El ateje lo apoyaba en su tronco de imponente
vigía. Las piernas alargadas hacia la hondonada de cuero de buey y yerba fina;
en la mano derecha una vara, con la que espantaba piedrecillas y de vez en vez se azotaba las puntas de los
zapatos de yagua, varados al borde de un trillo, que desde el rancho, ondulaba
por los yerbazales y se perdía hacia la salida del sol. Par de kilómetros al
frente espejeaban unas colinas salpicadas de yuraguanos y almácigos raquíticos,
con algunos cayos de marabú intercalados. Por la izquierda el jucaral de
Arango, repleto de mancaperros y zarzas. Por la derecha, el rancho encerrado en
la arboleda, con su techo de hojas de palma real y caballete de yaguas, asomándose
a los retozos del tiempo.
Por
detrás, fuera del ateje, un centenar de carneros descabezaba el yerbazal de
cada día con apuro inacabable. Cuatro o cinco machos garañones. Decenas de
hembras repartidas entre una treintena de críos de variado tamaño. Algunos
quebraban al horizonte con mil saltitos. A veces una racha escapada se
reintegraba traviesamente al núcleo principal al caerles encima aquel silbido
como un látigo. Otras, un macho atacaba algo verde más allá, seguido por su
harén y otra vez la cuerda caliente y brillosa del silbido los ataba,
redondeando la masa.
Cuando
el sol le apuntaba directamente sobre la copa del sombrero, deshacía un atado
de boniatos hervidos, con algunos trozos de carnero, que espantaba tragante
abajo con un jarro repleto de agua. Después dormitaba contra el ateje, sin perder la "carnería"
desperdigada entre el yerbazal.
Por
eso esta vez se removió inquieto, sin poder zafarse del embobamiento. Le
resultaba doloroso romper su crisálida meridiana. En el extremo izquierdo del
halo de su atención pasiva, se había roto algo sutilmente, como un resbalón
de luz sobre un óvalo de metal pulido.
Cuando logró rodar su cabeza aún atolondrada, arrollando el sombrero, ya iba
sabiendo que faltaba un carnerito gris por donde un bando de codornices hizo
explosión. Por fin se empinó, con un pie lleno de alambres electrizados cada
vez que intentaba moverlo.
_!
Cojones!_
Los animales intranquilos se acercaban a los
más viejos, escondiéndose cada cual tras el lomo del otro, con su “ojerío” como
claraboyas relumbrando pavorosas. No rumiaban, no se escuchaba un balido; no
pasaba el sol a su lejana posición de aviso sobre el techo de los júcaros.
Hacia allí anduvo con el palo en la siniestra y el machetín en la otra; aunque
sabiendo que era tarde.
Ahora
recorría el futuro como un presagio de otras veces. Pero de hombres no
sospechaba; por aquel valle no pasaban más que él y su cría.
Mientras
rodeó unos arbustos de huevos de gallo, todos los animales se apelotonaron en
el ateje, pisoteándole sus cosas. Cuando se impactó contra el pozo del mundo,
entre los arbustos y los primeros júcaros, por donde rodaban piedras oscuras
buscando nidos y aplastando camaleones, los perros jíbaros se desmelenaron
arrastrando los restos lanosos del carnerito. Eran dos, como desvencijadas
galeras, en que las costillas a manera de remos, paleteaban contra el sol de la
tarde. Corrían de medio lado, con un ojo hacia el monte y el otro de susto,
fijo en el hombre.
El
pastor inició una carrera, despuntándose varios dedos contra los pedruscos.
Agarró algunos y los lanzó hacia allá, pero no alcanzaban a los primeros
júcaros, tras los que se esfumaron. Regresó clavando y desclavando los pies con
fiera lentitud. Ya los carneros se juntaban por el lado más cercano al rancho, arrancaban briznas nerviosamente y miraban hacia el
desastre. Los más pequeños mamaron, con sus rabitos como locos azorando a los
primeros moscones de la noche.
Así
las cosas, el pastor se dejó caer contra el ateje, ya sin furias, sin deseos de
llorar, mirando aliviado a tantos lomos acunándose unos contra otros. ¡Qué
misterio! Lo que hasta hace poco era parte del equilibrio universal, se había
roto en algún sentido, buscando otro estado de equilibrio. El hambre mitigada,
inconciente, fluyendo en la naturaleza como el crecimiento mismo. ¿La crueldad
sería la regla? ¿La muerte lo mismo que la vida? Quién sabe si aquel animalito
estuvo predestinado para los perros. Ellos tomaron uno sólo y huyeron con la
balanza del miedo y el apetito entre las patas.
Lo
iba a olvidar hoy mismo.
En
el último año dos perros se le habían ido con los jíbaros. Era la primera vez
que atacaban a sus animales, porque para llegar a ellos era preciso recorrer el
descampado de unos cincuenta metros.
Estuvo
soñando que un gavilán que hacía sombra como una nube, le robó a Periquín, que
no llegaba a los tres meses y era carmelita con barriga negra; tan manso, que
muchas veces se quedaba echado a su lado para que le rascara los ijares. Él le
gritó quemándole las plumas con sus ojos, y el ave, aún sueltas sus velas en la
seguridad del cielo, abrió las garras; pero iba lejos. Viendo al inocente
cabeza abajo rayando el aire cristaloso, corría hacia él, poseído. Hincaba un
pie en el polvo, pero se le hundía, y al hacer flexión, los músculos lentos no
lo impulsaban. Hasta que a diez pasos lo vio rebotar sobre la tierra como puño
sobre cuero de tambor. Rebotó varias
veces y se fue achicando cada vez hasta quedar quieto como un polIo
ensangrentado.
