No recordaba si se podía subir con el
coche hasta el pie del farallón, o había que dejarlo nada más comenzar el largo
camino ascendente que lleva hasta él. Siempre cometo el mismo error: o bien no
me acuerdo de llevarme la información sobre los sitios que voy a visitar, o
bien se me olvida guardarla en mi breve mochila. Sea como fuere, opté por la
misma y vieja solución: dejar el coche, calzarme las botas de siete leguas,
ponerme el sombrero, y comenzar a caminar. No había nadie por allí. La mañana
era espléndida, aunque un poco fresca. A los pocos minutos, no obstante, ya
estaba comenzando a sudar. Un maravilloso silencio lo inundaba todo. Pasé buena
parte de la mañana caminando. Hasta llegar al santuario, donde me demoré todo
el tiempo del mundo. Me gustó cuanto vi y cuanto intuí.
Valió la
pena. Siempre vale la pena. Cuando horas después, oliendo a monte, me senté en
el agradable bar del balneario de Manzanera, tenía los pies que me echaban
fuego. La jarra de cerveza me sentó de maravilla. Don Gustavo, que había estado
esperándome, tenía otra ante sí. Sonrió al verme.
-Siempre que
me enfrento con el mismo problema -dije tras saludarlo-, me acuerdo de la solución
que le da don Miguel de Cervantes. Y siempre me parece que su explicación no
es, en el fondo, más que la confesión de una cierta impotencia -confesé
intentando luchar contra el sonrojo. Bécquer sonrió.
-Es que tal
vez -murmuró- no hay otra forma humana de explicarlo. Hay cosas que, por más
que se quiera, no se puede llegar a ellas. El misterio. ¿Y qué es lo que se ha
encontrado usted allá arriba? ¿Se imagina usted una vida sin misterio? ¿Una
vida en la que todo se supiera? ¿Qué hay en el santuario?
-Es cierto,
tiene usted razón -repliqué riendo-. La vida sin misterio sería muy aburrida.
-Claro, no
existiría el estudio, ni la investigación, ni tal vez los viajes, ni las
caminatas. ¡Ah, querido amigo, y qué placer, sin embargo! Los perezosos ya
tendríamos la justificación perfecta para pasarnos la vida sin hacer nada.
-No estoy tan
seguro de eso -dije con un dejo de terror ante la desaparición de mis
excursiones-. Creo que aparecería algo nuevo, o el hombre comenzaría a pensar
en algo... No, no me veo a todos sin hacer nada. Hasta los abuelitos aquí, en
el balneario, leen o juegan a las cartas o al ajedrez, o recogen piedras...
-Sí, ya veo.
Y sin embargo, nada hay mejor que el ocio.
-En eso estoy
de acuerdo con usted; pero el ocio con letras. Acuérdese de lo que decía
Séneca: otium sine litteris mors est et hominis vivi sepultura.[1]
-¡Hombre!
¿Sabe usted latín?
-No. Eso
quisiera yo. Pero tampoco soy el pedante contra el que arremete don Miguel en El
coloquio de los perros, ¿se acuerda?: hay algunos romancistas que en las
conversaciones disparan de cuando en cuando con algún latín breve y
compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son grandes
latinos, y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo.[2]
-No haga
mucho caso de don Miguel: es un humorista. Y ya sabe, va negando una cosa y
haciéndola al mismo tiempo.
-Sí, ya lo
sé; pero hay que tener gracia para hacer eso. Y como yo no la tengo, le
confesaré que el soltar latinajos no es más que la confesión de mi ignorancia:
como no pude estudiar latín, di en aprenderme todas las oraciones y frases que
caían en mi radio de acción.
-¿No
esperaría usted -me preguntó asombrado- aprenderse toda la lengua latina de
semejante forma?
-Bueno, nunca
se sabe. Cosas más difícil han pasado. Y ánimos no me faltaban.
-Me parece
que también es usted un buen humorista.
-Lo intento;
pero muy a menudo me resulta difícil y complicado. A veces es difícil hasta
sonreír. Con todo lo que está sucediendo en el país, con corruptos, políticos
ineptos, bancos saqueados y millones de parados, lo mejor es taparse las
narices, y pasar por él como se pasa por una letrina. Y subir a las montañas de
vez en cuando.
-Bien.
Volvamos al principio porque yo creo que me he perdido un poco. Había dicho
usted, hablando de no sé qué, que la explicación de don Miguel no le
satisfacía...
