acarreábamos lo imprescindible para arreglarnos una semana, tiempo normal de
cumplir un trámite aduanero más que simple, en el que la empresa pasaría la
frontera en el mismo camión que había levantado la mudanza.
Miguel tomó el volante y yo
acomodé al Cuco ―nuestro perrito de
catorce años― en mi falda… único lugar
disponible en la camioneta. Llevábamos dos reposeras, frazadas y almohadas,
algún cacharro de cocina, una cocinilla a supergás, un par de platos, vasos y
cubiertos, dos toallas, una valija con ropa, los petates y el almohadón del
perrito, un bidón grande con agua para darle en el camino, algo de comer para
el viaje, el termo y el mate. Con eso alcanzaba para "acampar"
pasando el Puente Mauá, en nuestra nueva morada brasilera.
Iríamos directo al domicilio de
la Cónsul a buscar las llaves de la casa que yo había alquilado una semana
antes. Ella se había ofrecido ―"para
evitarme molestias y demoras en ese viaje previo"― a encargarse de habilitar el agua y la luz.
Con los labios agrietados por
el calor y el Cuco jadeando de una forma alarmante, llegamos a Jaguarão a la
hora prevista: las 3 de la tarde. La
infame señora no se dignó a abrirnos la puerta, y allá marché a la Inmobiliaria
donde me enteré… ¡que las llaves nunca habían sido retiradas de ahí! Pero
entramos a la casa… aunque ―por
supuesto― no tenía luz ni agua.
El fresco y la sombra interior
reanimó al perrito y me quedé tranquila. Esa noche nos bañamos con agua mineral
y al otro día estuve en condiciones de presentarme a trabajar… y a afrontar los
ataques que aquella mujer paranoica recién había iniciado, que irían a
convertirse en "la guerra de los tres años".
La primera tarde nos sentamos a
tomar mate en el escalón de la puerta, apreciando al frente la vista de la
Plaza Comendador Azevedo. Pasaron dos simpáticas señoras conversando, en tren
de paseo; nos saludaron amablemente, llegaron a la esquina y volvieron hacia
atrás.
Ya frente a nosotros, una de
ellas se acercó. Nuestro "carrinho" le indicaba que no éramos de la
zona y ella podía sernos útil para adaptarnos al lugar… Su sonrisa amplia y la
calidez con que nos habló, dejó a la
vista la franqueza y el agrado con que nos estaba tendiendo su mano.
La "vizinha de
junto", Neida Nunes Machado
―nuestra querida amiga Lula― fue
la mujer que nos ayudó a resistir esos tres años interminables con su apoyo
incondicional y su afecto sincero, demostrado durante todos y cada uno de los
días que vivimos en Jaguarão.
Lula y Alberto
―su esposo― no habían tenido
hijos. Sin embargo, albergaban bajo su
techo a tres sobrinos: Renato, Sandra y João. Ninguno era huérfano… pero vivían
ahí. Lula los había criado como una madre abnegada cuya meta es convertir a sus
niños en personas de bien y lo había conseguido. Eran jóvenes honestos,
serviciales, atentos, agradables. La ayudaban en la casa, los mandados, el
cuidado de Alberto durante su enfermedad.
El problema era el aporte al
presupuesto familiar. Renato tenía voluntad de trabajo, pero su afición al
alcohol le impedía obtener una ocupación estable y lo ganado en sus changas se
le iba en el vicio. João sólo quería saber de fútbol y cuando un equipo le
ofrecía contrato lo rechazaba por implicar obligaciones que no estaba dispuesto
a asumir. Sandra se había preparado, tenía un trabajo estable y bastante bueno…
pero sólo pensaba en casarse y guardaba su dinerito para su futuro hogar.
La entrada segura provenía de
la "aposentaduría" de Alberto y el trabajo incansable de Lula, que
preparaba manjares para las grandes fiestas de las señoras que habían sido sus
patronas y también para algún restorán de la ciudad.
