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jueves, 6 de noviembre de 2014

PICADITO, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina



A las afueras de Lagos, la capital de Nigeria, en la zona de los suburbios pobres y abandonados, era moneda corriente ver a los chicos desharrapados y sucios jugando al fútbol. A veces se juntaban 22 pero las más de las veces superaban esa cifra, y los días de lluvia o bombardeo no juntaban ni diez.

   Pero los niños, en su mayoría de color, competían con una pasión y un entusiasmo dignos de los mejores potreros sudamericanos. Pobremente vestidos, la mayoría de ellos descalzos, corrían con una velocidad y habilidad encomiables. Era evidente que si en algún lugar del mundo estaba el futuro semillero del fútbol, ese lugar era África.
  En un entrecortado yoruba – una de las lenguas tribales del país – se dictaban órdenes precisas y tajantes, que podían significar desde un “pasala” hasta un “tiralo”. Luego de jugar todo el día, las madres color ébano salían a las puertas de sus precarios ranchos y comenzaban a llamarlos por su nombre, pues era ya la hora de la cena.
  Ese día sin embargo, se juntaron pocos. Sobre la mañana temprano había habido un bombardeo sobre el centro de la Capital y muchos habían faltado al colegio. Pese a ello, al menos siete se juntaron y comenzaron a patear con entusiasmo al grito de “Messi” o “Ronaldo”, nombres mundialmente reconocidos hasta en los más alejados confines de la tierra. Eso sí, quedaron que esa tarde deberían tener cuidado con los cabezazos, no fuera a lastimarse alguien.
  Antes de ponerse el sol, las sirenas comenzaron a aullar y ya se escuchaban en la periferia. Pasaron dos camiones repletos de hombres armados y las madres entre gritos llamaron a los niños a sus casas. Cuando llegaban a sus brazos los abrazaban y protegían entre sus enormes senos, como si solo ellos fueran garantía contra toda tragedia. Luego se perdían entre los matorrales y las taperas.
  Uno de los últimos chicos que se iba se dio cuenta. Y le avisó a Sunday. Se estaban olvidando la pelota que habían encontrado para ese día. Agitando sus piernas largas y huesudas, el niño negro fue tras de la piedra que hacía las veces de arco a buscarla. Y volvió corriendo a su casa con la calavera marrón bajo su brazo.

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