-Sí. Estaba
pensando en cuando plantea la cuestión de si el poeta nace o se hace.
-¡Ah, Dios
mío! Terrible dilema ¿Cree usted que el estudio puede favorecer a alguien en
este sentido?
-No lo sé.
Pero, sinceramente, lo mismo me sucede con el resto de las cosas humanas.
Tampoco sé si una persona es buena persona porque ha nacido así, ha vivido en
un clima determinado, o por qué... El mismo don Miguel dice, en la misma
novela, que, como nos viene de naturaleza, tendemos a murmurar. Como el
hacer el mal viene de natural cosecha, fácilmente se aprende a hacerlo.[3]
-¿Usted cree?
A mí todo me parece un misterio. Y demasiadas veces -añadió poniéndose serio,
tal vez acordándose de una mujer- no hacemos el mal por el mal mismo, sino por
ignorancia, por estupidez, por puros espejismos.
-No me sirve
esa explicación. Lo único que demuestran sus palabras es que usted sí que es
una buena persona. Si todo son espejismos, es fácil perdonar.
-Es posible
que la bondad sea no tener ganas de indagar, de ir más allá, de dejar las cosas
como están...
-Es posible
que tenga usted razón. Y también es muy posible que tenga razón Quevedo, y que
sea más fácil perdonar que tomar venganza.
-¡Hombre! Don
Francisco, tan ingenioso como siempre. ¿Dónde lo dice? No me acuerdo...
-En Doctrina
moral del conocimiento propio, y del desengaño de las cosas ajenas. Dice lo
siguiente: Así lo mandó Christo: “Amad a vuestros enemigos”. Rigurosa y
desabrida cosa fuera y llena de peligros este mandar vengar de tu enemigo:
salir a media noche, o solo, o acompañado de armas o, rodeado de amigos, a
acecharle y al cabo procurar su muerte. ¡Cuánto mejor es perdonarle, cosa que
puedes hacer en tu casa cenando y acostado y con todo descanso![4]
-¡Ay, don
Francisco, don Francisco! Tan ingenioso como siempre. Y, sin embargo, no le
falta razón. ¿No le parece? A mí todo lo que tienda al ocio, me suena de
perlas. Tenga usted en cuenta -añadió acariciándose la perilla- que el trabajo
es un castigo divino. E ir por ahí cargado de armas y acechando...
-Una
contradicción más. Pues a veces vengarse de alguien exige un trabajo enorme;
trabajo que, no obstante, se hace muy a gusto, aun cuando nos pasamos la vida
renegando del trabajo.
-Sí, hay que
reconocer que los humanos somos bastante contradictorios: basta que nos manden
una cosa para no hacerla; ahora si es por nuestro gusto y contento, somos
capaces de subir la montaña más alta, y descender a las más profundas simas.
-Sí; lo
hacemos así porque algo que nos impele a ello. Tal vez el afán de saber. El
misterio. Y no hacemos daño a nadie. Es cierto, a veces somos capaces de
escalar montañas, y otras veces nos dejamos caer al abismo...
-Ya. Creo que
comienzo a entenderlo. Y volvemos al principio: hay que educar a ese gusanito
que llevamos dentro. Aunque el poeta no se haga. Pero sí se puede hacer al
investigador, al curioso.
-Eso debe
usted saberlo mejor que yo. Yo no sé si el poeta nace o se hace. Pero quiero
creer que la virtud se enseña. Al fin y al cabo es probable que sea más fácil
ser una buena persona que un mediano poeta. Aunque visto lo que está sucediendo
en el país...
-Es posible
que tenga razón. Pero -añadió sonriendo- esto en otra época podía costarnos
algún serio disgusto con la santa inquisición.
-Es cierto.
Demasiado a menudo se dan muchas cosas por sabidas. Y, analizadas, no dejan de
ser falsedades.
-Sucede eso
con harta frecuencia. No se lo niego.
-Hace años
nos lo advirtió Erasmo de Rotterdam. Y perdone, pero voy a soltar otro
latinajo: monachatus non est pietas.
-El señor
Erasmo tiene razón: la piedad, o los buenos sentimientos, no son privativos de
nadie, ni de ningún lugar. Afortunadamente. Recuerde también que don Miguel
insiste, y no cambio de tema, que tantas tonterías se pueden decir en latín
como en cualquier lengua.
