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viernes, 16 de mayo de 2014

EL PASTOR, por Pastor Aguiar, de Estados Unidos (nativo de Cuba)

 El ateje lo apoyaba en su tronco de imponente vigía. Las piernas alargadas hacia la hondonada de cuero de buey y yerba fina; en la mano derecha una vara, con la que espantaba piedrecillas  y de vez en vez se azotaba las puntas de los zapatos de yagua, varados al borde de un trillo, que desde el rancho, ondulaba por los yerbazales y se perdía hacia la salida del sol. Par de kilómetros al frente espejeaban unas colinas salpicadas de yuraguanos y almácigos raquíticos, con algunos cayos de marabú intercalados. Por la izquierda el jucaral de Arango, repleto de mancaperros y zarzas. Por la derecha, el rancho encerrado en la arboleda, con su techo de hojas de palma real y caballete de yaguas, asomándose a los retozos del tiempo.
Por detrás, fuera del ateje, un centenar de carneros descabezaba el yerbazal de cada día con apuro inacabable. Cuatro o cinco machos garañones. Decenas de hembras repartidas entre una treintena de críos de variado tamaño. Algunos quebraban al horizonte con mil saltitos. A veces una racha escapada se reintegraba traviesamente al núcleo principal al caerles encima aquel silbido como un látigo. Otras, un macho atacaba algo verde más allá, seguido por su harén y otra vez la cuerda caliente y brillosa del silbido los ataba, redondeando la masa.
Cuando el sol le apuntaba directamente sobre la copa del sombrero, deshacía un atado de boniatos hervidos, con algunos trozos de carnero, que espantaba tragante abajo con un jarro repleto de agua. Después dormitaba contra  el ateje, sin perder la "carnería" desperdigada entre el yerbazal.
Por eso esta vez se removió inquieto, sin poder zafarse del embobamiento. Le resultaba doloroso romper su crisálida meridiana. En el extremo izquierdo del halo de su atención pasiva, se había roto algo sutilmente, como un resbalón de  luz sobre un óvalo de metal pulido. Cuando logró rodar su cabeza aún atolondrada, arrollando el sombrero, ya iba sabiendo que faltaba un carnerito gris por donde un bando de codornices hizo explosión. Por fin se empinó, con un pie lleno de alambres electrizados cada vez que intentaba moverlo.
_! Cojones!_
 Los animales intranquilos se acercaban a los más viejos, escondiéndose cada cual tras el lomo del otro, con su “ojerío” como claraboyas relumbrando pavorosas. No rumiaban, no se escuchaba un balido; no pasaba el sol a su lejana posición de aviso sobre el techo de los júcaros. Hacia allí anduvo con el palo en la siniestra y el machetín en la otra; aunque sabiendo que era tarde.
Ahora recorría el futuro como un presagio de otras veces. Pero de hombres no sospechaba; por aquel valle no pasaban más que él y su cría.
Mientras rodeó unos arbustos de huevos de gallo, todos los animales se apelotonaron en el ateje, pisoteándole sus cosas. Cuando se impactó contra el pozo del mundo, entre los arbustos y los primeros júcaros, por donde rodaban piedras oscuras buscando nidos y aplastando camaleones, los perros jíbaros se desmelenaron arrastrando los restos lanosos del carnerito. Eran dos, como desvencijadas galeras, en que las costillas a manera de remos, paleteaban contra el sol de la tarde. Corrían de medio lado, con un ojo hacia el monte y el otro de susto, fijo en el  hombre.
El pastor inició una carrera, despuntándose varios dedos contra los pedruscos. Agarró algunos y los lanzó hacia allá, pero no alcanzaban a los primeros júcaros, tras los que se esfumaron. Regresó clavando y desclavando los pies con fiera lentitud. Ya los carneros se juntaban por el lado más cercano al rancho, arrancaban  briznas nerviosamente y miraban hacia el desastre. Los más pequeños mamaron, con sus rabitos como locos azorando a los primeros moscones de la noche.
Así las cosas, el pastor se dejó caer contra el ateje, ya sin furias, sin deseos de llorar, mirando aliviado a tantos lomos acunándose unos contra otros. ¡Qué misterio! Lo que hasta hace poco era parte del equilibrio universal, se había roto en algún sentido, buscando otro estado de equilibrio. El hambre mitigada, inconciente, fluyendo en la naturaleza como el crecimiento mismo. ¿La crueldad sería la regla? ¿La muerte lo mismo que la vida? Quién sabe si aquel animalito estuvo predestinado para los perros. Ellos tomaron uno sólo y huyeron con la balanza del miedo y el apetito entre las patas.
Lo iba a olvidar hoy mismo.
En el último año dos perros se le habían ido con los jíbaros. Era la primera vez que atacaban a sus animales, porque para llegar a ellos era preciso recorrer el descampado de unos cincuenta metros.
Estuvo soñando que un gavilán que hacía sombra como una nube, le robó a Periquín, que no llegaba a los tres meses y era carmelita con barriga negra; tan manso, que muchas veces se quedaba echado a su lado para que le rascara los ijares. Él le gritó quemándole las plumas con sus ojos, y el ave, aún sueltas sus velas en la seguridad del cielo, abrió las garras; pero iba lejos. Viendo al inocente cabeza abajo rayando el aire cristaloso, corría hacia él, poseído. Hincaba un pie en el polvo, pero se le hundía, y al hacer flexión, los músculos lentos no lo impulsaban. Hasta que a diez pasos lo vio rebotar sobre la tierra como puño sobre cuero de tambor.  Rebotó varias veces y se fue achicando cada vez hasta quedar quieto como un polIo ensangrentado.
