Aún revivo una
y otra vez aquellos paisajes mágicos. El batey de ocho o diez casas,
escribiendo su caprichosa navegación en los días de sol, narrando el paso de
los ciclones en antiguos caballetes, anunciando en el verdiclaro ruedo de la
yerba, el estado del tiempo. De un lado a otro era encinchado por el rojo trazo
de la guardarraya, que nacía en el Callejón Hondo y después serpenteaba entre
cañaverales hasta muy allá, donde el potrero. Al fondo la arboleda con los
caimitos inalcanzables, los zapotes escondiendo su dramático nervio y mangos y
caniteles cobijando cafetos, nidos de gallinas y juegos de nosotros.
La gente anunciaba la vida con un galope de caballos, en la rondana del pozo de boca, en la tos higiénica de abuelo al amanecer, mientras enjuagaba el colador de café a través de la ventana de la cocina. A prima noche, cuentos de apariciones y brujerías rumoreaban entre los futuros desvelados. Y más tarde gritos de pesadillas, ronquidos incontrolables.
Cuando eran las tardes de turbonadas, nos íbamos a jugar a la casa vieja. Era una construcción de madera, techo de hojas y piso de cemento y lozas. Como mis abuelos habían muerto años atrás, la sala y el comedor se adaptaron para escuela. Los dos cuartos se convirtieron en la casa de abono. Allí apilaban los sacos de fertilizantes hasta las soleras, que limitaban la parte superior de las paredes de tablas de pino. Este era nuestro sitio de juegos. Recuerdo que en uno de los escaparates encontré un libro de historias de sexo, donde una muchacha virgen era conquistada. Aquello fue un acontecimiento inolvidable. Lo escondimos debajo de las lozas y nos disputábamos el tiempo de leer. Entre los ángulos de las paredes y los sacos, las gallinas escondían nidos y alguna vez tomamos un huevo echado para descascarlo y ver al polluelo con esbozos de plumas, que al moverse, proyectaba el piquito blando sin lograr un pío.
Aquella tarde
las nubes se apelotonaron por el Este. Después de prometer a Mima que
regresaríamos corriendo antes de los primeros truenos, volamos hacia la casa
vieja, a unos doscientos metros. Íbamos mi hermano menor, dos primos y yo. En
un tronco de zapote por el patio trasero, Pitusa se quedó con la cara contra el
árbol, contando a grito pelado del uno
al treinta, mientras nosotros nos escondíamos dentro de los cuartos de
fertilizantes. Yo montaba en ira porque mi hermano pretendía esconderse junto a
mí, y con ello, nos encontraban fácilmente. Pero algo inolvidable sucedió esa
tarde. En pocos minutos el viento giró y la nube se repletó de agua y truenos
sobre la casa. Las gotas cebadas arrancaban fragmentos de cobija.
Corrimos todos
al estrecho portalito para poder contemplar la magnífica manga de viento que ya hacía volar las hojas de palma real
que se enredaban en las ramas altas de naranjos
y mangos. Las gallinas regresaban
despavoridas, ensayando vuelo a trechos, mientras una polvareda roja lo
envolvía todo, hasta que el aguacero la aplastó.
El primer
trueno, cercano y ruidoso, nos lanzó a unos contra los otros y fue cuando
Pitusa me estrechó aterrorizada. No sé si
casualidad a mis doce años, o aquel librito obsceno, pero noté que el
pecho de ella me rozaba blandamente con unas carnosidades redondas y sueltas como dos pequeñas
naranjas. Y con más curiosidad que perversión, aproveché la cercanía para
palpar una, que para siempre se me quedó en el hueco de la palma con visos alucinantes.
Ella dio un salto atrás con los brazos en cruz, resoplando y gimiendo como si
fuera a morderme.
_ ¡A tu madre
lo voy a decir, desgraciado!- Y salió huyendo bajo el aguacero y los
relámpagos. Cuando me asomé, no vi rastro. Uno de mis primos me preguntó con
maldad.
