Cualquier
persona sensata sabe que todo en esta vida tiene marcado su fin. Todo verdor
perecerá, dice la Biblia. A los pocos años de nacer ya somos conscientes del
paso del tiempo, y de que la gente de nuestro alrededor va desapareciendo para
nunca más volver. No tarda mucho en comprenderse que también uno está incluido
en la lista de los alimentos caducos, o de los reos de muerte. Esa caducidad
nos hace, a veces, disfrutar de los momentos en los que todavía estamos vivos.
Otras nos llena de desazón, de tristeza y de resignación, cuando no de miedo y
espanto. En ocasiones nos aferramos al tiempo pasado como el náufrago a una
tabla. Y algunos días nos dejamos ir a la deriva, sin deseos ni ilusiones. No
todos los tiempos son unos.
-En esta vida es inevitable la melancolía. A veces la
imaginación nos tiende trampas y agranda algunos momentos del pasado. Los
recordamos mejores de lo que fueron, los adornamos y engalanamos, y nos construimos
nuestra propia vida. Y así, y de alguna forma, nos creemos un poco eternos.
-No le digo que, de vez en cuando, no suceda así. Pero
también puede suceder que la mente, el recuerdo, le sea muy fiel a lo que fue.
Tanto como lo pueda ser una buena fotografía. Una selección, claro, pero fiel.
-Y entonces la melancolía se agranda doblemente. Todo en
esta vida es selección. Unos días escogemos o seleccionamos nosotros, y otros
la imaginación se vuelve en contra nuestra. Somos dueños de muy pocas cosas.
Todo fluye.
-Sí. Así es.
-De todas formas, no se fíe mucho de sus recuerdos. No
dejan de ser construcciones mentales. Tenemos que sobrevivir, y tenemos que
procurar hacerlo de la mejor forma posible.
-Tiene usted razón. Pero pese a todo, hoy no puedo evitar
un poso de tristeza y melancolía.
-¿Y cuál es la causa? Hace un día precioso. Estamos en
primavera, tenemos libros para leer, y esta tarde hasta vamos a asistir a un
concierto. ¿Qué más podemos desear?
-Un imposible: que el tiempo se detenga, que el río esté
congelado y fluya, o que vuelva el río a sus fuentes originales, pues el
paisaje fue tan bello que habría que recorrerlo de nuevo. Una y otra vez.
-Eso no es un imposible. Se puede hacer cuantas veces se
lo pida el cuerpo. Aunque nunca será lo mismo, desde luego. Ya sabe: nadie se
baña dos veces en el mismo río.
-Efectivamente. Somos tiempo. Y el tiempo pasa.
-Y nada más fugaz que el presente. Es teniendo conciencia
de esa fugacidad cuando comienzan a disfrutarse las cosas. ¿Cree usted que
podría existir una persona sin conciencia del tiempo?
-No lo creo. Tal vez algún enfermo... Lo malo es que
aunque él no tuviera conciencia del tiempo no quiere decir eso que este no
pasara.
-¿Y no le parece que es mejor saber lo que va a
acontecer, a grandes rasgos, que ignorarlo? Yo creo que el peligro está en que
el hombre olvida con gran facilidad que va a morir. O cuando piensa en la
muerte, también piensa a continuación lo clásico: para largo me lo fiáis. Y
actúa entonces como si fuera eterno, como si aquello no fuera con él, aunque sí
con el vecino, desde luego.
-A veces parece como si la felicidad consistiera en el
olvido, o en creernos aquello que no somos. Tal vez por eso se añora tanto la
juventud y hasta la infancia. Época de inconsciencia total. De vivir sin pensar
en nada.
-Quizás también sea debido a que durante esa época, la
juventud sobre todo, el hombre es receptivo; como una tierra ávida recoge todo
cuanto va por el viento; y luego, con el paso de los años, se encierra y se
anquilosa de alguna forma, se apelmaza. Tal vez de ahí, de ese ferviente deseo
de conocer y saber, venga el mito de la eterna juventud.
-Si es así qué mal interpretado ha sido dicho mito. La
capacidad de asombro ha quedado sustituida por la tez aterciopelada y tirante,
y por el pelo abundante y el vigor físico. El resto parece no tener
importancia.
-Sí, tenemos cierta facilidad para coger el rábano por
las hojas. Como le sucediera a aquel sabio que fue en busca de unas hierbas que
crecían lejos de su país, las cuales, sabiamente mezcladas, le dijeron, hacían
resucitar a los muertos. Y allí, en aquellas montañas, pasó el buen hombre años
y años, haciendo pruebas y combinaciones, sin obtener resultado alguno con las
dichosas hierbas.
-La vida, a veces, no es más que un fracaso continuo.