Pensó,
cuando tomaba el cocimiento de leche de carnera con gofio, que la muerte era
terrible. Tuvo miedo y se imaginó clavado en las zarpas de un león que le
rompía la columna, y él vivo, con la sensación de aquellas puntas de esmalte vaciándole los
ojos y el rostro; aún vivo como una
hoguera de miedo, tanto como para levantarse con el león incrustado en una
orilla de su cuerpo y correr dejando el reguero de tripas sobre los
espartillos, y las auras halándolas
hacia arriba.
Todo
transcurrió rutinariamente durante una semana. Sus modorras fueron ahondándose
de nuevo sol arriba rozando pesadillas, pero con el rabo de los ojos peinaba
las orillas del rebaño. Hasta que se vio
en medio de las cenizas de sus cocinadas
con el machete a punto, y voló sobre el yerberío otra vez, rumbo la izquierda
lejana.
Fue
algo instintivo. Su mente no registró una acción o una figura determinadas.
Otra
vez los animales se habían acercado mucho al jucaral.
En
un minuto comprobó que le faltaba un carnerito de tres meses, reservado para padre. Rodeó un pilón de
piedras calizas, y casi desde sus pies explotaron cuatro perros quijotescos,
todos con colgajos carnosos en sus fauces y otra vez remaron sus costillas
hacia los troncos, mirándolo con más rabia esta vez.
Los
animales pisoteándole de nuevo sus cosas, raspándose los costados contra el
ateje. Los recontó, porque estaba erizado de ver que faltaba un carnero viejo,
quizás por eso los demás se movían de un grupo a otro como perdidos. Trató de
patear a los que le mordisqueaban la mochila y finalmente se sacó una ampolla contra
el tronco.
Minutos más
tarde, el pastor aspiraba la acuarela de las seis, con los ojos entrecerrados y
casi placenteramente. Un apego doloroso y feliz a la vida le llenaba los
pulmones, le jineteaba el pulso.
EI
rebaño, como un caleidoscopio, iba acercándose a la noche en una lozana
ignorancia. EI equilibrio sonaba como una brisa sobre las copas más elevadas.
La muerte para salvar la vida.
Detrás
del rancho estaba el corral con cercas
de caña brava de poco más de un metro de alto, con un área techada, para comedero.
El
pastor dormía mansamente, como si fuera su ley. Pero el tropelaje por el portal
de piso de tablas lo hizo correr en cueros, tranca en mano hacia allá.
La
luna le dejó ver la jauría en medio del techado, desguazando a diestra y siniestra.
Como mártires atolondrados, con la puntería de las estrellas ahondándoles el
vidrio de los ojos, los animalitos se arrinconaban contra el comedero. Los
perros famélicos y rojos saltaban sobre sus lomos arrancándole pedazos vivos.
Para
quien afilara el oído desde lejos, sólo aquel chapoteo de mandíbulas
hambrientas sobre la carne juguetona, la sofoquina y la lucha breve, sorda, en
un solo sentido. También algunas patadas en la enfangazón, algún encontronazo
contra las caña bravas, y ahora los gritos locos del pastor, que tranca en mano
con los cojones al aire enganchándose en los pinchos de la cerca, se abría paso
como un remolino hacia la perramunda matanza.
El contagio con la sangre viva que huía por
debajo de las cercas hacia los pastizales para jugar con la luna, los ronquidos
golosos de los perros jíbaros, a dejarse matar por la primera y única hartura
de sus vidas, descontrolaron al pastor, que rugía dando trancazos a diestra y
siniestra. Una tranca brava de guayabo que
crecía en los costillares y le multiplicaba el odio.
Las
mordidas iniciales en las piernas fueron de defensa, de media fuga ante los
golpes; pero a poco, a los perros les gustó aquella carne dulce y vertical que
les jugaba al escondido y les ardía en azotes y giros encontrados.
EI
pastor ya no sintió dolores ni supo que se le iba acabando el tamaño en la
dentadura de todos los perros jíbaros en la última comelata de sus vidas.
La
tranca vibraba aún roja entre el reguero de luna, amenazando por donde semanas
antes se perdió el primer carnero.
Glosario:
Almácigo, ateje, yuraguano
(palmácea), júcaro: son árboles típicos del lugar.
Yerba fina, cuero de buey, espartillos: son tipos de
pasto que comen los rumiantes.
Yaguas: son partes de la hoja de la palma real que se usan para
techos y paredes en casas humildes de campo, además, antiguamente para calzados
y polainas.
Marabú: es un arbusto que infecta campos abandonados. Es
espinoso y de madera muy dura.
Mancaperro: es un miriápodo o artrópodo con muchos anillos y
pies.
Caña brava: (Gramínea), una especie de bambú de gran tamaño.
Muchisimas gracias por el placer de la lectura de este cuento de Pastor Aguiar. Preciosa labor la que realizan en favor del arte.
ResponderEliminarFelicidades y un cordial saludo desde Miami.
Jeniffer Moore
Agradezco profundamente el gesto de publicar mi humilde trabajo en este sitio tan destacado. Un gran abrazo.
ResponderEliminarAgradezco profundamente el gesto de publicar mi humilde trabajo en este sitio tan destacado. Un gran abrazo.
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