Publicado con anterioridad por la Revista
Literaria “Letralia”, con expresa cesión de los derechos por parte del autor
-¿Sabe? Si hubiera estado de vacaciones, o jubilado,
ahora estaría en Noviercas buscando su casa, o tal vez de pie ante ella. Sí, me
hubiera gustado mucho ir a Noviercas. Aunque también tenía pensando alargarme
hasta Veruela y pasar allí un fin de semana; o, lo más improbable, ir a Sevilla
y buscar la casa donde nació usted, y acercarme luego a su a su tumba, y a ese
remanso soleado del río donde deseaba descansar usted. Es probable que con el
tiempo haga todo esto. Aunque siempre me resulta un tanto frustrante ir a casa
de los escritores o de los músicos. Siempre que hago alguno de estos viajes me
acuerdo de la primera vez que visité el castillo de Sagunto. Era yo una
criatura de pocos años. Estaba, pese a ello, embebido de películas de romanos,
cosas de la época; y casi lloré entre los muros del castillo al no ver por
allí espadas, lanzas, capas, escudos,
gladiadores, ni leones, ni nada de nada. En el foro, en la ciudadela y en los
caminos no había más que piedras, piedras de todos los tamaños, hierbas, hierbajos
y lagartijas. Qué decepción. Qué tristeza. El ulular del viento en las saeteras
parecía el gemido que no me atrevía a lanzar yo.
Creo que a lo largo de los años siempre hay algo del niño
que uno fue, que perdura y que no se extingue por más experiencias que se
acumulen. A veces incluso me da la impresión de que se acrecienta la niñez, o
que la ilusión toma otros derroteros. Pero siempre está ahí, nueva, aunque un
tanto abollada.
-Tiene usted razón. ¿Y sabe por qué sucede eso? Sin lugar
a dudas por la imaginación. Un niño en un sitio real quiere ver lo que ha
estudiado o leído o visto en el teatro. Un adulto lo ve con los ojos de la
imaginación, que es, tal vez, la mejor forma de ver. Aun así también a mí me
hubiera gustado visitar la casa de algún que otro poeta y hablar con él.
Pero... ni la piqueta ni la muerte perdonan nada.
-Sí. Tiene razón. La imaginación. Pese a ello a mí me
gustaría estar ahora en Noviercas o en Veruela. Estoy, por el contrario, en mi
habitación, viendo a través de la ventana a la gente que camina o corre... ¿Se
ha percatado usted que no hay cosa más ridícula que un corredor detenido en un
semáforo? Unos, para no enfriarse, dan vueltas al semáforo como perritos
orinándose, otros mueven pies y manos como si trataran de sacudirse el polvo
del camino o de las plumas de su vuelo; y los más audaces se lanzan a la
carrera provocando que algún conductor se desahogue dándole al claxon, o
mentando a toda la estirpe del corredor de fondo.
-En mi época no había nada de eso. Entonces hacíamos el
ridículo de otra forma. Ya sabe que no todos los tiempos son unos.
-Ni todas las edades de un mismo hombre.
-Efectivamente.
-Y de eso precisamente quería hablarle.
-Lo escucho.
-No recuerdo ya por qué ni a santo de qué me compré un
libro suyo. Yo era un crío. Muy aficionado a la literatura ya. Tenía trece o
catorce años; y, por supuesto, el libro que me compré fue sus Rimas.
-Sí, parece que de jóvenes todos queremos ser poetas.
-Eso debe ser. De hecho yo había intentado escribir algo.
Hasta fui capaz de rimar unos cuantos versos. Estaba entusiasmado con mis
composiciones. Quizás por ello, o porque lo vi en mi libro de texto, me compré
las Rimas. Era un librito de tapas blancas, con una fotos suya, la del
cuadro de su hermano Valeriano, en la portada. Era un libro de pocas hojas, y
con la definición de la palabra clásico en la contraportada. Aquel volumen no
tenía prólogo ni estudios farragosos. Nada más abrirlo, sin guía ni ayuda, me
enfrenté con sus poemas. No hace falta que le diga que me entusiasmaron. Tanto
que aquel se convirtió no en mi libro de cabecera sino en mi inseparable amigo.