Alberto falleció ese otoño y a
Lula le costaba mucho sobrellevar su falta. Me acerqué más a ella y aceptando
aquel ofrecimiento inicial, le pedí que me acompañara para salir de compras.
Habíamos llegado con el sueldo de dos meses adelantado y enseguida empezamos a
comprar algunas cosas que estaban pidiendo reemplazo hacía tiempo, y no se
habían incluido en el traslado. Lo más urgente era el colchón, después la
heladera y por último la cocina. También alguna ropa de abrigo: a dos meses de
instalarnos ya se había venido el frío y lo nuestro no había llegado.
Con Lula conocí "as
lojas" donde conseguir todo lo bueno al mejor precio y hasta algún
descuento especial… por ser amiga de una de las personas más queridas en todo
Jaguarão.
Cuando me entregaron la nueva
cocina a supergás, no pude hacerla funcionar
―mi vieja cocinita era eléctrica―
y fui a pedirle ayuda. La encontré preparando el almuerzo, pero retiró
la "panela" del fuego y vino de inmediato, estaba segura que era cosa
de un minuto.
En casa habían vivido unos
amigos de ella, y la conocía bien. Se dirigió a la cocina casi corriendo, abrió
la puerta del fondo y miró la garrafa. Entró sonriendo, me pidió el encendedor,
abrió la llave, dejó pasar unos cuantos segundos antes de acercar el fuego y…
¡las limpias llamas azules emergieron del quemador! Sólo había que esperar ―la primera vez― que el gas recorriera el trayecto del tubo y
lo llenara. Arreglado el asunto, se fue tan rápido como había entrado.
Después de almorzar, Lula
estaba llamando a nuestra puerta, con su sobrino João. En su incursión
relámpago había visto todo… lo poco que había para ver: el colchón en el piso y
¡nada donde sentarse ni donde apoyar un plato para comer! Traían una mesa, una
silla y una mesita de luz, que haría las veces de una segunda silla que no
tenía para prestarnos.
Hizo entrar al muchacho con lo
más pesado mientras me rezongaba por no haberle dicho que estábamos en esas
condiciones, se disculpaba por lo humilde de los muebles y ponía sobre la mesa
un precioso mantel blanco bordado a mano con flores multicolores. Esas
actitudes espontáneas nos emocionaban hasta las lágrimas y nos hacían quererla
cada día más.
Nunca habíamos conocido ―ni Miguel ni yo― alguien tan solidario y tan preocupado por el
bienestar ajeno… y el destino estaba reparando esa carencia poniendo aquella
maravillosa mujer en nuestro camino, en el Sur del Brasil.
Yo tenía toda la información reglamentaria ―para mi nueva situación laboral― que pude conseguir en el Ministerio, pero
había cosas que dependían del país de destino, y no quedaba otra salida que
averiguarlas en el Consulado. Mis compañeras no eran funcionarias de
Cancillería sino contratadas por la Misión y desconocían los trámites que
correspondían únicamente a la Cónsul y a mí. Así que no tuve más remedio que
preguntarle a ella por qué demoraba tanto en llegar nuestra mudanza.
Con lo tenso del ambiente… ¡a
buen puerto fui por agua! Me dijo que tuviera paciencia, que vería llegar el
camión rodeando la plaza en cualquier momento y no me permitió llamar a
Montevideo a la empresa transportista.
Cansada de tan larga espera y
desconfiando que la Cónsul me estaba omitiendo datos importantes, empecé mi
periplo de llamadas al transportista en Montevideo, al Consulado General en
Porto Alegre y a la Embajada en Brasilia.
En las ciudades de frontera
cada uno habla su idioma y todos se entienden, sin que a nadie le sea necesario
chapurrear mal el idioma del otro, pero las telefonistas internacionales tienen
un acento tan cerrado que me costaba entenderlas, y lo que es peor, había que
hablarles en portugués y yo no era capaz de hacerlo.
