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viernes, 9 de mayo de 2014

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER - Poesía eres tú, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

Publicado con anterioridad por la Revista Literaria “Letralia”, con expresa cesión de los derechos por parte del autor


-¿Sabe? Si hubiera estado de vacaciones, o jubilado, ahora estaría en Noviercas buscando su casa, o tal vez de pie ante ella. Sí, me hubiera gustado mucho ir a Noviercas. Aunque también tenía pensando alargarme hasta Veruela y pasar allí un fin de semana; o, lo más improbable, ir a Sevilla y buscar la casa donde nació usted, y acercarme luego a su a su tumba, y a ese remanso soleado del río donde deseaba descansar usted. Es probable que con el tiempo haga todo esto. Aunque siempre me resulta un tanto frustrante ir a casa de los escritores o de los músicos. Siempre que hago alguno de estos viajes me acuerdo de la primera vez que visité el castillo de Sagunto. Era yo una criatura de pocos años. Estaba, pese a ello, embebido de películas de romanos, cosas de la época; y casi lloré entre los muros del castillo al no ver por allí  espadas, lanzas, capas, escudos, gladiadores, ni leones, ni nada de nada. En el foro, en la ciudadela y en los caminos no había más que piedras, piedras de todos los tamaños, hierbas, hierbajos y lagartijas. Qué decepción. Qué tristeza. El ulular del viento en las saeteras parecía el gemido que no me atrevía a lanzar yo.