Lo leí una y otra vez, sin descanso. Muchas de sus poesías hasta llegué a
sabérmelas de memoria. Vibraba con ellas.
-¿Qué edad ha dicho usted que tenía?
-Trece o catorce años.
-Pensaba que a esa edad le iban a gustar más las
leyendas.
-Las leyendas las conocí muy tarde. No, no; a mí me
gustaban sus poesías. Me las leí una y otra vez. Recuerdo que por aquel
entonces mis padres tenían un horno en las afueras de un desastrado pueblo. Mi
padre me despertaba muy temprano para que le ayudara: él sacaba el pan del
horno, un horno moruno, y yo, con una pequeña escoba, tenía que barrer el culo
del pan, barras, llamadas allí vienas, o rollos, y ordenarlos en una larga caja
de madera a fin de que no se despanzurraran, pues salían quemando. Entre una y
otra hornada, sentado en una escalera, rodeado de panes, leía sus Rimas. Así
que estas siempre han tenido para mí el cálido y enervante olor del pan recién
salido del horno.
-¡Vaya! En la vida me lo hubiera imaginado. No obstante, siempre he sospechado que la obra es más
afortunada que el autor de la misma. La obra pasa de mano de en mano; se
enriquece en casa de este, aprende algo en la del otro; es querida aquí,
despreciada allá, mimada por una blanca mano... incluso puede pasar de padres a
hijos y evocar la figura del abuelo, de la apasionada y desaparecida abuela o
del erudito. O una pupila azul. El autor, por el contrario, languidece en su
casa o en su pobre nicho. Odiado a veces hasta por su propia mujer.
-Ya sabe lo que dice el refrán: en casa del herrero,
cuchillo de palo. ¿Sabe? Es gracioso. La primera vez que leí esa rima, Cuando
me lo contaron sentí el frío... creí que estaba hablando usted de la
dolorosa muerte de una amada. Que alguien le daba la noticia y usted se derrumbaba.
-No dejó de ser una muerte aquello.
-En aquel momento no me importaba; no me planteaba nada,
ni siquiera deseaba enterarme de su vida. Yo leí las rimas una y otra vez. Y
una y otra vez volvía a experimentar un enorme desaliento, una gran felicidad y
un terrible descontento. Todo yo, rodeado de pan recién salido del horno, era
puro sentimiento, anhelo... Y notaba una fina hoja de acero penetrando por mis
entrañas. Tanto interioricé aquello que fue ese dolor el que se desenterró ante
las primeras muertes de mi vida. Siempre esa hoja de acero en las entrañas.
Fría y dura. Implacable.
-¿Y qué sucedió luego? ¿La prosa de la vida se impuso a
aquellas primeras y poéticas impresiones?
-Sí, eso o algo parecido. Leyendo y releyendo las Rimas
una y otra vez, yo levanté un enorme altar a don Gustavo Adolfo Bécquer, y
una y otra vez traté de imitarlo, de ser como él.
-Eso está bien. Todos hemos pasado por ahí. Siempre se
necesita un maestro. Yo tuve a don Alberto Lista, y a otros muchos; pero
también hay que saber hacerse con una voz propia. Es cuestión de tiempo y de
trabajo. No hay que desmayar.
-Sí, y de saber lo que se quiere y de no dudar. Yo
siempre he sido una persona insegura, que siempre daba más importancia a lo que
decían los otros que a lo que yo pensaba... Hasta que un día, un profesor, en
clase, estaba estudiando el bachillerato, dijo, hablando de usted, que su
poesía era tan ridícula como su nombre. ¿Se lo puede creer? Me hizo daño el
desprecio de aquella persona. Sí, una especie de fría hoja de acero que se
metía en mis entrañas. Y más viendo las risitas estúpidas de dicho profesor.
Parecía haber descubierto el Mediterráneo.
-¡Ah! No haga caso. Incomprensión y necedad siempre va a
haberla en este mundo. Ya lo dijo un eminente jesuita: quien se burla tal vez
se confiesa. Y, además, no a todo el mundo tiene porqué gustarle lo mismo.