Cada una de las veces que fui a
la Telefónica, Lula me acompañó y se encargó de solicitar mi llamada,
quedándose a mi lado para auxiliarme cuando aquella voz inentendible
interrumpía la conversación preguntando qué sé yo qué.
Obviamente, mis antecedentes
fueron muy superiores a los de la "honorable consulesa", y en cuanto
se conoció mi problema, desde Porto Alegre y Brasilia me lo solucionaron, mi
mudanza se "destrancó" de inmediato y hasta se encargaron de efectuar
los trámites urgentes para la compra del auto con franquicias ―el mismo Gol "cinza" que sigue hoy
conmigo― beneficio que casi pierdo
porque la señora Cónsul se cuidó muy bien de informarme sobre la existencia de
un plazo que estaba a punto de vencer.
A partir de ahí conocí con Lula
la oficina del Despachante, los galpones de depósito de la transportadora
brasilera donde nuestra mudanza dormía aquel sueño casi eterno, funcionarios de
Aduana y demás intervinientes con los que
―con mi excelente traductora simultánea―
pude conversar sin el menor problema y esa misma tarde, ya estaba el
camión descargando en casa.
A la mañana siguiente, entré al
Consulado con aires de pavo real, contando el gran acontecimiento. La Cónsul no
pudo explicarse cómo había hecho y cometió la torpeza de preguntármelo… Sólo le
dije: "se ocupó personalmente el Ministro de la Embajada, y dijo que
enviaría un telegrama a Porto Alegre para que te lo remitiera tu superior
inmediato".
Después llegó el auto nuevo,
vendimos la Meharí y empezamos los viajes a Montevideo, programados de la forma
"asquerosamente eficiente" que suelo aplicar cuando me estoy vengando
de alguien. "30 días de licencia reglamentaria y hasta 60 por
enfermedad al año" ¡dice el reglamento! Dividí los 89 días ―uno menos del límite por enfermedad― entre seis viajes que repartí en el año ―cinco de 15 días y uno de 14― y desde enero del 92 hasta el final de mi
trienio, cada dos meses me borraba del Consulado a respirar aires más
saludables.
¿Cómo hice para conseguir las
licencias médicas? ¡Ah…! ¡Recursos que una tiene cuando ha caminado bien por la
vida y los usa ―solamente― en estos casos de extrema necesidad!
Lula quedaba encargada de la
casa. Cuidaba y regaba mis plantas, mantenía todo prolijo, daba varias
recorridas diarias y de noche se quedaba a dormir, cuidando lo nuestro con un
celo increíble.
Yo había descubierto un
ratoncito de lo más simpático ―oscurito,
pura cola y orejas― y lejos de intentar
exterminarlo decidí darle de comer, para que no destrozara lo que no debía. Le
mostré a Lula un paquete grande de galletas dulces, otro de saladas para el
animalito y el recipiente del agua, y le pedí que no se olvidara de
alimentarlo. No pudo contener la risa y
me explicó que si había visto un "camondongo" había muchos más;
entonces yo… ¡compré más galletas!
La dejamos a cargo y viajamos,
con la seguridad de que haría todo tal como se lo pedimos… y bastante más,
porque también había un gato callejero
―al que yo llamaba Pancho― que
venía de vez en cuando en busca de comida, al que Lula "adoptaba" en
nuestra ausencia y lo alimentaba en su casa, para evitar que se comiera mis
ratoncitos.
Nos esperaba al regreso con
comida hecha y la casa brillando como jaspe. Me enseñó a cocinar el
"feijão preto" y otras delicias, me animó a comprar una "panela
a pressão"… y sobre todas las cosas ¡nos alegró la vida! Sin Lula no
hubiéramos podido ―a pesar de mis
"recursos"― soportar tres años
lejos de casa y de nuestra gente… y yo con un ambiente de terror en el trabajo…
Nos gustaba salir con ella de
vez en cuando, a cenar por ahí o de paseo, y nos sentíamos orgullosos de estar
con ella cuando las personas la saludaban con tanto cariño por toda la ciudad.