_ ¿Qué le
hiciste cabrón?-
_Nada, que le
están saliendo las tetas y yo quería vérselas-
_ Serás
comemierda, ¿tú crees que eso es agarrar como así y ya? Mira, tío Coco dice que
primero tienes que irle hablando de otras cosas y cogiendo confianza. Le tocas la mano y se la aprietas, esperas
un ratito y le pinchas como en juego,
para ver si tiene cosquillas y viene la risa, y así le va gustando, la vas
manoseando hasta donde quieras; pero si se pone
brava, la dejas diciéndole que no era por nada malo.
_Qué sabía yo,
fue que le noté esas pelotas y no lo pensé, tenía que ver cómo eran. No imaginé
que fuera a ofenderse.
_ ¿No ves que
es una mujercita? Casi todas las tardes va
a limpiarle la casa al viejo Hilario y dice Tío que ese hombre tiene
historia de que una vez trato de hacerle algo a su propia hija. Por eso ella ni
le habla y se mudó para El Desquite.
_ ¿A qué viene
eso?
_ ¿Cómo que a
qué? Pues no dudes de que ese descarado
quiera toquetearle las novedades que ni ella sabe que tiene.
_ ¡Oh!-
En eso el viento giró del Sur y el aguacero
amainó. Poco a poco avanzamos los cuatro bajo la llovizna, jugueteando con los
pies descalzos por los carriles desbordando un agua roja hacia el
callejón. A esta altura mi única
preocupación eran los pescozones de mi madre, porque “ustedes me van a acabar
con los nervios y antes de que una tronamenta me los mate como a su padre, los
despellejo a cuerazos”. Y yo diciéndole entre sollozos que por qué no le pegaba
a mi hermano también y ella, sofocada y a gritos enormes, que “porque el
ideísta eres tú, que en vez de cuidarlo, lo usas de experimento”. Así pasaban
las semanas y las estaciones ablandaban al tiempo.
La primavera
siguiente comenzó temprano. Mi madre nos hizo mojar con el primer aguacero de
Mayo para garantizar buena salud. En pocos días los hoyos del potrero se
llenaron de agua enfangada por las reses, y la cercana laguna de Asiento Viejo
se desbordó. El negro Heleno llegó una tarde con dos manjuaríes que sumaban una
arroba, ya tiesos, con un remolino de moscas siguiéndole.
_ Como pica la
biajaca; y estos bichos (Señalando a los manjuaríes) se cazan a machetazos por
la sabana inundada.
Enseguida me
fui a conferenciar con Bernardito. Tratamos de que mi hermano no se enterara.
Todo quedó listo para una hora después, cuando fuéramos a jugar a la casa
vieja. Sacaríamos las lombrices cerca del corral de los puercos y mi primo iba
a traer dos pitas con anzuelos. Cuando llegué al lugar, vi que Pitusa estaba en
punta de pies con una lata rebosando lombrices y gusanos de manteca sacados de
troncos de madera podrida. Ahora usaba un vestidito de cuando más pequeña, en
el que hubo algún azul oscuro, con manchones de grasa y tizne de la cocina. Su
risa era abierta; pero fiera ante la idea de competir con nosotros. Yo no pude
evitar fijarme en sus senos.
Así andaba,
diferente a las demás hembras, creciendo silvestre. Su madre, que la parió
pasada de los cuarenta, rondaba las sitierías buscando algo de comer, algún
trabajo de lavado de ropas. El padre había desaparecido años antes.
Salimos por detrás de al arboleda a trote
tendido. Nuestros hermanos quedaron escondidos detrás de los sacos de abono
esperando a que los descubriéramos. Bernardito iba cantando a voces mientras
torcíamos a la derecha para entrar al Callejón Hondo, que por tramos nos ocultaba
totalmente con sus paredes verticales
repletas de raíces, y por otros se aplanaba en un lecho de perdigones negros
que cosquilleaban en la planta de los pies. Un rato más tarde vimos la enorme
ceiba, que marcaba el inicio de Asiento Viejo. Tenía un gran huraco oscuro en
la base, por el que cabíamos tres muchachos. Allí dejamos las camisas.
