Me acuerdo que fue para septiembre,
momento del año en que la mayoría ya empieza a olvidar el frío del invierno y
se detiene a pensar en la rapidez con la que pasa el tiempo.
En eso en que los
bares o los cines comienzan a llamarse ríos y playas, las estufas, ventiladores
de techo, los cafés, gaseosas con pajita, los sacos de lana, bermudas de
algodón, época del año en que el humo ya ha dejado de salir de las bocas de la
gente y de las chimeneas de las casas que se pierden en medio de la ciudad,
franja temporal en donde las primeras madres sienten que ya es hora de abrir
los toldos de lona o de chapa, que ya es hora de desafiar a este mismo sol de
siempre, que se viene tan estruendoso, tan repentino y difícil... ¡chus!... el
sol en la vista nos hace estornudar y nunca pude saber muy bien por qué.
Felipe está en un
parque, solo, tiene árboles y pájaros, tiene perros y bicicletas que andan,
personas, chicos, gente grande, una parejita de viejos que van así, apoyados el
uno sobre el otro, y entonces no se puede acertar con precisión a cual de los
dos se le hace más difícil el paso, porque van muy juntos, todavía de la mano,
todavía sintiéndose tan novios que hasta a veces...
Ella se mete adentro
de un cantero, viola el cartel que dice prohibido pisar el césped, arranca la
única flor de primavera que hay en toda la ciudad –ella no lo sabe pero yo sí–
y después se la regala a él, que se pone todo tan contento, todo tan
almibarado, que hasta ríe y juega con ese amor como si éste fuera un huevo de
chocolate al que primero se le come lo de adentro y más tarde lo de afuera.
Todo esto es para Felipe, algo así como una canción en acordes menores o la introducción a la poesía moderna, no se sabe muy bien, pero lo que sí está claro es que a Felipe le encanta lo que está pasando, le entusiasma tanto ese juego que comienza a seguir a los viejos que están enamorados, como si se tratara de un espectáculo callejero.
Felipe ansía y se
muere de ganas por ver qué sigue; escondido tras los árboles y haciéndose el
que está en sus cosas, los contempla, los degusta e implora con locura un
beso... un beso en la boca entre los dos, sería bárbaro –piensa– con eso sí que
habría que aplaudir, porque sería una rareza social que así, sin tantas vueltas
o explicaciones, no estaría haciendo más que una denuncia esculpida en modelo
vivo a los criticones que dicen que queda feo, que queda horrible que las
personas grandes se mimen frente a otros.
Pasa así que los
viejos descubren a Felipe y le hacen señas para que vaya y él, se hace el
desentendido, mira hacia otro lado, tose, se agacha para atarse los cordones
pero, problema-problema, lleva mocasines y con eso se evidencia demasiado como
para seguir haciendo el ridículo.
–Venga, muchacho
–dice el viejo.
–¿Yo?
–Sí, usted, venga,
venga.
–¿Qué pasa, abuelo?
–Usted... ¿qué es lo
que mira? –pregunta el viejo.
–Nada, no quiero
perderme un beso entre ustedes –señala Felipe
–No sea atrevido
–dice ella.
–Faltaba más, un
gallito que se cree dueño –dice él.
–No es por dueño ni
gallito ni nada, es mas que nada... que... –dice Felipe
–No
se sabe explicar, entonces es todas esas cosas, no me quedan dudas. Venga,
pelee contra mí, de hombre a hombre, sabe a cuántos de usted curé en mi vida
–se pone en guardia.
–Abuelo,
no se ponga así de nervioso –dice Felipe.
–No
intente decirme qué hacer, si usted supiera como terminó el último que me dijo
lo que tenía que hacer... ¡ay¡ a ese sí que le fue mal... ay, ay... –se sienta
en el pasto.
Dolor
en el pecho, puntada torácica, falta el aire, falta el aire y callan las voces
y el viejo se va acurrucando sobre sí mismo, tiene frío, tiembla. Felipe se
asusta, y piensa en salir corriendo, en correr mucho, como una liebre, en
llevarse a las personas por delante, en seguir y seguir, cruzando las calles,
llegando hasta la barranca en donde termina la ciudad y hay un río. Piensa en
ese río y en la practicidad de su existencia, que muchas veces es útil para los
que llegan en una situación borrascosa, como la de él y se zambullen como
patos, sacando a veces la cabeza para respirar, quedándose quietos, ahí, en lo
profundo, cantando a veces, logrando de esta manera que la gente que pasa se
pregunte por qué sobre la superficie del agua hay burbujitas que salen y se deshacen
soltando una melodía tan tenue y melancólica.
En el parque,
todavía, ella, escucha las últimas palabras de él, y le acaricia la cara, la
mano, le da aire, lo abanica. Le secuestra con torpeza la boca, y le regala un
beso bueno pero...
Así, ya está, queda demostrado con
esto, a qué punto trágico y finito, hay que llegar para que dos viejos se
besen, se besen, se laman y se olviden de que a veces puede haber personas
mirando, cantando, nadando... secándose la ropa.
*Seudónimo
de Mariano Catoni
Una hermosa historia que termina dramáticamente. Hay oficio de narrador, sabe cómo ir desarrollando la trama, cómo golpear profundo en el final. Un abrazo y gracias.
ResponderEliminarUna hermosa historia que termina dramáticamente. Hay oficio de narrador, sabe cómo ir desarrollando la trama, cómo golpear profundo en el final. Un abrazo y gracias.
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