Así pasó el tiempo, hasta que
el día 1.095 llegó. La misma empresa transportadora ―ya éramos amigos por aquella demora que también
los perjudicó a ellos― mandó unos
cuantos muchachos a embalar nuestras cosas. Cargaron el contenedor, lo cerraron
y sellaron, y cuando estaban por desengancharlo del camión, Lula vino a pedir
que dieran marcha atrás. Quería esa "caixa" bien "perto" de
su ventana, ¡tenía que cuidarla hasta que la vinieran a buscar!
Los muchachos se fueron en la
cabina del camión, y nosotros emprendimos el regreso, con algunas pocas cosas
en el Gol y el Cuco bien cómodo en el asiento trasero sobre su pelego, porque
esta vez… ¡la mudanza llegaría prácticamente detrás nuestro!
Lo terrible fue la despedida.
Separarnos de Lula no era sencillo… este viaje no tenía regreso… Abrazados,
lloramos los tres un buen rato hasta poder articular alguna palabra. Tendríamos
que aprender a vivir sin Lula… ¿pero cómo? Y ella… sentía que le pasaría lo
mismo sin tenernos a nosotros…
Los tres seguimos viviendo
nuestras vidas, comunicándonos por carta, contactando a la prima Gilda cada vez
que viajaba para tener noticias más directas… extrañando.
Diez años después, el teléfono dejó de ser un
imposible en Jaguarão y pudimos llamarla. El primer intento fue muy duro… es
difícil hablar con un nudo en la garganta. Pero nos entendimos, sentíamos lo
mismo, nada había cambiado… Aunque sin verla, "amiga Lula" seguía
"fazendo–nos"
falta.
Tuvieron que pasar tres años más para que un
día, un "semáforo en amarillo", centelleando desesperadamente me
instó a pasarlo, antes que el rojo me detuviera. Y así lo hice. Sin
preparativos, casi insólitamente, decidí viajar a Jaguarão a ver a mi amiga
Lula, la mujer que hizo placentera mi estadía en aquella ciudad fronteriza... a
pesar del oscuro entorno laboral que me envolvía. La desconocida generosa, que
actuó como amiga absoluta, que intuyó mis necesidades y se arregló para
colmarlas... a pesar de las suyas propias.
Fueron demasiados años que pasaron muy
rápido, de comunicaciones tan esporádicas como difíciles, de ausencia tan
sentida. Me pregunté ¿por qué...? No encontré respuesta... sólo era posible
dejar de ser tonta, y no reincidir.
Tan fácil fue... y tan lindo. Sentí a mi auto
devorar de a uno los 420 Km. que me separaban de Lula. Él también estaba
contento, iba camino a su país natal. Brioso, ágil, fuerte, seguro; se portó
como muy pocos de su edad. Creo que ambos, rejuvenecimos 13 años en ese viaje.
Allá fue una verdadera una fiesta. La
sorpresa de todos de verme, la alegría. Ella y yo abrazadas, llorando de
felicidad. Los vecinos, los conocidos, desfilando a saludarme, a medida que se
corría la voz de mi llegada. La casa de Lula, donde respiré un calor de hogar
imposible de explicar con palabras.
Tres días y tres noches de bienestar para el
alma, de ventana abierta de par en par, para inhalar a todo pulmón el aire puro
y dulce de la amistad.
A la vuelta, esta vez, no dejé que la
despedida doliera tanto: le antepuse la promesa de volver todos los años.
Promesa garantida, por habérsela hecho a una amiga.
Cada 2 de octubre estoy al firme en Jaguarão,
abrazando a mi amiga Lula en su aniversario... ahora me quedo una semana para
disfrutar más su compañía. Y sí lo haré
cada año de los que nos queden por delante. No más "saudade"...
¡"Pode escriver"!
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