Con el
machetín de Pitusa cortamos varas de
cañabrava para tirar los anzuelos y fuimos ladeando y penetrando hasta unos
cayos de malangueta y yerba paral, para hacer pesquero.
_Debimos haber
buscado una pelota de comején, para que tú vieras lo que es pescar. Nos comentó
Pitusa en voz baja, como si no quisiera azorar a los peces.
_ ¿Y cómo
sabes eso?_
_ Hilario me
lo ha dicho_
_ Ah, ya tú
sabes…
Iba como a decir algo con su risa cortante,
cuando cambió el gesto por un chillido y saltó atrás sin soltar la vara tensa.
_Coño, ¿qué es
esto?_
Nos acercamos. Yo trataba de arrebatarle la
caña para tantear el peso. La pita se veía como cuerda de guitarra, moviéndose
hacia un montón de yerbas.
_ Hala chica,
lo vas a perder si se te enreda_ Pero no lo pudo evitar. Si aflojaba, el animal
removía el agua fangosa y cobraba más cordel. Si lo halaba, topaba con las
matas.
Tiramos
nuestras varas a la orilla y nos afanamos tratando de sacar aquello, que
imaginábamos mayor que nosotros mismos; pero cuidando de no meter las manos al
agua por temor a que fueran devoradas.
La tarde se
perdía tras una nube que el viento desgreñaba en los bordes y por su centro,
cercano al otro lado de la laguna, un huso, gris, avanzaba hacia abajo zumbando
cual enorme abejorro. Al fin Pitusa dejó la vara a flote, tomó la pita y fue
cobrando su largura hacia la yerba. Cuando tenía ambos brazos hasta los codos,
hubo un movimiento de batido de las aguas y las hojas se arremolinaron
_ ¡Es una
bestia Dios mio!_ Gritó ella a la vez que soltaba para revisarse las manos y
huir hacia atrás, enredándose los pies con las raíces del fondo y cayendo de
espaldas con gran aspaviento. Antes de recibir ayuda se incorporó escupiendo
renacuajos y mazamorra; pero a la vez se agarraba el vientre entre sollozos y
maldiciones.
_Creo que me
arañé la barriga con unos alambres_ Sin mucho recato se arrolló el vestido
hasta el cuello y quedamos lelos ante el espectáculo de aquellas tetas
rojiblancas en contraste con su otra piel quemada por el sol; pero deseosos de
descubrir nuevas cosas, le vimos el vientre y algo nos hizo mirarnos.
_ ¡Qué miran,
coño! Parece que no fue nada_ Y de un tirón bajó la tela.
_ Te has
puesto barrigona Pitusa. ¿Serán las lombrices?
_ Será el coño
de tu madre. Qué te importa_ Nos gritaba e intentaba arañarnos la cara.
En eso cayeron
las primeras gotas. El mundo había cambiado. Era como si la noche se nos
encimara desde el Sureste. Las cortinas de agua sellaban al cielo. El frente de
la nube, ya lejos, pretendió cerrar la última abertura de luz y a un centenar
de pasos de la orilla opuesta, un rabo de nube daba los primeros latigazos
sobre las palmas canas. El aire detenido
en el pozo de la tormenta, dolía en la piel, caliente y pesado. Un silbido
creciente ocupaba los oídos y pudimos
ver las palmas enteras girar hacia la nube,
trenzándose y repartiendo hojas. Unas bolas blanquecinas nos parecieron
los bueyes de los Calderines. Corrimos hacia el hueco del tronco de la ceiba.
Allí nos apretamos respirando aliviados, sin dejar de mirar al la tromba, que
iba chupándose el paisaje hacia nosotros. Pero no terminaba el espanto. A mi
primo, que entró primero, las avispas le encendieron el lomo, y con un largo
grito que se impuso al mal tiempo, nos empujó hacia la lluvia. Contagiados de
terror y con el rabo de nube cebándose
en la laguna, echamos a correr a campo traviesas rumbo la finca, con
toda la tempestad, que regaba peces por los cañaverales, pisándonos los talones.
