A mi
Papá, “El Negro” de Pellegrini, con amor
Los asombrosos trucos del Mago Amir
constituían la atracción principal de la kermés que cada año se organizaba en
el pueblo, en la Fiesta de la Virgen patrona de Pellegrini. La gente esperaba
la fecha con deleite y durante toda la semana colmaba los espectáculos del
enigmático personaje que nadie sabía de donde llegaba pero aparecía
puntualmente para fascinar a chicos y grandes con juegos de manos y apariciones
de conejos y palomas.
Durante
años El Negro – de tan sólo 10 años - dedicó largas horas a practicar algunos
de los trucos que le veía hacer al mago, frente al espejo de luna del armario
del comedor. La mayoría de las veces los naipes y las pelotas terminaban en el
suelo, pero después de mucho perseverar logró hacer dignamente un par de
ilusiones para alegría de sus hermanos más chicos.
Por
entonces al chico se le despertó la vocación por la magia y decidió que cuando
fuese grande iba a recorrer los pueblos enfundado en un traje negro, con una
capa y una galera del mismo color, haciendo aparecer conejos y palomas. Pero un
día llegó a sus manos una biografía de Harry Houdini y se entusiasmó con
aprender las técnicas del escapismo. Durante días mamá Blanca se acostumbró a
encontrar a su hijo atado dentro de los roperos, debajo de la cama e incluso en
el viejo baúl que había traído una vez de Trenque Lauquén.
Claro
que los números de Amir no pasaban de meros juegos de manos, pero al Negro le
seguía fascinando la magia, a pesar de que año a año los trucos del visitante
se hicieron más lentos y previsibles. Hubo un momento en que pocos vecinos se
acercaban a presenciar el espectáculo y menos aún aplaudían cuando transformaba
un rojo ramo de flores en una paloma blanca. Allá por el ´45, incluso algunos
lo abuchearon en medio de la función
porque la rutina se les hacía pesada y repetida.
Fue
cuando Amir decidió reinventarse. Antes de irse, paró en un almacén de ramos generales, pidió una ginebra
que le soltó a la vez el llanto y la lengua y juró que volvería renovado para
humillar a ese público hostil. Al año siguiente, un mes antes de la kermés las
paredes de la calle principal amanecieron empapeladas con carteles que
anunciaban que "el sensacional" Amir llevaría a cabo un número nunca visto de hipnosis.
La
noticia lo inició al Negro en una nueva faceta de la magia: aquella destinada a
introducirse en la conciencia ajena. Leyó a las apuradas algunos artículos de
revistas que llegaban a la librería de su papá Domingo, y se empeñó durante
varios días en lograr que Néstor, su hermanito menor, cumpliese cada uno de sus
deseos. Logró su cometido pero Mamá Blanca siempre atribuyó el éxito a que su
hijo más pequeño idolatraba al mayor y estaba acostumbrado a secundarlo en
todos sus planes.
Sin
embargo el aprendiz de mago no tuvo tanta efectividad ni con sus amigos, ni con
un perro que encontró en la plaza ni con la señora que llegaba a limpiar dos
veces a la semana, así que el día de la presentación de Amir se acomodó ansioso
en la primera fila para aprender el truco.Llegó el visitante, negro noche desde
la galera a las botas, y mostró un medallón egipcio al que presentó como la
fuente de su poder.
A
más de una de las damas sentadas en la platea se les antojó una joya de
fantasía bastante cualunque, pero Amir contó la historia de un faraón enamorado
de una esclava y un mágico hechizo para someter voluntades. Acto seguido
convocó a un voluntario del público, y aunque el Negro se ofreció
desesperadamente, el ilusionista eligió a Alfonso, un pibe que ayudaba en el
almacén y todos decían que tenía pocas luces.
El
mago hizo sentar al joven voluntario y comenzó a mecer el medallón delante de
sus ojos rítmicamente, mientras le pedía que vaciase su mente y se dejase
llevar. Sólo con el influjo de su voz lo hizo entrar en un profundo sueño al
punto tal que Alfonso comenzó a roncar. Luego Amir le pidió que se parase sin
abrir los ojos y lo obligó a caminar y cantar una chacarera. Finalmente lo hizo
abrir los ojos y le mostró un huevo de gallina. Le pidió que le contase al
público que veía en su mano y el joven respondió sorprendido que era un
elefante.
En
el público algunos soltaron las carcajadas, otros aplaudieron y otros miraron desconcertados,
pero todos recuperaron la admiración por Amir. El Negro fue el más entusiasta a
la hora de los aplausos y presenció el resto de las funciones esperando que el
poder del ilusionista no funcionase y Alfonso no cediese ante su influjo. Pero
la hipnosis se repitió día tras día durante una semana y el joven del almacén
recitó, cantó, bailo un malambo y hasta le declaró su amor a la hija del
comisario. Después de su última actuación el mago se fue y jamás regresó al
pueblo.
Durante
años, el Negro soñó con encontrar el modo de influir en los demás y hacerlos
actuar cómo él quisiera. Imaginó un poder capaz de lograr que todos fueran un
poco más buenos y solidarios y, por qué no, de conseguir el amor de alguna de
sus compañeras de escuela. Leyó cuanto libro le cayó en las manos sobre
hipnosis, magia y autoayuda, incluso después de que dejó el pueblo y se instaló
en Buenos Aires.
Fue
mucho tiempo después cuando se encontró en un piringundín del Canal de Carupá
con Alfonso, el joven del almacén, acodado en el mostrador frente a un pingüino
de vino barato. Le recordó el pueblo, la kermés y la magia del mago Amir.
"Te lo creíste, pibe? ", se asombró el otrora voluntario. "Pero
si fue un grupo de Amir que me pagó unos vinos para que le siguiese la
corriente".
La
desilusión llegó a destiempo. Para entonces, el Negro se había acostumbrado a
creer en magos, hipnotizadores y otros milagreros de los pueblos bonaerenses.
Así se lo trasmitió a sus hijos y así sigue haciéndolo, donde quiera que esté.
Dos historias paralelas, la del mago y la de su admirador, resistente a desilusionarse, un entusiasta del ilusionismo, que transmite esa ilusión a sus hijos.
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