Creo que a lo largo de los años siempre hay algo del niño que uno fue, que perdura y que no se extingue por más experiencias que se acumulen. A veces incluso me da la impresión de que se acrecienta la niñez, o que la ilusión toma otros derroteros. Pero siempre está ahí, nueva, aunque un tanto abollada.
-Tiene usted razón. ¿Y sabe por qué sucede eso? Sin lugar a dudas por la imaginación. Un niño en un sitio real quiere ver lo que ha estudiado o leído o visto en el teatro. Un adulto lo ve con los ojos de la imaginación, que es, tal vez, la mejor forma de ver. Aun así también a mí me hubiera gustado visitar la casa de algún que otro poeta y hablar con él. Pero... ni la piqueta ni la muerte perdonan nada.
-Sí. Tiene razón. La imaginación. Pese a ello a mí me gustaría estar ahora en Noviercas o en Veruela. Estoy, por el contrario, en mi habitación, viendo a través de la ventana a la gente que camina o corre... ¿Se ha percatado usted que no hay cosa más ridícula que un corredor detenido en un semáforo? Unos, para no enfriarse, dan vueltas al semáforo como perritos orinándose, otros mueven pies y manos como si trataran de sacudirse el polvo del camino o de las plumas de su vuelo; y los más audaces se lanzan a la carrera provocando que algún conductor se desahogue dándole al claxon, o mentando a toda la estirpe del corredor de fondo.
-En mi época no había nada de eso. Entonces hacíamos el ridículo de otra forma. Ya sabe que no todos los tiempos son unos.
-Ni todas las edades de un mismo hombre.
-Efectivamente.
-Y de eso precisamente quería hablarle.
-Lo escucho.
-No recuerdo ya por qué ni a santo de qué me compré un libro suyo. Yo era un crío. Muy aficionado a la literatura ya. Tenía trece o catorce años; y, por supuesto, el libro que me compré fue sus Rimas.
-Sí, parece que de jóvenes todos queremos ser poetas.
-Eso debe ser. De hecho yo había intentado escribir algo. Hasta fui capaz de rimar unos cuantos versos. Estaba entusiasmado con mis composiciones. Quizás por ello, o porque lo vi en mi libro de texto, me compré las Rimas. Era un librito de tapas blancas, con una fotos suya, la del cuadro de su hermano Valeriano, en la portada. Era un libro de pocas hojas, y con la definición de la palabra clásico en la contraportada. Aquel volumen no tenía prólogo ni estudios farragosos. Nada más abrirlo, sin guía ni ayuda, me enfrenté con sus poemas. No hace falta que le diga que me entusiasmaron. Tanto que aquel se convirtió no en mi libro de cabecera sino en mi inseparable amigo. Lo leí una y otra vez, sin descanso. Muchas de sus poesías hasta llegué a sabérmelas de memoria. Vibraba con ellas.
-¿Qué edad ha dicho usted que tenía?
-Trece o catorce años.
-Pensaba que a esa edad le iban a gustar más las leyendas.
-Las leyendas las conocí muy tarde. No, no; a mí me gustaban sus poesías. Me las leí una y otra vez. Recuerdo que por aquel entonces mis padres tenían un horno en las afueras de un desastrado pueblo. Mi padre me despertaba muy temprano para que le ayudara: él sacaba el pan del horno, un horno moruno, y yo, con una pequeña escoba, tenía que barrer el culo del pan, barras, llamadas allí vienas, o rollos, y ordenarlos en una larga caja de madera a fin de que no se despanzurraran, pues salían quemando. Entre una y otra hornada, sentado en una escalera, rodeado de panes, leía sus Rimas. Así que estas siempre han tenido para mí el cálido y enervante olor del pan recién salido del horno.
-¡Vaya! En la vida me lo hubiera imaginado. No obstante,  siempre he sospechado que la obra es más afortunada que el autor de la misma. La obra pasa de mano de en mano; se enriquece en casa de este, aprende algo en la del otro; es querida aquí, despreciada allá, mimada por una blanca mano... incluso puede pasar de padres a hijos y evocar la figura del abuelo, de la apasionada y desaparecida abuela o del erudito. O una pupila azul. El autor, por el contrario, languidece en su casa o en su pobre nicho. Odiado a veces hasta por su propia mujer.
-Ya sabe lo que dice el refrán: en casa del herrero, cuchillo de palo. ¿Sabe? Es gracioso. La primera vez que leí esa rima, Cuando me lo contaron sentí el frío... creí que estaba hablando usted de la dolorosa muerte de una amada. Que alguien le daba la noticia y usted se derrumbaba.
-No dejó de ser una muerte aquello.
-En aquel momento no me importaba; no me planteaba nada, ni siquiera deseaba enterarme de su vida. Yo leí las rimas una y otra vez. Y una y otra vez volvía a experimentar un enorme desaliento, una gran felicidad y un terrible descontento. Todo yo, rodeado de pan recién salido del horno, era puro sentimiento, anhelo... Y notaba una fina hoja de acero penetrando por mis entrañas. Tanto interioricé aquello que fue ese dolor el que se desenterró ante las primeras muertes de mi vida. Siempre esa hoja de acero en las entrañas. Fría y dura. Implacable.
-¿Y qué sucedió luego? ¿La prosa de la vida se impuso a aquellas primeras y poéticas impresiones?