Pensó, cuando tomaba el cocimiento de leche de carnera con gofio, que la muerte era terrible. Tuvo miedo y se imaginó clavado en las zarpas de un león que le rompía la columna, y él vivo, con la sensación de  aquellas puntas de esmalte vaciándole los ojos y el rostro;  aún vivo como una hoguera de miedo, tanto como para levantarse con el león incrustado en una orilla de su cuerpo y correr dejando el reguero de tripas sobre los espartillos, y las auras  halándolas hacia arriba.
Todo transcurrió rutinariamente durante una semana. Sus modorras fueron ahondándose de nuevo sol arriba rozando pesadillas, pero con el rabo de los ojos peinaba las orillas del rebaño. Hasta que  se vio en medio de las cenizas de  sus cocinadas con el machete a punto, y voló sobre el yerberío otra vez, rumbo la izquierda lejana.
Fue algo instintivo. Su mente no registró una acción o una figura determinadas.
Otra vez los animales se habían acercado mucho al jucaral.
En un minuto comprobó que le faltaba un carnerito de tres meses,  reservado para padre. Rodeó un pilón de piedras calizas, y casi desde sus pies explotaron cuatro perros quijotescos, todos con colgajos carnosos en sus fauces y otra vez remaron sus costillas hacia los troncos, mirándolo con más rabia esta vez.
Los animales pisoteándole de nuevo sus cosas, raspándose los costados contra el ateje. Los recontó, porque estaba erizado de ver que faltaba un carnero viejo, quizás por eso los demás se movían de un grupo a otro como perdidos. Trató de patear a los que le mordisqueaban la mochila y finalmente se sacó una ampolla contra el tronco.
Minutos más tarde, el pastor aspiraba la acuarela de las seis, con los ojos entrecerrados y casi placenteramente. Un apego doloroso y feliz a la vida le llenaba los pulmones, le jineteaba el pulso.
EI rebaño, como un caleidoscopio, iba acercándose a la noche en una lozana ignorancia. EI equilibrio sonaba como una brisa sobre las copas más elevadas. La muerte para salvar la vida.
Detrás del rancho estaba el corral con  cercas de caña brava de poco más de un metro de alto, con un  área techada, para comedero.
El pastor dormía mansamente, como si fuera su ley. Pero el tropelaje por el portal de piso de tablas lo hizo correr en cueros, tranca en  mano hacia allá.
La luna le dejó ver la jauría en medio del techado, desguazando a diestra y siniestra. Como mártires atolondrados, con la puntería de las estrellas ahondándoles el vidrio de los ojos, los animalitos se arrinconaban contra el comedero. Los perros famélicos y rojos saltaban sobre sus lomos arrancándole pedazos vivos.
Para quien afilara el oído desde lejos, sólo aquel chapoteo de mandíbulas hambrientas sobre la carne juguetona, la sofoquina y la lucha breve, sorda, en un solo sentido. También algunas patadas en la enfangazón, algún encontronazo contra las caña bravas, y ahora los gritos locos del pastor, que tranca en mano con los cojones al aire enganchándose en los pinchos de la cerca, se abría paso como un remolino hacia la perramunda matanza.
 El contagio con la sangre viva que huía por debajo de las cercas hacia los pastizales para jugar con la luna, los ronquidos golosos de los perros jíbaros, a dejarse matar por la primera y única hartura de sus vidas, descontrolaron al pastor, que rugía dando trancazos a diestra y siniestra. Una tranca brava de guayabo que  crecía en los costillares y le multiplicaba el odio.
Las mordidas iniciales en las piernas fueron de defensa, de media fuga ante los golpes; pero a poco, a los perros les gustó aquella carne dulce y vertical que les jugaba al escondido y les ardía en azotes y giros encontrados.
EI pastor ya no sintió dolores ni supo que se le iba acabando el tamaño en la dentadura de todos los perros jíbaros en la última comelata de sus vidas.
La tranca vibraba aún roja entre el reguero de luna, amenazando por donde semanas antes se perdió el primer carnero.



Glosario:
Almácigo, ateje,  yuraguano (palmácea), júcaro: son árboles típicos del lugar.
Yerba fina, cuero de buey, espartillos: son tipos de pasto que comen los rumiantes.
Yaguas: son partes de la hoja de la palma real que se usan para techos y paredes en casas humildes de campo, además, antiguamente para calzados y polainas.
Marabú: es un arbusto que infecta campos abandonados. Es espinoso y de madera muy dura.
Mancaperro: es un miriápodo o artrópodo con muchos anillos y pies.
Caña brava: (Gramínea), una especie de bambú de gran tamaño.

  

3 comentarios:

  1. Muchisimas gracias por el placer de la lectura de este cuento de Pastor Aguiar. Preciosa labor la que realizan en favor del arte.
    Felicidades y un cordial saludo desde Miami.

    Jeniffer Moore

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  2. Agradezco profundamente el gesto de publicar mi humilde trabajo en este sitio tan destacado. Un gran abrazo.

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  3. Agradezco profundamente el gesto de publicar mi humilde trabajo en este sitio tan destacado. Un gran abrazo.

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