Ilustración: “Pueblo muerto” de la
artista plástica argentina Beatriz Palmieri
Es sorprendente
notar qué tipo de amalgama existe entre la degradación y la tristeza. Esa
tristeza que nos hace pensar de qué manera se regresa indemne a los momentos
previos a tanta decadencia si es que hay, realmente, pasaje de regreso.
Había una vez un pueblo como tantos pueblos que comenzó a alterarse
cuando una Sombra apareció tan sigilosamente como ameritaba la situación del
momento. Esa cosa considerada espantosa porque de verdad lo era, daba señales
de un renacimiento inminente, ya para ser sinceros, nunca había desaparecido
del todo, apenas se encontraba replegada. Solía aparecer con distintas formas,
utilizando disfraces varios, cosa posible gracias a la ignorancia promovida y
asumida, nutriente principal para su pervivencia.
En etapas anteriores del mundo, siendo persona inclasificable por no
poder insertarse dentro de especie alguna, la que se convirtió en figura
espectral con el transcurso de los años, tuvo en jaque a la humanidad
cumpliendo una tarea aberrante, pero necesaria, para quienes pensaban que era
imprescindible demorar el avance de escuadrones de los justos.
Como entonces, la presencia llegaba acompañada por su amiga inseparable,
una masa opaca, esquelética, desgarbada, que también trascendía el límite del
espanto. Ambas se introducían en cerebros proclives a la descomposición. La
dupla, instalada allí, ejercía un control del que ya no se liberaría fácilmente
quien en definitiva no era sino una víctima concreta más allá de asumir o no
ese papel. Víctima reproductora de victimarios. Xenófoba, persecutoria, deseosa
de alcanzar sus dos segundos de fama a costa de su propio desbarranque ético y
moral.
Sus acciones trascendentes, propias de un infierno mitológico donde los
hijos eran deglutidos por sus propios padres, lograron quedar estampadas en las
vísceras de un planeta donde el odio se entronizaba presto a reinar un reinado
de miseria humana rayano con la locura.
Celebraban su paso brazos derechos en alto, manos y dedos rígidos,
fríos, reclutando nuevas almas para continuar el linchamiento de la vida y sus
manifestaciones, especialmente todo lo concerniente a la humanidad.
Los espectros reaparecían buscando adeptos reproductores de sus hedores
y por supuesto comenzaron a encontrarlos, en todo conglomerado humano pululan
timoratos, amorales, gente sometida ante los poderes superiores capaces de
desnudar su baja calaña despedazando a los inferiores.
El pueblo donde la Sombra de antaño dejara semillas germinando, comenzó
su proceso de fragmentación más exhaustivamente que nunca.
Unos aplaudían la resurrección, otros no la aceptaban por respeto a la
vida.
A la distancia cuando el sol se desliza sobre el horizonte combo donde
no se distinguen ni los cráteres del alma, la noche va poniéndose de pie
sacudiendo la resaca.
La Sombra repta
zigzagueante, estira sus brazos con articulaciones rotas por el esfuerzo de
acarrear a su amiga de hueso, mientras el tejido social, desgarrado, hace
ingentes esfuerzos por mantener una calma que se escapa una vez abiertas las
puertas a otras figuras aliadas a su mismo infierno, donde se corrompe nada más
ni nada menos que la vida.
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