-Sí, eso o algo parecido. Leyendo y releyendo las Rimas una y otra vez, yo levanté un enorme altar a don Gustavo Adolfo Bécquer, y una y otra vez traté de imitarlo, de ser como él.
-Eso está bien. Todos hemos pasado por ahí. Siempre se necesita un maestro. Yo tuve a don Alberto Lista, y a otros muchos; pero también hay que saber hacerse con una voz propia. Es cuestión de tiempo y de trabajo. No hay que desmayar.
-Sí, y de saber lo que se quiere y de no dudar. Yo siempre he sido una persona insegura, que siempre daba más importancia a lo que decían los otros que a lo que yo pensaba... Hasta que un día, un profesor, en clase, estaba estudiando el bachillerato, dijo, hablando de usted, que su poesía era tan ridícula como su nombre. ¿Se lo puede creer? Me hizo daño el desprecio de aquella persona. Sí, una especie de fría hoja de acero que se metía en mis entrañas. Y más viendo las risitas estúpidas de dicho profesor. Parecía haber descubierto el Mediterráneo.
-¡Ah! No haga caso. Incomprensión y necedad siempre va a haberla en este mundo. Ya lo dijo un eminente jesuita: quien se burla tal vez se confiesa. Y, además, no a todo el mundo tiene porqué gustarle lo mismo.
-Sí, sí que hice caso. Pero fue para bajar del pedestal al profesor. Pues cuando llegué a casa, en una lectura febril, volví a leerme todas las Rimas. No perdoné ni una. No vi en ellas nada de ridículo ni de cursi. Sólo años después reconocí que aquella rima, Hoy la tierra y los cielos me sonríen, es un poco falsa, un poco postiza, sin ánimo de ofender.
-¿Sí? ¿Usted cree? Con ella se trata de relativizar un poco las cosas. O hacer ver la grandeza del amor, pues ante él hasta se puede inventar un dios y una fe.
-No deja de ser una interpretación.
-Por supuesto, por supuesto. ¿Y qué hay de malo en ello? ¡Ah! Ya veo. Era usted joven, y no admitía más interpretaciones de la poesía que la suya.
-Sí. Desde luego. No sé qué sucedió aquel año, pero poco después otro profesor, de literatura este, nos habló de usted. Nos dio una clase magistral, en sexto de bachiller, sobre Bécquer y la inspiración poética. Salí de la conferencia disgustado a más no poder. Resulta que me transformó a las golondrinas, Volverán las oscuras golondrinas... en la inspiración poética, en aquello que se transforma en materia y se desvanece para quedar flotando en el aire, pues se ha ido y permanece... ¡Adiós a la mujer! ¡Adiós al romanticismo y a la capacidad de amar! Al suave perfume, a la mano que acaricia la lira...
-Y tuvo que ir usted a casa y volver a leer las Rimas.
-Pues sí, mire, por raro y extraño que le parezca es lo que hice. Y además, y sin yo quererlo, me enteré de la vida del conferenciante. Según una profesora, compañera suya, este se había casado con la mujer más tonta de España y aledaños. Y ya sabe lo que dice el refrán: Ruin la madre, ruin la hija y ruin la manta que las cobija.
-Y dejó usted de sentir con la poesía lo que había experimentado hasta ese momento.
-Sí, más o menos eso es lo que me sucedió.
-Es un paso más en el conocimiento. Doloroso, pero un paso.
-Tan doloroso que, buscando remedio y alivio, regresé a unos cuantos años atrás.
-Se compró usted otro caballo de cartón porque el que tenía lo habían destripado para verle el mecanismo.
-Algo así. Tenía guardado el libro de literatura de cuarto de bachiller. En él, en alguna parte, había un poema de Juan Ramón Jiménez. Lo leí en una clase, y fue tal el sacudimiento que lo volví a leer una y otra vez. Ahora, con las golondrinas a ras de suelo, volví a él. Nadie me lo había destripado, nadie me lo había explicado. Pero yo lo sentía. ¡Qué bello era aquel poema! ¡Y cuántas veces lo leí! ¿Sabe? Un día, por hacer un favor, dejé el libro a un amigo, y me quedé sin libro, el amigo me tenía sin cuidado. Y una y otra vez me he leído la poesía de Juan Ramón en busca de aquel poema, y no he dado con él, o si quiere, con mis sentimientos de entonces... Muchas veces, ante sus poemas, me he encontrado en situaciones similares a la de aquella lejanísima mañana, pero nunca he sabido qué poema me conmovió tan profundamente. Es como si hubiera desaparecido en lo más profundo de una sima.
-¿Ve? No hay que perder la esperanza: aparecieron otras golondrinas. ¿Qué más da que no fueran las primeras? Y a estas, no lo dude, seguirán otras.
-Sí, es cierto. Y tampoco importa mucho que no hablara de Julia o de Elisa, y que lo hiciera o no de la inspiración. Lo importante era y es el sentimiento.
-Efectivamente, querido amigo. Eso es la poesía. El sentimiento. Y contra más puro, mejor. Y cada uno, créame, lo encuentra donde puede. Pero esto es como todo: a mayor sensibilidad, mayor exigencia.
-Se me ocurren infinidad de cosas sobre el sentimiento y el sentimentalismo: a falta de uno vigoroso, se recurre a la lágrima fácil y postiza.
-Algún día hablaremos de eso.

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