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martes, 20 de mayo de 2014

LO QUE TRAJO LA NOCHE, por Salvador Alario Bataller, de Valencia, España

Para nosotros, la mujer se llamará simplemente María. Tal vez no tenga el menor interés que fuere hermosa o inteligente, que no son, en modo alguno, dones magros; pero lo que sí incumbe para la presente historia son sus miedos, sus desvelos y sus noches.
            Algo más se ha de decir, no obstante, aparte de lo anterior. No eran pocos los que se preguntaban porqué una mujer de sus características andaba siempre sola y se apartaba contumazmente de aquello que los jóvenes de su edad apetecían. La razón inconfesa de su solitud y ostracismo voluntarios estribaba en que María descreía de toda aquella gris silva de vidas humanas de inefable factura. Del hombre y sus obras solamente le interesaba la palabra.
No tuvo biblioteca paterna donde huir del mundo, solo cuatro libros que ella compró con esfuerzo y más de una privación, y amigos pocos. Una vez conoció a un hombre, quien le acabó atropellando hasta el diálogo, después de lo cual, amén de ser insegura y timorata ab ovo, decidió que la acompañase solo su sombra. Por todo lo dicho, acabó refugiándose entre las paredes de su pequeño apartamento, en compañía de aquellos cuatro libros y una plétora de recuerdos familiares, esos amigos veros y a veces dolientes que, según dijo Stoker, nunca traicionan.
            Había, sin embargo, ciertas partes terribles de su vida que únicamente ella sabía y que, a duras penas, arrostraba. Cuando atardecía y la noche se insinuaba vagamente en su biblioteca (o lo que ella llamaba con este nombre), una actitud alerta y expectante se apoderaba de ella porque comenzaba a anticipar que su sueño estaría plagado de pesadillas, cuyo contenido no llegaba todavía a precisar. Ciertamente soñaba y los sueños eran tormentosos, pero despertaba siempre sin saber el contenido de lo soñado, aunque el miedo la abatía.
            El proceso, los hechos concatenados en un orden quizás significativo que ella no comprendía, era siempre idéntico: apenas se dormía, una vaga sombra la atenazaba y se despertaba sobresaltada; entonces permanecía en la cama yerta, sin atreverse a mover un párpado, con anticipación y terror casi físicos, hasta que el nuevo día clareaba tras los cristales. Ese ciclo se venía repitiendo día tras día, semana tras semana, mes tras mes, a lo largo de casi cinco años ya, por lo cual ella temía que aquella angustia no fuera a terminar nunca.
            Tales sentimientos y temores indefinibles nunca la abandonaban y, como se dijo, en ese estado de mórbida aprensión venía viviendo desde hacía prácticamente cinco inviernos. El miedo, según creía, probablemente comenzó por allá los setenta, cuando perdió de manera dramática a su mejor amiga. Fue en tiempos de la dictadura; desapareció en una manifestación y ya no se supo de ella. Posiblemente los ominosos muros de una comisaría cualquiera supieran a ciencia cierta cual fue su aciago destino, aunque nada se reflejó a los ojos del mundo; desapareció simple y llanamente, nada más, como otros muchos casos que quedaron en el olvido y sin resolver. Muchas veces pensaba que tal vez ahí estuviera el origen de su conturbación, aunque casi siempre, paralelamente, se negaba a aceptar una explicación tan directa de todo aquello, confusa y desorientada, embargada como vivía, día y noche, por aquel pavor que la consumía.
            Cuando aquella tarde María bajo a comprar el periódico, miró como siempre la calle y la gente con indiferencia, sabiendo que una y otras, como las cosas todas, seguían su curso invariablemente, independientemente de que ella existiese, que no era otra cosa que un meñique producto del azar en un tal vez más vasto y conspicuo decurso de acontecimientos. En el fondo esto tampoco le importaba, porque todo ello, según creía, estaba más allá de su pequeño y zozobrante universo.