Llegamos sin Alma a la casa vieja.
El batey no se
divisaba; pero el tornado se fue recogiendo con
su cosecha hacia el regazo de la nube. No voy a contar la paliza ni los
argumentos para salvarnos de ella.
Esta fue la
última Odisea que vivimos con Pitusa. Su presencia escaseaba según observábamos
con maldad que iba engordando por el centro del cuerpo. Asimismo su rostro se
hizo más esquivo y suspicaz, sus rasgos más toscos, su andar más recatado.
Apenas nos saludaba y apuraba el paso con algún destino al otro lado del batey.
Por aquella época, un hermano de mi madre
raptó a su novia y estuvo viviendo en casa por más de dos meses, mientras
construía un bohío que forraba con tablas de palma real, en la finca de mi
abuelo. Por esa causa, diariamente, alrededor de las tres de la tarde, enfilaba
el Callejón Hondo al Este, para recoger dos litros de leche que tío tenía
contratados con los enanos. En uno de esos viajes, por la pendiente derecha del
callejón, debajo de un gran ateje que protegía su tronco entre galanes y
cundiamores, vi a alguien hecho un ovillo al pie del árbol, medio escondido el
cuerpo entre las hojas. Puse la yegua al paso y vi como se convulsionaba
reprimiendo el llanto. En eso mi animal quiso encabritarse con una yagua
atravesada en el camino y ella se volvió asustada, incorporándose. Era Pitusa con los ojos
inflamados, el pelo por los hombros, hecho greñas, con pedazos de hojas secas y
guizazos y aquella cintura gorda que le asomaba el ombligo terso por la blusita
de lienzo medio abierta.
_ ¡Qué miras
ahí como un bobo! Dale, sigue tu camino.
_ Pitusa, ya
no quieres jugar con nosotros desde la pesquería aquella. ¿No te dejan salir?
_ A mi nadie
me gobierna. Ya eso de estar jugando es para los muchachos_ Y bajó la cabeza
como avergonzada, mirándose los grandes pies descalzos.
_ Nadie se
hace mayor de pronto. ¿Qué te pasa, estás brava con nosotros?
_ No! ¡Serás
comemierda! ¿No ves lo que me pasa coño?_ Y como si la odiara, se golpeó la
panza con el puño cerrado, a la vez que con la otra se levantó la blusa hasta
el cuello. Yo quedé pasmado ante las dos grandes tetas rojiamarillas con un bonete carmelita
rematándole la punta, como aquellas que de juego, queríamos mamarle a Tita cuando éramos pequeños.
_ Esconde eso,
descarada_ Le dije casi sin voz, tragando en seco y con más bochorno que la ira
de ella, que ahora retornaba al llanto.
_ ¿No ves lo
barrigona que estoy? Y mi mamá dice que la mato de vergüenza, que no me bota
porque prefiere verme muerta que con ese Viejo, que dice que es el culpable,
porque abusó de mí.
_ ¿Abusó de
ti, te dio?
_ Con sus
confianzas y manoseos, yo pensaba que era como un padre, y no sé cómo, en una
de esas en que estaba medio dormida, reposando de lavarle la ropa, vino de
comer y se tiró a mi lado, diciéndome duerme mi niñita, y yo en la Gloria, y
él, que mira la carita linda que Dios te ha dado, y qué bracitos y qué
ombliguito regalón. Y haciéndome cosquillas y yo que si me dormía, con un
fogaje y una falta de fuerzas…y él haciéndome otomías, hasta que pasó lo que pasó.
Fue por ello que le cogí un asco al viejo ese y no he vuelto allá. Y mi madre,
sin saber, a obligarme a que fuera a darle una
mano al pobre hombre… hasta que se descubrió todo.
_ ¡Ay carajo,
qué cabronada!
_ ¿Tú crees
que no quisiera volver con ustedes, que son mis únicos amigos?_ Casi gritaba
entre su llanto desconsolado
_ Muchacha, no
te vamos a decir nada. Yo me encargo. Estás un poquito más fea, pero ya se te
pasará.
