Para nosotros, la mujer se llamará simplemente María. Tal
vez no tenga el menor interés que fuere hermosa o inteligente, que no son, en
modo alguno, dones magros; pero lo que sí incumbe para la presente historia son
sus miedos, sus desvelos y sus noches.
Algo más
se ha de decir, no obstante, aparte de lo anterior. No eran pocos los que se
preguntaban porqué una mujer de sus características andaba siempre sola y se
apartaba contumazmente de aquello que los jóvenes de su edad apetecían. La
razón inconfesa de su solitud y ostracismo voluntarios estribaba en que María
descreía de toda aquella gris silva de vidas humanas de inefable factura. Del
hombre y sus obras solamente le interesaba la palabra.
No tuvo biblioteca paterna donde huir del mundo,
solo cuatro libros que ella compró con esfuerzo y más de una privación, y
amigos pocos. Una vez conoció a un hombre, quien le acabó atropellando hasta el
diálogo, después de lo cual, amén de ser insegura y timorata ab ovo, decidió que la acompañase solo su sombra. Por todo lo dicho, acabó refugiándose entre las paredes de su
pequeño apartamento, en compañía de aquellos cuatro libros y una plétora de
recuerdos familiares, esos amigos veros y a veces dolientes que, según dijo
Stoker, nunca traicionan.
Había,
sin embargo, ciertas partes terribles de su vida que únicamente ella sabía y
que, a duras penas, arrostraba. Cuando atardecía y la noche se insinuaba
vagamente en su biblioteca (o lo que ella llamaba con este nombre), una actitud
alerta y expectante se apoderaba de ella porque comenzaba a anticipar que su
sueño estaría plagado de pesadillas, cuyo contenido no llegaba todavía a
precisar. Ciertamente soñaba y los sueños eran tormentosos, pero despertaba
siempre sin saber el contenido de lo soñado, aunque el miedo la abatía.
El
proceso, los hechos concatenados en un orden quizás significativo que ella no
comprendía, era siempre idéntico: apenas se dormía, una vaga sombra la
atenazaba y se despertaba sobresaltada; entonces permanecía en la cama yerta,
sin atreverse a mover un párpado, con anticipación y terror casi físicos, hasta
que el nuevo día clareaba tras los cristales. Ese ciclo se venía repitiendo día
tras día, semana tras semana, mes tras mes, a lo largo de casi cinco años ya,
por lo cual ella temía que aquella angustia no fuera a terminar nunca.
Tales
sentimientos y temores indefinibles nunca la abandonaban y, como se dijo, en
ese estado de mórbida aprensión venía viviendo desde hacía prácticamente cinco
inviernos. El miedo, según creía, probablemente comenzó por allá los setenta,
cuando perdió de manera dramática a su mejor amiga. Fue en tiempos de la
dictadura; desapareció en una manifestación y ya no se supo de ella.
Posiblemente los ominosos muros de una comisaría cualquiera supieran a ciencia
cierta cual fue su aciago destino, aunque nada se reflejó a los ojos del mundo;
desapareció simple y llanamente, nada más, como otros muchos casos que quedaron
en el olvido y sin resolver. Muchas veces pensaba que tal vez ahí estuviera el
origen de su conturbación, aunque casi siempre, paralelamente, se negaba a
aceptar una explicación tan directa de todo aquello, confusa y desorientada,
embargada como vivía, día y noche, por aquel pavor que la consumía.
Cuando
aquella tarde María bajo a comprar el periódico, miró como siempre la calle y
la gente con indiferencia, sabiendo que una y otras, como las cosas todas,
seguían su curso invariablemente, independientemente de que ella existiese, que
no era otra cosa que un meñique producto del azar en un tal vez más vasto y
conspicuo decurso de acontecimientos. En el fondo esto tampoco le importaba,
porque todo ello, según creía, estaba más allá de su pequeño y zozobrante
universo.
Compró
el periódico de todos los miércoles y fumó un cigarrillo tranquilamente
mientras comentaba maquinalmente cuatro cosas, cuatro palabras banales e
insulsas, con el hombre del quiosco; no reparó en aquella revista
sensacionalista, cuya portada anunciaba los desmanes de una fiera humana, que
ocupaban las páginas de sucesos de todos los periódicos del país y constituía
el hecho de mayor preocupación social en los últimos meses, como tampoco le
interesaron las noticias de sociedad, las fluctuaciones de la bolsa o los
deportes. Casi por inercia, con la desgana que la caracterizaba, comió un poco
de pasta en el restaurante italiano de la esquina.