-O una mala interpretación de los hechos y de las
palabras. Cuando el sabio, cansado y derrotado por las hierbas, incapaz de
resucitar a nadie, decidió abandonar las montañas, otros sabios le dijeron que
había interpretado mal lo que había leído: los muertos son los ignorantes, le
explicaron, y las hierbas que los resucitan son los libros, que de la
ignorancia nos llevan al conocimiento, de la muerte a la vida. La vida es
conocer, saber. Y la ignorancia, la muerte.
-¡Ay, si fuera así! Lo malo es cuando uno se medicina
continuamente con esas hierbas, con fe y pasión, y no logra nada a cambio.
-Esta usted hoy especialmente pesimista, ¿qué le sucede?
-Lo que me temí hace tiempo, que la flor no ha dado
fruto: he terminado de leer sus obras. Y algunas me las he leído infinidad de
veces. Sus obras están en un volumen un tanto grueso. Cuando las comencé, como
siempre, me pregunté si sería capaz de llegar hasta el final. Era un pregunta
retórica... Los días fueron pasando, y las páginas también. Y he aquí que, una vez
más, hemos llegado a la última página.
-Bien, querido amigo, hay más libros y más autores. Y yo,
imagino, estaré siempre a su lado. Y aunque no esté en su librería, tal vez
formaré ya parte de usted para siempre jamás. Y allí me veré con otros muchos
colegas. Lo sé positivamente.
-Espero que sí. Lo espero de usted y de muchos más... Yo
me parezco a aquel pobre rey que se sabía corto de entendederas, y por eso
mismo se hizo rodear de los mejores hombres de su reino. Y así, gracias a
ellos, consiguió ser un rey justo, y sabio. Y si no lo fue, dio esa impresión.
-No sería muy tonto cuando tenía conciencia de su
cortedad, ¿no le parece? Y usted mismo ha dejado claro que es mejor el
conocimiento que la ignorancia, aunque sea el conocimiento de la muerte.
-Sí, sólo de esta forma puede surgir el carpe diem.
-Brillante observación. Y ahora dígame, y espero que a
estas alturas no interpretará mi pregunta como una muestra de vanidad, ¿qué le
han parecido mis obras?
-Me han alegrado doblemente. Por una parte porque bastantes
de sus escritos, que no conocía, me han gustado mucho; y por otra porque he
sido capaz, con los que conocía, de recuperar mi gozo y mi contento de la
primera vez que los leí. Entonces no tuve en cuenta si las golondrinas eran la
inspiración, el tempus fugit, o qué eran. Para mí eran emoción. Poesía.
Me las aprendí de memoria a fuerza de leerlas. Y hoy lo han vuelto a ser. Me he
emocionado como se emocionó aquel joven que fui años ha.
-No hay más. El resto es palabrería. Algunas veces llegué
a pensar que se deberían prohibir las clases de literatura: muchos profesores
convierten las clases en tribunas de oradores donde van a lucir sus prendas,
sus cábalas y sus juegos mentales... Ya, ya sé lo que me va a decir: no se
trata de suprimir sino de plantear las cosas de forma distinta, ¿no es eso?
-Sí, es lo que se debería hacer.
-Pero, claro, el hombre es tan poca cosa. Hay persona que
se pasa media vida perorando, y se va a su casa tan tranquila, como si el hecho
de haber estado hablando durante un tiempo determinado hubiese significado
algo, o hubiera producido algún fruto brillante.
-Eso es lo malo de muchos de los trabajos de hoy en día,
que nunca se ve el fruto. ¿Sabe? Sin duda por eso de la melancolía yo hay días
que añoro lo que nunca fui.
-¿Se puede añorar lo que nunca se tuvo? Claro, si
recurrimos a los arcanos, tal vez a la mitología...
-En el fondo debe haber algo de esto. En momentos de
desánimo, de desaliento, envidio al labrador o al ganadero, al carpintero... Me
imagino al primero cogiendo una espiga, o un fruto, y siendo consciente de que
con ello va a alimentar a su familia, a su mujer y a sus hijos. Su trabajo no
ha sido en vano, ha sido útil. Y ahí están sus hijos para demostrarlo. Ya son
capaces de hacer las mismas tareas que su padre; han crecido, se han hecho
fuertes...
-No todos los trabajos son iguales, querido amigo. Ni hay
que esperar ver siempre el fruto. O tal vez busca usted el fruto en el árbol
equivocado, como le sucedió al sabio que fue en busca de las hierbas que
resucitaban a los muertos. Quizás tendría que preguntarse si el trabajo
realizado le ha servido a usted para ser mejor o más sabio.
-No lo sé, don Gustavo, no lo sé.. Dígamelo usted. ¿Lo
hicieron a usted mejor las Rimas? ¿O las cartas de Desde mi celda?
-No lo sé.
Yo tampoco lo sé. Escribí las poesías por pura necesidad. Y las cartas sí, las
cartas me hicieron conocer una parte del país desconocida para mí. Valió la
pena sufrir las incomodidades del viaje. No hubiera sido el mismo sin aquella
estancia en Veruela. No sé si hubiese sido mejor o peor; pero, desde luego, no
hubiera sido el mismo. Además, tampoco creo que se trate de sacarle utilidad a
todo momento... quiero decir que estos hay que vivirlos de la mejor forma
posible. Nada más.
