Durante varios cursos del bachillerato
tuve un profesor, recientemente fallecido, que siempre comenzaba las clases de
la misma monótona forma: diciéndonos que nos preguntáramos, siempre, al leer un
libro o una noticia, quién decía lo que acabábamos de leer y porqué lo decía. A
veces, añadía, esa pequeña investigación nos puede conducir a resultados un
tanto sorprendentes. O, cuanto menos, a no dejarnos llevar por las palabras por
muy poéticas, verosímiles o contundentes que estas nos puedan parecer.
No siempre he
seguido las recomendaciones de aquel profesor. Aunque muy a menudo me he
acordado de ellas. Máxime en estos tiempos en los que las noticias nos
desbordan: periódicos, radio, televisiones, Internet, diarios digitales, cine,
documentales... hoy en día resulta prácticamente imposible vivir de espaldas al
mundo, a la más mínima realidad, y a las noticias, que nos inundan segundo tras
segundo. Y no es esto lo peor. Lo peor, lo malo, no es que se cuenten los
hechos escuetos, ya de por sí terribles muchas veces, sino que estos nunca van
solos; siempre, y a veces de forma muy burda, van acompañados, trufados y
rellenos, de opiniones, ideas y comentarios cuando no de descalificaciones e incluso
de insultos. Hoy predominan más que los periodistas, o informadores, los
pretendidos pensadores, quienes lo saben todo, lo comprenden todo y hablan de
todo. Y son capaces, en consecuencia, de dar clases magistrales de política,
religión, uniones, desuniones, economía, medicina, y de todo aquello que el
momento nos brinde o traiga. Asombra tanta capacidad de asimilación y tan
magnos conocimientos.
Aplicando, no
obstante, aquello que recomendaba mi profesor en las clases, se percata uno
enseguida, salvo contadas excepciones, de los intereses, colores y negligencias
de quienes comentan las noticias y se recrean en sus comentarios como si estos
fuera la realidad, la noticia en sí. Tanta palabra, y palabrería, como la
hojarasca de otoño, nos impide ver el suelo, la tierra y la realidad. Entre
unas cosas y otras, nada agradables, se ha instalado en la sociedad un
pesimismo y una desmoralización que comienza a ser ya abrumadora, insoportable.
Y, como ha sucedido otras veces en la historia, nada huelen, o no quieren oler,
quienes debían tener el olfato más fino.
Hay una
terrible dejación de obligaciones en casi todos los ámbitos de la sociedad. En
los puestos importantes, y tal vez en otros muchos también, se está donde se
está no por cumplir con el cargo sino por ser el camino más fácil para
enriquecerse o para ganarse el sustento. La política debería ser el arte del
diálogo y la negociación. Pero la incapacidad de los partidos, y de los
políticos, la ha convertido, por encima de todo, en imponer la voluntad del
jefecillo de turno, o del partido que ocupa el poder. Y de ahí a la red de
corrupción y corruptelas no hay más que medio paso. Y este se ha dado ya y con
creces.
No menos
cierto es que leyendo la mayoría de los periódicos del país se percata el
lector, con un mínimo de sensibilidad, de la escasa importancia que los
periodistas le dan al idioma. Algunos no saben ni escribir, quizás porque han
leído poco o nada, como muchos de los políticos, por otra parte. No voy a
transcribir aquí expresiones que utilizan, tomadas del inglés o de donde sea,
con un total desprecio de su propia lengua. Pero la consecuencia está clara: si
se desprecia la herramienta con la que se trabaja, el trabajo, en el fondo, no
merecer ninguna credibilidad porque, o se trata de llenar espacios en blanco, o
de atacar a algo o a alguien. Quien menos importa es el lector, y la noticia.
Estaría bien,
aplico las enseñanzas de mi profesor, enterarse de cuanto acontece en la rúa,
en los palacios y en las cabañas, si los lectores tuvieran poder de decisión y
pudiesen corregir algunas actitudes que, a todas luces, son erróneas. Tal vez
estaríamos entonces viviendo en una democracia real, cosa que dudo haya
existido en algún tiempo y lugar, ni que sea posible aquí y ahora, pues esto
más que un país parece los establos del rey Augías. Pero hay gente empeñada en
lo oler, o en mantener el establo porque, evidentemente, el estiércol es la
condición de la rosa. Ahora bien, este si olet. Y mucho.