-Hoy no
viene ni Dios -dijo un habitual al entrar, viendo el local casi vacío.
“Claro,
es que Dios nunca está”, pensó María y como aquello le sonó a greguería, rió
para sí.
Fue la
única nota de color, un tenue matiz de apagado color posiblemente, en aquel día
monocorde y tedioso, como casi todos sus días. Después, arrastrando su figura
feble y alicaída, subió a su apartamento.
Miró el reloj, una vez cerró la
puerta. Eran las cuatro de aquel día especialmente fatigoso, abúlico y gris.
Cuando
entró en su pequeño despacho, el espejo duplicó su imagen y se asustó. Azorada
vio su rostro en el cristal y comprobó que estaba triste y ajada, esa
metamorfosis gradual e irreparable del flujo de su tiempo, que a ella, a decir verdad,
bien poco hubiera preocupado si no hubiesen existido las noches. De niña la
asustaba algo turbio dentro del espejo o la más densa tiniebla en el interior
de un armario que alguien se había olvidado de cerrar, una forma inconclusa e
innombrable pero aviesa en su esencia, algo que, según el dogma judeocristiano
en que la habían educado, prefiguraba al infierno y a la bestia. Ahora ya no
creía en todo eso, pero el miedo persistía.
Trató de
arrumbar esos pensamientos perturbadores de su cabeza, intentando escribir una
página de aquella que sería su hipotética primera novela y, al final, lo
consiguió. Al principio se angustiaba bastante pensando que todo aquel desvelo
acabaría pudriéndose en el cajón de su escritorio y que ella nunca dejaría de
ser un ser anónimo y sin importancia. Pero eso ya no le preocupaba, al menos la
escritura hacía que se relajase, aunque fuera en poco grado.
Cada día
se acostaba y, sin que lo pudiese remediar, se dormía a plomo; después la
alcanzaba la pesadilla y se despertaba. Pasaba unos minutos con la luz
encendida, tratando de tranquilizarse, pero el sueño la rendía otra vez y
nuevamente se repetía aquel calvario. Hasta ahora había logrado huir de la
amenaza que le traía el sueño ; pero sabía que alguna noche no lo conseguiría
y al imaginar ese desenlace incierto y potencialmente terrorífico, sentía una
angustia medular, profunda, irrevocable, tanto que deseaba morir en esos
momentos.
Al
amanecer, cuando despertaba definitivamente, trataba de convencerse a sí misma
de que las pesadillas no tomaban forma en la realidad, que aquella zozobra
nacía de su soledad y de su inestabilidad emocional, de su psiquismo
desmadejado y débil. Reforzaba su claudicante convicción aduciendo además,
ingenuamente, que una mujer como ella, que nunca había causado daño o desdoro a
nadie, no podía merecer una suerte semejante. Pese a todo ello nada podía
apaciguar la rabia que surgía de sufrir aquel tormento gratuitamente cada
noche, año tras año, sin poder verle el término.
Por fin
y para mal, la noche upira trajo la forma y ésta la alcanzó. Se despertó más
sobresaltada que nunca, casi de un salto, porque había fijado nítidamente sus
rasgos; era una cara humana y lupina, que escondía los rasgos del horror y de
la muerte, unas facciones heteróclitas e insanas, adunando lo animal y lo
humano en extraño y ancestral maridaje. Tenían, en suma, la veste del horror
antiguo, el marchamo del mal absoluto, el del ogro de las pesadillas. El, el
destructor, vástago de un Hipnos sangriento, el tenebroso, tenía los ojos de un
rojo iridiscente, a veces casi dorado, el color de aquello que nunca podría
alcanzar a ver, el sol.
Después
de aquella noche el temor fue más concreto, sintió su mano turbadora más
vívidamente que en ninguna ocasión anterior, su frío aguijón en la carne y un
vehemente deseo de huir o desaparecer que llegaba al paroxismo. Empero, de
forma paradójica y casi burlona, el duende del infortunio hacía que el sueño la
abatiese más raudamente que antes, ahora en cualquier lugar, en el sofá, en la
mesa del comedor, pero, sobre todo, apenas atravesaba el vano del dormitorio.