-Y nada menos. Sabe usted que muy a menudo eso se hace
muy difícil.
-Las cosas no son sencillas. Todo cuesta un enorme
trabajo: leer, escribir, hacer poesías, caminar. Pero hay que hacerlo con
ganas, con pasión. Lo demás se dará por añadidura.
-A algunos.
-A usted, querido amigo, le va a pasar como a la
serpiente: que estaba preocupada porque se mordió la lengua y no sabía si era
venenosa o no.
-¿Lo era?
-Pues no lo sé: no lo dice el cuento. Me sucedió con esta
señora serpiente lo mismo que con Sócrates: nunca da ninguna definición ni
llega a ninguna solución. No sé ni lo que es la virtud ni si murió la serpiente
víctima de su propia mordedura.
-Usted sabe, haciendo una metáfora, que no toda simiente
caída en distintas tierras crece y se desarrolla por igual.
-Sería triste y aburrido que fuera así. Eso es lo que, al
parecer, algunas personas entienden por democracia.
-No deja de ser una interpretación. Está claro que no
todos vamos a pensar lo mismo de un texto. Quizá porque nadie se baña dos veces
en el mismo río, ni dos personas distintas leen el mismo texto: cada uno va a
él con sus vivencias, con sus recuerdos y sus intereses.
-Efectivamente. Por lo tanto no hay que temer las
diferencias: unas pueden enriquecer y complementar a las otras, ¿no cree?
-Sí, por supuesto. Aunque hay algunas posiciones, o
interpretaciones, que preferiría que pasaran de largo: sé positivamente que en
nada nos van a beneficiar.
-Los extremos son ciertamente peligrosos. Y más
peligrosos son todavía las contradicciones y los arribistas, aunque por causas
distintas.
-¿Y de qué forma se puede luchar contra eso? De joven yo
no entendía que me pintaran siempre a los generales nazis tan enamorados de
Beethoven o de Wagner y que fueran, al mismo tiempo, capaces de matar a tanta
gente, y de la forma que lo hacían.
-Donde hay música no puede haber nada malo, dijo un
amante de la misma. Y se equivocó. Como se equivocó aquel personaje, ¿lo
recuerda usted?, que ante el silencio de su amada todo lo interpretaba como
signo de capacidad, modestia e inteligencia por parte de ella. Hasta que lo
desengañó una buena amiga: su amada no hablaba porque se lo había prohibido su
madre. La razón: que era tonta. Y callando amagaba su falta de sentido común.
-Sí, me acuerdo. Fue una de sus narraciones que más me
sorprendieron, como lo hizo aquella otra del hombre que sueña con tener un
perro, luego un caballo y más tarde una mujer. Y esta le mata al perro y
utiliza al caballo para huir con su amante.
-Sí, de vez en cuando la vida es desagradable, o un hoja
de acero que se nos hunde en las entrañas. Pero también eso hay que saber
llevarlo con elegancia. Ahí es donde está el quid de la cuestión, querido
amigo.
-Se nota que es usted vecino de Séneca.
-Me halaga que me diga usted eso. Aunque yo de filósofo
creo que he tenido más bien poco.
-Depende de lo que se entienda por filosofía. Yo creo que
en las cartas de Desde mi celda hay bastante filosofía. Me parece muy
interesante, por ejemplo, lo que dice o cuenta con respecto al nacimiento de
las supersticiones, a la bestialidad que puede conducir esto, la muerte de la
tía Casca; y cómo una criatura vanidosa, la sobrina del cura, puede
deshacer la obra de toda una vida, la obra de una buena persona. Y todo eso
dicho y contado con unas palabras sencillas y que todo el mundo entiende.
-Me alegro que le hayan gustado mis consejas.
-Me han encantado. Yo quería hacer un estudio sobre
ellas. Pero no se me ocurre nada. Y, sinceramente, y no se lo tome a mal: estoy
harto de leerlas. Me ha pasado con sus cartas lo que una vez, de joven, me pasó
con una mujer: me pareció tan bella, tan hermosa, que fui incapaz de pensar que
la pudiera tocar y hasta besarla.
-Y terminó yéndose con otro.
-Normal.
-¿Y la recuerda?
-Sí. Y cada día que pasa la veo más hermosa. En mi
recuerdo, claro.
-Mis cartas siempre estarán con usted. Las tenga o no en
su biblioteca. Y yo también. Espero.
-Ha sido un placer pasar estos días con usted, don
Gustavo.
-Adiós, mi joven amigo, adiós. No es ironía: siempre será
usted más joven que yo.
-Adiós, don Gustavo. Adiós. Ha sido un placer descubrirlo
y redescubrirlo. Espero que nos volvamos a ver.
-A su disposición. Nunc et semper.
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