_ No te
burles…Tengo que sacarme esta barriga de adentro. Dice Mima que es como un
empacho, que hay que parirlo sin remedio; pero no quiero, no puedo…me estoy
volviendo loca. Bueno, ya, qué esperas; sabes el chisme, vete a lo tuyo._ La
yegua intentaba mordisquear el cundiamor; pero su amargo la hacía sacudir la
cabeza con fuerza. Yo le halé por el bozal y la enfilé callejón arriba, como si
fuera contagiándome de una especie de primera hombría
_ Ya sabes… Y
si quieres que mate a ese hombre hijo de mala madre, nada más dímelo. ¡Yeguaaa!
Dos días después, cuando mi hermano y yo
refrescábamos el bochorno sobre las
lozas del portal, parecía como si por la guardarraya, desde el callejón, una
tronamenta de cascos fuera a hacer saltar el piso. Un caballo desbocado que era
perseguido por una nube roja. En pocos segundos pasó frente a nosotros, hacia
la manga del potrero, rumbo al monte gordo, final de todas las tierras. Era
Pitusa en pelotas, regando a toda vista aquella carne indomable de loca preñada
y gritando cosas que nadie hilvanaba, como si arreara bueyes o gobernara un
navío en la tormenta. Nosotros quisimos correr detrás, pero Mima con sus gritos
para preguntarnos qué pasaba, nos enfrió el impulso. Las mujeres se asomaban a
los patios y se gritaban comentarios de que tú verás que esto para mal. Perero
ensilló en un minuto y se lanzó detrás dejando recados de que buscaran a la
madre, que debía andar vendiendo los huevos de la semana a dos por medio.
Al rato, todo
el batey bordeaba la guardarraya haciendo viseras con las manos para adivinar
quiénes regresaban desde la manga del potrero, ahora a paso lento. Era Perero,
halando con la diestra al caballo de Pitusa, y esta, desmadejada y como Dios la
trajo al mundo, atravesada sobre el pico de la montura de su salvador, que le
había cubierto las vergüenzas con su camisa de caqui gris. El pelo revuelto y
manchado con la sangre que le brotaba de la frente, colgaba al compás del paso
del animal.
_ A sus casas, arriba, que nada pasó. Está
desmayada del susto. Por suerte el caballo la tiró sobre unos montones de yerba
de guinea cuando llegaba al potrero_ Y continuó hacia el otro lado del Callejón
Hondo con sumo cuidado.
Nosotros
quisimos verla al día siguiente, pero no nos atrevimos, pues esa tarde su mamá
estuvo en casa pidiendo boniatos para los animales y se desahogó esperando la
colada de café. Dijo que Pitusa no quería salir, que se golpeaba el vientre y
que aquella preñez se le agarraba a las entrañas entre más quería sacársela y
que por su cuenta, no le faltaban ni dos meses para parir. Ella no le iba a dar
jarabes abortivos ni rezar conjuros, porque era cosa de Dios. Agregó que el
Viejo, asustado, había cerrado el rancho y huido no se sabe a dónde.
Nuestros
juegos perdieron el gusto y más que corretear, nos sentábamos sobre los sacos
de abono elucubrando historias sobre Pitusa y lo que iba a parir, y que si era
doloroso; que decían que hacer esa cosa era muy rico. Mi tío aseguraba que era
mejor casarse, o ir a visitar las putas de la calle Concha en Colón. Y nos
tenía amenazados con llevarnos a la fuerza para que viéramos lo que era una
hembra sin vergüenza alguna, arrancándonos de un golpe lo de señoritos.
Nosotros aterrorizados, nos registrábamos el cuerpo buscando dónde tendríamos
los hombres lo de señoritos. Pasó mes y medio antes de la debacle. El sol había
escondido una mitad al otro lado de los cañaverales, cuando Eufemia, la madre
de Pitusa, llegó pidiendo ayuda.
_ Vamos
conmigo, ayúdenme. ¿Dónde está Perero? Tráiganlo también. Ahora sí que la
perdí.