-Sí, sí que hice caso. Pero fue para bajar del pedestal
al profesor. Pues cuando llegué a casa, en una lectura febril, volví a leerme
todas las Rimas. No perdoné ni una. No vi en ellas nada de
ridículo ni de cursi. Sólo años después reconocí que aquella rima, Hoy la
tierra y los cielos me sonríen, es un poco falsa, un poco postiza, sin
ánimo de ofender.
-¿Sí? ¿Usted cree? Con ella se trata de relativizar un
poco las cosas. O hacer ver la grandeza del amor, pues ante él hasta se puede
inventar un dios y una fe.
-No deja de ser una interpretación.
-Por supuesto, por supuesto. ¿Y qué hay de malo en ello?
¡Ah! Ya veo. Era usted joven, y no admitía más interpretaciones de la poesía
que la suya.
-Sí. Desde luego. No sé qué sucedió aquel año, pero poco
después otro profesor, de literatura este, nos habló de usted. Nos dio una
clase magistral, en sexto de bachiller, sobre Bécquer y la inspiración
poética. Salí de la conferencia disgustado a más no poder. Resulta que me
transformó a las golondrinas, Volverán las oscuras golondrinas... en la
inspiración poética, en aquello que se transforma en materia y se desvanece
para quedar flotando en el aire, pues se ha ido y permanece... ¡Adiós a la
mujer! ¡Adiós al romanticismo y a la capacidad de amar! Al suave perfume, a la
mano que acaricia la lira...
-Y tuvo que ir usted a casa y volver a leer las Rimas.
-Pues sí, mire, por raro y extraño que le parezca es lo
que hice. Y además, y sin yo quererlo, me enteré de la vida del conferenciante.
Según una profesora, compañera suya, este se había casado con la mujer más
tonta de España y aledaños. Y ya sabe lo que dice el refrán: Ruin la madre,
ruin la hija y ruin la manta que las cobija.
-Y dejó usted de sentir con la poesía lo que había
experimentado hasta ese momento.
-Sí, más o menos eso es lo que me sucedió.
-Es un paso más en el conocimiento. Doloroso, pero un
paso.
-Tan doloroso que, buscando remedio y alivio, regresé a
unos cuantos años atrás.
-Se compró usted otro caballo de cartón porque el que
tenía lo habían destripado para verle el mecanismo.
-Algo así. Tenía guardado el libro de literatura de
cuarto de bachiller. En él, en alguna parte, había un poema de Juan Ramón
Jiménez. Lo leí en una clase, y fue tal el sacudimiento que lo volví a leer una
y otra vez. Ahora, con las golondrinas a ras de suelo, volví a él. Nadie me lo
había destripado, nadie me lo había explicado. Pero yo lo sentía. ¡Qué bello
era aquel poema! ¡Y cuántas veces lo leí! ¿Sabe? Un día, por hacer un favor,
dejé el libro a un amigo, y me quedé sin libro, el amigo me tenía sin cuidado.
Y una y otra vez me he leído la poesía de Juan Ramón en busca de aquel poema, y
no he dado con él, o si quiere, con mis sentimientos de entonces... Muchas
veces, ante sus poemas, me he encontrado en situaciones similares a la de
aquella lejanísima mañana, pero nunca he sabido qué poema me conmovió tan
profundamente. Es como si hubiera desaparecido en lo más profundo de una sima.
-¿Ve? No hay que perder la esperanza: aparecieron otras
golondrinas. ¿Qué más da que no fueran las primeras? Y a estas, no lo dude,
seguirán otras.
-Sí, es cierto. Y tampoco importa mucho que no hablara de
Julia o de Elisa, y que lo hiciera o no de la inspiración. Lo importante era y
es el sentimiento.
-Efectivamente, querido amigo. Eso es la poesía. El
sentimiento. Y contra más puro, mejor. Y cada uno, créame, lo encuentra donde
puede. Pero esto es como todo: a mayor sensibilidad, mayor exigencia.
-Se me ocurren infinidad de cosas sobre el sentimiento y
el sentimentalismo: a falta de uno vigoroso, se recurre a la lágrima fácil y
postiza.
-Algún día hablaremos de eso.
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