Hablando de
las distintas formas de gobierno, en clase, nos dijo el profesor que una de las
ventajas de la democracia es que, al haber distintos partidos políticos, unos
servían de contrapeso a otros, pues se vigilan mutuamente. Fue consciente de la
falacia de sus planteamientos: sentado en primera fila, le oí murmurar, “hasta
que se pongan de acuerdo todos para que nadie los controle. Entonces, en ese
hipotético caso, sólo tendremos la salvación en la prensa, en una prensa veraz
y objetiva”. Y ni aun así habrá nada que hacer, pues el sistema es tan perverso
que termina por engullirlo todo. Y es esta hambre voraz la que termina por
producir el desaliento y el desánimo. Omnia Romae venalia sunt. Todo
está a la venta, y todo se compra, desde luego.
O jueces y
prensa se desentienden del poder, o el cáncer puede acabar con el cuerpo del
paciente. Y tenemos dos soluciones: o cortar para salir del paso, o buscar una
solución más larga, saludable y duradera. Para lo cual hacen falta políticos
con coraje. No se vislumbra sino sol y arena. El desierto.
Se entiende
que, como hacen muchos políticos, estar todo el día hablando y no decir
tonterías y sandeces es un arte que requiere de mucha templanza y preparación.
Antiguamente esto se llamaba retórica. Hoy en día, caída en desuso, cambiada
por un zafio discurso y unas rudas maneras, hay dos opciones: hablar poco y
pensar mucho antes de abrir la boca, y ser breve. Pero los partidos políticos,
como los perfumes en Navidad, necesitan de la publicidad a fin de ganarse los
votos de los oyentes. Así que siempre hay algún político en algún lugar
hablando de algo y perorando sobre algo. Y cuando no se tiene nada que ofrecer,
la mayoría de las veces, se recurre a lo fácil: a la seducción, a decir lo que,
aparentemente, se quiere oír. O a buscar un enemigo sobre el que hacer caer
todas las iras y los males del mundo. Lo que sucede es que esto, a
veces, tiene un coste caro. Más caro de lo que en un momento determinado pueda
parecer. No importa nada si el político de turno ha logrado ser reelegido, que
es de lo que se trataba. Pues una vez en su lugar se descubre que ni tiene
ningún proyecto ni sabe manejar el cargo. Hará lo que le digan las altas
instancias.
Llegados al
poder por tan nefastos medios está claro que el gobernante no será imparcial:
gobernará para aquellos que le han votado. Y sobre todo, y por encima de todo,
para una pequeña camarilla a la que pertenece él. Y esta, sabida es, creará una
red de clientes. Independientemente de su valía colocará a gente de su calaña
en puestos claves. Y la máxima de estos, como se ha visto, es Dios me meta
donde haya que yo ya me tomaré. Hasta esquilmar al país si necesario fuere.
Y lo es: la ambición no conoce la mesura.
Es una pena
que haya desaparecido la literatura clásica de nuestras aulas. Las enseñanzas
de la mitología griega para estos casos podía servir de mucho. Así como algunos
libros de nuestro maravilloso mester de clerecía. No me resisto a copiar
la copla 59 del Libro de Apolonio:
Los que solía
tener por amigos leyales
tornados se
les son enemigos mortales,
Dios confonda
tal sieglo; por ganar dos mencales
se trastornan
los omnes por sseer desleyales.
Claro que por
mencales también se pueden entender cargos y prebendas, aquel lugar do
Dios me meta, y del que nadie se separa así se hunda el mundo. Sin duda porque
es más importante conservar el poder que tener la más mínima ética. Concepción
propia de un país de bestias en el cual se criminaliza a quien ha cumplido con
su deber, poniendo en riesgo su vida, y se compensa a quien más grita y mejor
insulta, o no hace nada, que es una forma de hacer. Y luego, arrepentidos,
sabiendo de su incompetencia, se convierten en el refrán, o calvo o
siete pelucas, y matan al perro, al gato y al canario, salvando así los
trastos del gobierno. Y lo clásico, Usque tandem, Catilina... Hasta que
el cuerpo aguante, porque pedir un comportamiento ético a los políticos, a la
inmensa mayoría de ellos, es, como decía don Miguel de Cervantes, pedir cotufas
en el golfo. Miserere nobis, Domine.
Y ahora
habría que preguntarse quién ha dicho esto por qué lo ha dicho. Quizás sea un
pequeño desahogo, el derecho al pataleo, que no conduce a ninguna parte. Pero,
claro, caben más lecturas. Ustedes mismos.
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