De modo que durmió fuera, en la biblioteca, pero fue durante unos días, pues se
convenció que toda lucha era imposible, que nada podía hacer para oponerse a la
mano mórfica que la empujaba al centro mismo del sueño, donde habitaba la
pesadilla.
Hubiese
pagado cualquier cosa -incluso su alma, aunque fuera un alma enferma- por un
dormir inhabitado, por ese olvidado y casi unánime descanso que la noche
propiciaba, pero ya ni eso tenía en el perro mundo. Dios, quien nunca estaba,
hacía tiempo que se había olvidado de subvenir a sus ruegos y plegarias.
En sus
ansiosas vigilias recordaba constantemente, obsesivamente, cómo comenzó y cómo
fue cambiando: al principio las ensoñaciones eran caóticas y poco después se
fueron definiendo paulatinamente; ella, aguardando la mordaza inevitable del
dormir, escuchaba con ansiedad, miraba con ansiedad, aguardaba transida por el
espanto con todos sus sentidos a flor de piel, hipertrofiados por la crónica y
densa espera, a que él viniese e impusiese el amargo tributo que su llegada
exigía. Aunque se lo negaba porfiadamente, aunque trataba de razonar
cachazudamente, de imponer la lógica con obstinación, nada lograba disuadirla
de que su destino en el sueño se interpolaría en el mundo real. Vino diluido en
las sombras de la noche furtiva, desde su universo pagano e insólito, como si
formase parte de ella o fuese uno de sus más antiguos moradores. A ella, con el
horror de las noches, se le fatigó la calma y también la esperanza.
La intolerable nitidez de la certeza la
sobrecogía, abatiéndola al comprender, con vértigo, que el sueño modelaría con
su materia ilusoria su devenir en el mundo empírico; y cada noche crecía la
evidencia. Lo soñó sin rostro al principio, pero las noches lo fueron modelando
con angustiosa perfección. Desde entonces tuvo plena certidumbre de que el fin
se acercaba y que tendría lugar de manera ineluctable. Hiciese lo que hiciese,
era algo que estaba escrito y que tendría que ser. Fue entonces cuando reparó
en su libro y vio que estaba escrito con la materia de sus sueños, que había
plasmado allí sus noches horrorosas y, con ello, lejos de pensar que estaba
perdiendo el juicio, aquello le demostró que el sueño se acercaba a los hechos
e iba dejando su primera impronta en algo consistente y comprobable, como el
papel. Sí, algo indudable en sus adentros le afirmó que era el tiempo propicio
para el holocausto y que el daño iba a ser irreparable.
Mientras
ella sufría temiendo el final, él se demoró. Al menos esta fue la
interpretación que ella fue sacando de aquel abismo de dudas y angustias
postreras: en su soñar colapsado sabía lo que era obvio, lo que se le mostraba,
que él era malo y violento, que disponía de ella a placer en su dominio onírico
e inmisericorde, preparando una orgía de sufrimiento inenarrable y gratuito,
esos infaustos placeres que atormentan a los hombres y complacen a los demonios
y a su rey. Por esta razón, como siempre, cada noche, a la misma hora, ella
soñaba y cada vez las imágenes soñadas eran más nítidas y atroces. Después,
cuando despertaba, la remembranza de los horrores impregnados en el sueño
recurrente, era tan pervasiva y real que hasta la vigilia fue cincelándose de
los tintes de la pesadilla. En ese momento fue cuando se le quebró el aguante y
pensó en el frasco de tranquilizantes, que uniría de golpe el presente con el
futuro, haciéndolo la misma cosa, alejando para siempre la presencia de su
fantasma, otorgándole la nada piadosa. Con ello, sin temor ninguno, bendijo a
la ingrata, que la absolvería de mayores tormentos.
Jadeante
y con mano vacilante, abrió el cajón de la mesita de noche y palpó
nerviosamente en su interior, buscando el frasco salvador. Una tenue claridad
comenzaba a dispersar las sombras que la noche había prodigado en la alcoba.
Cuando sus manos tocaron el frío cristal supo, si bien por otro motivo, que el
tiempo se había terminado y de él solo vio la figura, cuando el espejo se la
devolvió.
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