-Sí. Y yo
aquí traería a colación al bueno de Sancho, y le embutiría un refrán: dime
de qué presumes y te diré de qué careces.
-Antes de
continuar por estos derroteros, querido amigo, quisiera hacer una aclaración.
-Soy todo
oídos.
-Como usted
sabe, nadie está libre de pereza, aunque a todos nos guste pasar por laboriosos
o muy trabajadores. Esa pereza ha hecho que yo solamente sea conocido por mis Rimas
y Leyendas. Y que me hayan colgado el sambenito de tradicionalista
cuando no el de retrógrado. Se tacha a una persona de algo, y todos tenemos el
pleno convencimiento de que ya la conocemos. ¿No es así?
-Sí. Es
cierto.
-Dígame, ¿se
definiría usted como tradicionalista por ir a visitar santuarios de dioses que
nadie conoce, utilizados por personas de quienes ya no quedan ni los huesos?
-No. Desde
luego que no. Y, además, le contesto con sus propias palabras: No es esto [la
contemplación del pasado] decir que yo desee para mí ni para nadie la vuelta
de aquellos tiempos. Lo que ha sido no tiene razón de ser nuevamente, y no
será.
Lo único que
yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un poco de
justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos
llegado hasta aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra
ineptitud e incuria.[5]
-Me deja
usted sin palabras. Y dicho eso, y volviendo al dicho de que la piedad no
reside en los conventos, sí que me gustaría añadir, sin peligro de ser
malinterpretado por usted, que tanto en la Edad Media, como en el Renacimiento,
y hasta en mi época, mucha gente era encerrada en conventos, o veía en ello un
medio de vida. Mire, medio mundo critica al otro medio, y le achaca las faltas
que no ve en sí mismo. Exigimos vocación a los demás sin querer percatarnos de que
pocos de nosotros seguimos nuestras verdaderas inclinaciones. Tal vez -añadió
sonriendo- porque no nos dan de comer: nadie le paga a uno porque se esté en
Veruela sin hacer nada.
-O por subir
a lo alto de una montaña, a un santuario, y hacerse la ilusión de que se han
conocido mejor a los antepasados. Y, en consecuencia, a los contemporáneos.
-Tengo que
decirle que a mí me pagaban por mis artículos.
-Yo no he
logrado ese privilegio. Pero sí, con respecto a la montaña, tengo la impresión
de conocer un poco mejor a la Humanidad. Hay allí inscripciones que, al
parecer, no se sabe lo que significan. Hay hasta unos versos de la Eneida.
-Eso de muestra que el santuario tuvo
que ser importante.
-Tuvo que
serlo. Está alejado. Cuesta acceder a él. En todo el trayecto no he visto un
alma. Ni he oído nada que no fuera el graznar de algún cuervo o mis propios
pasos. Un maravilloso silencio.
-Qué paz y
qué tranquilidad, ¿verdad?
-Sí; pero
allá arriba, junto a las inscripciones que dejaron nuestros antepasados, había
otras más recientes: la del pobre hombre que no quiere ser olvidado, y deja
allí, grabado en la piedra, su nombre y el día en el que tuvo la ocurrencia de
personarse donde nunca tuvo que estar.
-Tal vez
todos tengamos miedo a la muerte, a la desaparición física.
-Es una forma
estúpida de luchar contra ella... Allá arriba me he encontrado la vértebra de
un bicho. Nunca había tenido un huesecillo de esos entre mis manos. Me ha
encantado. Me ha parecido una obra de arte: tan simétrica, tan perfecta,
parecía una mariposa con las alas abiertas. Creo que estoy empezando a perderle
el miedo a la muerte. Es posible que nunca lo vea nadie, pero la muerte va a
dejar al descubierto la belleza de nuestro armazón, del esqueleto.
-No se me
había ocurrido pensarlo. Es usted una caja de sorpresas. Pero yo quisiera
volver al principio de nuestra conversación.
-Creo que la
pregunta inicial, si el poeta nace o se hace, la puede contestar usted mejor
que yo. Yo soy incapaz de escribir dos versos seguidos. No le digo una poesía.
Imposible.
-Pues
entonces, planteemos la cuestión desde otro punto de vista: ¿usted visita
santuarios porque le gusta la investigación? ¿Ha nacido así o se ha ido
haciendo?