Mi madre
corrió hacia allí cerrando la puerta del portal.
_ Se subió por
las matas de caimito como una gata con esa barriga. Le empezaron los dolores de
parto desde media tarde y bufaba como un animal apretándose la barriga y
cerrando las piernas para no soltarlo, hasta que salió corriendo y se trepó a
las matas, y por allá arriba anda como un mono, de gajo en gajo y ahora con la
oscuridad no la voy a ver. Se va a reventar contra la tierra la muy
desgraciada.
Perero ya cabalgaba seguido por tres o cuatro
mujeres y nosotros a corta distancia, a pesar de las amenazas de Mima.
A poco rato
llegamos al rancho y al fondo estaban las cuatro matas de caimito, y los mangos
y aguacates formando un tejido de ramas que no dejaban pasar claridad alguna.
_ ¡Pitusa!_
Voceaban Perero y Eufemia. Pero nada se escuchaba; a no ser los grillos de la prima noche. La
oscuridad se cerraba en aquella
maraña cercana a las nubes.
Trajeron un
farol de casa de abuelo; pero la luz no penetraba aquellas alturas. Nosotros
quisimos subir; pero de noche era sumar otra desgracia.
Así pasaron
las horas alrededor del farol en el mismo centro de la arboleda. Perero,
seguido por nosotros, daba vueltas por la periferia mirando cada tronco,
afilando el oído.
Las mujeres
hicieron café y chocolate una y otra
vez, como en un velorio, y no cesaban de rezar a cuanto santo iban recordando.
Y pasó la noche, y el sol fue trayendo las rojiamarillas novedades de aquel
día. Las lechuzas atrasadas, se daban golpes contra las palmas en busca de
lejanos escondites y los sinsontes ensayaban la fiesta de turno.
Entonces,
mientras cada cual iba revisando por un punto diferente, despescuezándose ojos
arriba, vino un grito largo y rajado, como de bestia moribunda, desde la enorme
mata de zapote que marcaba el centro de la arboleda.
Corrimos
tropezando, cayéndonos cien veces, entre exclamaciones de “Ay, Dios mío y tu
verás ahora, no quiero ni verlo”.
Allá por entre
los astillados rayos de sol, como desde un mundo que flotase sobre nuestro
mundo, bajaba Pitusa silenciosa, chorreando sangre y aguas espesas entre las
piernas, con la desnudez más dramática que se pueda imaginar, enredada entre el
verde y el carmelita.
Ya estaba como
chupada por los dolores y la tempestad de la furia. Iba descendiendo sin
prestar atención. Sus pies buscaban nudos y gajos, su mano izquierda se
arqueaba sobre el tronco, que iba engrosándose hacia nosotros. Su mano derecha
sostenía un extraño bulto de carne y pelos mojados del que una larga tripilla
se desenroscaba hacia las entrepiernas de ella. Lo agarraba por el delgado
cuello. No se movía y me recordó, no sé por qué, a aquel chivito muerto que una
vez mi abuelo llevaba al descuido hacia el otro lado del potrero, para alimento
de las auras tiñosas.
Al fin llegó
sobre las hojas secas que cubrían el suelo, tambaleándose como un marinero, que después de meses camina
sobre tierra. Fue hacia el rancho sin mirar a nadie, seguida por las mujeres en
absoluto silencio.
Uno de esos cuentos inolvidables, muestra de la riqueza imaginativa de este talentoso cubano a quien tengo el privilegio de leer de cerca.
ResponderEliminarGracias Carlos Nahas por publicarlo.
Un cordial saludo desde Miami.
Jeniffer Moore
Muchas gracias, Carlos. Me siento honrado por este privilegio. Ver a la pobre Pitusa salida del minúsculo entorno de la finca, volando hasta lejanos ojos mucho después de que su cuerpo dejó de existir, me llena de emoción. Esta historia es un poco larga quizás, porque hay mucho de vivencial en ella, sobre todo los paisajes. Gracias de nuevo y un gran abrazo.
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