A Oliverio con toda
humildad
Al bajar el mínimo escalón de la vereda tuvo un
presentimiento indefinido, algo que le subía desde el estómago desenfocando de
manera insólita todo lo que veía, pensó que la causa era no haber desayunado
por el apuro, siempre el apuro, siempre el cansancio.
Caminó dos cuadras en dirección a la boca del subte de
San Juan y Bernardo de Yrigoyen y
repentinamente sus oídos se abrieron a los ruidos de la calle; bocinas,
sirenas de ambulancias, motores de camiones, colectivos, bombos de piqueteros
que bajaban por la autopista. Esa autopista y las máquinas que trabajaban en
ella con sus rugidos, alargándola, retorciéndola y haciendo desaparecer el poco
verde que aún quedaba.
Corrió y antes de alcanzar el primer escalón sintió
bajo sus pies el trepidar del tren sumado al estruendo feroz que envolvía todo
lo que rodeaba su ser, y a miles de seres.
Pensó si ellos sentirían lo mismo, si estarían tan
confundidos, desorientados y apunto de enloquecer por semejante agresión que no
era solamente auditiva, su cuerpo, sus ojos sufrían heridas dolorosas.
Mientras bajaba a la estación trató de consolarse:
hacía quince días que no salía de su casa
por una gripe que resultó ser
alergia causada por la tierra y el polvo de las obras destinadas a destruir la ciudad y que se
colaban por los menores resquicios de las ventanas y puertas de su
departamento.
Cuando llegó el tren, subió sin pisar el suelo, en
andas entre las demás personas que aparentemente levitaban para acceder al
mágico vehículo.
¡Que cosa tan ridícula bañarse antes de salir, para
llegar a su trabajo con la ropa y el cuerpo transpirado, estrujado, arrugado!
Pero hoy podía hallar algún consuelo sabiendo que ese
día le pagarían el sueldo, no era malo ni escaso, pero tampoco suficiente para
compensar tanto sacrificio.
En esos pensamientos vagaba su mente cuando se detuvo
el tren, no en una estación, se detuvo en cualquier parte ¿Como saber donde se
detuvo?
Entonces sí, se hizo el silencio. Todos callados,
tratando de mantener la compostura como si nada pasara, pero pasaba y pasaban
los minutos y las caras comenzaban a demostrar impaciencia y tras otros minutos
a demostrar preocupación y enseguida alguien gritó que le faltaba el aire; una
pobre mujer rodeada por seres que la apretaban sin piedad y sin culpa de
hacerlo.
Como la señora aullaba desesperadamente los que la
circundaban se movieron en conjunto tratando de acercarla a una ventanilla.
Tardaron unos instantes que se hicieron larguísimos,
pero llegaron con la mujer casi desmayada y le colocaron medio torso asomando
por el hueco de la ventana con tan mala suerte que, justo en ese momento se acercó
un tren en sentido contrario a tal velocidad, que la señora fue succionada por
la fuerte ráfaga de aire que acompañaba al asesino subterráneo.
Nos invadió el horror ¡Pobre mujer!
Todos empezaron a hablar al unísono, a gritar, a
desesperarse sin pudor. Y a alguien se le ocurrió forzar una de las puertas que
daba a la pared del túnel, del otro lado hubiera sido un sinsentido, nadie
quería salir volando como la pobre señora.
Entre varios hombres que tenían más fuerza o quizás
más miedo que las mujeres lograron abrir una puerta. Cuando se despejó un poco
el vagón me asomé a ver donde caían en su huir desenfrenado, era una pequeña
veredita que se perdía en la oscuridad del túnel. Todos caminaban hacia
delante, a encontrar la próxima estación.
Ya iba a escapar como los demás cuando miré a través de los vagones vacíos el
final del tren y los vi, los vi como
quién ve la muerte, eran los focos de otro subte que se acercaba a nosotros a
toda velocidad, que sin duda alguna nos
iba a embestir, nos iba a destrozar y
aplastaría contra la pared a los inocentes peregrinos de la veredita.
Entonces pensé en el comienzo de mi día, y de los días
que seguirían y diciéndome resignadamente ¡Perdido por perdido, que más da! me lancé
por la ventanilla que uso la pobre señora.
Y por lo menos ese día volé.
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