-Yo creo que
todos los que visitamos estos lugares, hasta los que profanan las paredes con
sus nombres y sus fechas, tenemos algo de religiosos, en el sentido etimológico
de la palabra.
-¿Y se ha
sentido más cerca de la divinidad allá en el farallón?
-Me he
encontrado muy bien.
-No me ha
contestado.
-Cerca de la
divinidad, y entiendo esta por la bondad, la amabilidad y la consideración, me
encontré hace muchos años en un hospital. Acompañé a mi hijo a que le hicieran
una radiografía. En tanto esperaba, bajaron una cama donde yacía una anciana.
Estaba más allá que acá. Parecía un cadáver. Huesos y piel y cuatro pelos.
Instintivamente me alejé de ella. Y en eso salió una médico de una de las
habitaciones. Era una mujer joven y guapa. Se dirigió a la anciana, le habló,
la acarició, le apretó las manos, la miró con cariño... Me quedé impresionado.
Era aquello... Sí, era aquello. Hoy, antes de subir al santuario, he entrado en
un bar a tomarme un café con leche. Al entrar, el dueño del bar estaba de
espaldas a mí. Al girarse para atenderme, he visto un rostro que era la pura
bondad. Hacía años que no veía una cara tan de buena persona como la de ese
hombre. Me hubiese gustado saber dibujar como usted, y hacer su retrato... Yo
no soy así. Por lo tanto, también la bondad se hace.
-Y ha subido
usted al santuario del dios Lug en demanda de esa bondad.
-No. He
subido porque me apetecía. Y porque he sido profesor, me gustan sus Cartas, y
quería darle la razón.
-Dígame. Soy
todo oídos.
-Es cierto.
Tiene usted razón: lo han reducido a las Rimas y a las Leyendas. Creo
que poca gente conoce el resto de su obra. Y sus Cartas deberían ser
lectura obligatoria, al menos en los centros de enseñanza.
-¡Por Dios!
Tampoco es eso.
-Déjeme que
me explique, por favor. Si queremos que se respete y se ame lo nuestro,
historia, lengua, paisaje y demás, deberíamos tener grabado a fuego, en los
colegios, universidades e institutos, estas palabras suyas: el Gobierno
debería fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas a
nuestras provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos de un pintor, un
arquitecto y un literato, seguramente recogerían preciosos materiales para
obras de grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus observaciones
mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio de ideas tan
continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un
verdadero arsenal de datos, ideas y descripciones útiles para todo género de
estudios.[6] Creo
que se le olvidó un dato muy importante: los alumnos también deberían
participar en esas excursiones. Tal vez así aprendieran a amar el paisaje, los
árboles, el campo y los santuarios.
-O a
odiarlos, si están hechos a ir con los coches y las motos de aquí para allá.
-Hay que
arriesgarse.
-Sin duda.
Salgamos a pasear -dijo don Gustavo apurando su cerveza y levantándose. Le
gustarán los alrededores del balneario.
-Los conozco.
He estado aquí varias veces. Y siempre que vengo, me acuerdo de lo mismo: de
Hans Castorp, el protagonista de la novela de Thomas Mann, La montaña
mágica.
-Una excelente
obra. Algún día tenemos que hablar de ella.
-Pero en este
lugar.
-En este
lugar. Lo esperaré, con la cerveza en la mano, a que baje usted del santuario.
Porque, estoy seguro, querrá volver a subir.
-Sí. Lo haré
por todas las veces que no subí a mis alumnos. Y porque allí se respira un aire
muy puro. Y creo que me entiende.
-Es una
excelente forma de flagelarse -dijo Bécquer estallando en carcajadas-. Por lo
demás, entiendo que allí el cielo es muy transparente. Y a lo mejor es lo más
transparente que tenemos.
[1] Séneca, Epístolas morales
a Lucilio, Ep. 82
[2] Miguel de Cervantes, El
coloquio de los perros. En Novelas ejemplares III. Edición de Juan
Bautista Avalle-Arece. Clásicos Castalia, Madrid, 1982, p.267
[4] Francisco de Quevedo, La
cuna y la sepultura. Doctrina moral. Edición de Celsa Carmen García Valdés.
Cádtedra Letras hispánicas, Madrid, 2008, p. 187
[5] Gustavo Adolfo Bécquer, Desde
mi celda, carta IV
[6] Gustavo Adolfo Bécquer, Desde
mi celda, carta IV
No hay comentarios:
Publicar un comentario