            Compró el periódico de todos los miércoles y fumó un cigarrillo tranquilamente mientras comentaba maquinalmente cuatro cosas, cuatro palabras banales e insulsas, con el hombre del quiosco; no reparó en aquella revista sensacionalista, cuya portada anunciaba los desmanes de una fiera humana, que ocupaban las páginas de sucesos de todos los periódicos del país y constituía el hecho de mayor preocupación social en los últimos meses, como tampoco le interesaron las noticias de sociedad, las fluctuaciones de la bolsa o los deportes. Casi por inercia, con la desgana que la caracterizaba, comió un poco de pasta en el restaurante italiano de la esquina.
            -Hoy no viene ni Dios -dijo un habitual al entrar, viendo el local casi vacío.
            “Claro, es que Dios nunca está”, pensó María y como aquello le sonó a greguería, rió para sí.
            Fue la única nota de color, un tenue matiz de apagado color posiblemente, en aquel día monocorde y tedioso, como casi todos sus días. Después, arrastrando su figura feble y alicaída, subió a su apartamento.
            Miró el reloj, una vez cerró la puerta. Eran las cuatro de aquel día especialmente fatigoso, abúlico y gris.
            Cuando entró en su pequeño despacho, el espejo duplicó su imagen y se asustó. Azorada vio su rostro en el cristal y comprobó que estaba triste y ajada, esa metamorfosis gradual e irreparable del flujo de su tiempo, que a ella, a decir verdad, bien poco hubiera preocupado si no hubiesen existido las noches. De niña la asustaba algo turbio dentro del espejo o la más densa tiniebla en el interior de un armario que alguien se había olvidado de cerrar, una forma inconclusa e innombrable pero aviesa en su esencia, algo que, según el dogma judeocristiano en que la habían educado, prefiguraba al infierno y a la bestia. Ahora ya no creía en todo eso, pero el miedo persistía.
            Trató de arrumbar esos pensamientos perturbadores de su cabeza, intentando escribir una página de aquella que sería su hipotética primera novela y, al final, lo consiguió. Al principio se angustiaba bastante pensando que todo aquel desvelo acabaría pudriéndose en el cajón de su escritorio y que ella nunca dejaría de ser un ser anónimo y sin importancia. Pero eso ya no le preocupaba, al menos la escritura hacía que se relajase, aunque fuera en poco grado.
            Cada día se acostaba y, sin que lo pudiese remediar, se dormía a plomo; después la alcanzaba la pesadilla y se despertaba. Pasaba unos minutos con la luz encendida, tratando de tranquilizarse, pero el sueño la rendía otra vez y nuevamente se repetía aquel calvario. Hasta ahora había logrado huir de la amenaza que le traía el sueño ; pero sabía que alguna noche no lo conseguiría y al imaginar ese desenlace incierto y potencialmente terrorífico, sentía una angustia medular, profunda, irrevocable, tanto que deseaba morir en esos momentos.
            Al amanecer, cuando despertaba definitivamente, trataba de convencerse a sí misma de que las pesadillas no tomaban forma en la realidad, que aquella zozobra nacía de su soledad y de su inestabilidad emocional, de su psiquismo desmadejado y débil. Reforzaba su claudicante convicción aduciendo además, ingenuamente, que una mujer como ella, que nunca había causado daño o desdoro a nadie, no podía merecer una suerte semejante. Pese a todo ello nada podía apaciguar la rabia que surgía de sufrir aquel tormento gratuitamente cada noche, año tras año, sin poder verle el término.
            Por fin y para mal, la noche upira trajo la forma y ésta la alcanzó. Se despertó más sobresaltada que nunca, casi de un salto, porque había fijado nítidamente sus rasgos; era una cara humana y lupina, que escondía los rasgos del horror y de la muerte, unas facciones heteróclitas e insanas, adunando lo animal y lo humano en extraño y ancestral maridaje. Tenían, en suma, la veste del horror antiguo, el marchamo del mal absoluto, el del ogro de las pesadillas. El, el destructor, vástago de un Hipnos sangriento, el tenebroso, tenía los ojos de un rojo iridiscente, a veces casi dorado, el color de aquello que nunca podría alcanzar a ver, el sol.
            Después de aquella noche el temor fue más concreto, sintió su mano turbadora más vívidamente que en ninguna ocasión anterior, su frío aguijón en la carne y un vehemente deseo de huir o desaparecer que llegaba al paroxismo. Empero, de forma paradójica y casi burlona, el duende del infortunio hacía que el sueño la abatiese más raudamente que antes, ahora en cualquier lugar, en el sofá, en la mesa del comedor, pero, sobre todo, apenas atravesaba el vano del dormitorio. De modo que durmió fuera, en la biblioteca, pero fue durante unos días, pues se convenció que toda lucha era imposible, que nada podía hacer para oponerse a la mano mórfica que la empujaba al centro mismo del sueño, donde habitaba la pesadilla.
            Hubiese pagado cualquier cosa -incluso su alma, aunque fuera un alma enferma- por un dormir inhabitado, por ese olvidado y casi unánime descanso que la noche propiciaba, pero ya ni eso tenía en el perro mundo. Dios, quien nunca estaba, hacía tiempo que se había olvidado de subvenir a sus ruegos y plegarias.
            En sus ansiosas vigilias recordaba constantemente, obsesivamente, cómo comenzó y cómo fue cambiando: al principio las ensoñaciones eran caóticas y poco después se fueron definiendo paulatinamente; ella, aguardando la mordaza inevitable del dormir, escuchaba con ansiedad, miraba con ansiedad, aguardaba transida por el espanto con todos sus sentidos a flor de piel, hipertrofiados por la crónica y densa espera, a que él viniese e impusiese el amargo tributo que su llegada exigía. Aunque se lo negaba porfiadamente, aunque trataba de razonar cachazudamente, de imponer la lógica con obstinación, nada lograba disuadirla de que su destino en el sueño se interpolaría en el mundo real. Vino diluido en las sombras de la noche furtiva, desde su universo pagano e insólito, como si formase parte de ella o fuese uno de sus más antiguos moradores. A ella, con el horror de las noches, se le fatigó la calma y también la esperanza.
La intolerable nitidez de la certeza la sobrecogía, abatiéndola al comprender, con vértigo, que el sueño modelaría con su materia ilusoria su devenir en el mundo empírico; y cada noche crecía la evidencia. Lo soñó sin rostro al principio, pero las noches lo fueron modelando con angustiosa perfección. Desde entonces tuvo plena certidumbre de que el fin se acercaba y que tendría lugar de manera ineluctable. Hiciese lo que hiciese, era algo que estaba escrito y que tendría que ser. Fue entonces cuando reparó en su libro y vio que estaba escrito con la materia de sus sueños, que había plasmado allí sus noches horrorosas y, con ello, lejos de pensar que estaba perdiendo el juicio, aquello le demostró que el sueño se acercaba a los hechos e iba dejando su primera impronta en algo consistente y comprobable, como el papel. Sí, algo indudable en sus adentros le afirmó que era el tiempo propicio para el holocausto y que el daño iba a ser irreparable.
            Mientras ella sufría temiendo el final, él se demoró. Al menos esta fue la interpretación que ella fue sacando de aquel abismo de dudas y angustias postreras: en su soñar colapsado sabía lo que era obvio, lo que se le mostraba, que él era malo y violento, que disponía de ella a placer en su dominio onírico e inmisericorde, preparando una orgía de sufrimiento inenarrable y gratuito, esos infaustos placeres que atormentan a los hombres y complacen a los demonios y a su rey. Por esta razón, como siempre, cada noche, a la misma hora, ella soñaba y cada vez las imágenes soñadas eran más nítidas y atroces. Después, cuando despertaba, la remembranza de los horrores impregnados en el sueño recurrente, era tan pervasiva y real que hasta la vigilia fue cincelándose de los tintes de la pesadilla. En ese momento fue cuando se le quebró el aguante y pensó en el frasco de tranquilizantes, que uniría de golpe el presente con el futuro, haciéndolo la misma cosa, alejando para siempre la presencia de su fantasma, otorgándole la nada piadosa. Con ello, sin temor ninguno, bendijo a la ingrata, que la absolvería de mayores tormentos.
            Jadeante y con mano vacilante, abrió el cajón de la mesita de noche y palpó nerviosamente en su interior, buscando el frasco salvador. Una tenue claridad comenzaba a dispersar las sombras que la noche había prodigado en la alcoba. Cuando sus manos tocaron el frío cristal supo, si bien por otro motivo, que el tiempo se había terminado y de él solo vio la figura, cuando el espejo se la devolvió.

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