Algunos dicen que hay un método. Que
basta con creerse Príncipe de Dinamarca para comenzar a plantearse dilemas
existenciales. Que cuando te pensás gigante tu estatura crece desmesuradamente
y podés ver más allá de las nubes. Una vez conocí a alguien que podía cambiar
el tono de voz, la gestualidad e incluso la mirada para convertirse en un niño,
un viejo o un idiota en el transcurso de una misma conversación. Pero ése no es
mi caso. Lo mío es el estudio y la concentración. Un trabajo minucioso, diría
que de orfebre, que me convierte en aquél que me toca ser. Salvo que sea el
maldito Willy.
No
es algo nuevo, creo que fue así toda mi vida. Jamás pude mentirle al maestro
siquiera para salvarme de un castigo por no haber hecho la tarea. Componer una
excusa, hacerla creíble,
contársela al hombre con el tono adecuado, me llevaba tanto tiempo que
se me hacía insoportable y terminaba contándole que me había olvidado de
cumplir con el deber.
Lo
extraño es que haya elegido ser actor. Para vivir día a día el vértigo de no
poder ser otro. Para obsesionarme con el trabajo de cada detalle hasta lograr
la simulación perfecta. Y aprendí a ser gracioso, áspero o seductor. A reírme
de mi mismo, a contagiar bonhomía o volverme el más maldito de los malditos.
Alcanzaba con inventariar los gestos, las palabras, los tonos y repetirlos
hasta el cansancio para que se me hiciesen naturales. Pero jamás lo logré con
Willy.
No
me costó demasiado. En los últimos años fui rey y fui mendigo. Subí a escena
desnudo y también llevé gruesos hábitos monacales. Participé en telenovelas y comedias
familiares. Subí a escena en escenarios improvisados debates del under y en las
salas confortables de los teatros oficiales con los más diversos personajes. Pero
jamás pude atrapar al maldito Willy.
Por más empeño que puse jamás logré sentirme
el viajante miserable que cree que su sonrisa le abrirá todas las puertas. No
es porque no lo haya estudiado, porque no haya intentado entender sus
frustraciones, su necesidad de ganar la admiración de sus hijos, el respeto de
su mujer. Pero jamás logré creer que era Willy Loman.
Aprendí
el texto de memoria y logré decirlo de corrido sin necesitar siquiera el pie de
un compañero. Conseguí recordar incluso las acotaciones escénicas y podía
señalar con el dedo el lugar en el que tenía que estar cada personaje en el
escenario. Eso fue todo. Nunca creí que yo fuese aquel personaje ni me sentí
capaz de hacérselo creer a los demás.
Será
por eso que me obsesioné. Coleccionaba ediciones del texto de Miller y recorrí
la ciudad para no perderme cualquier puesta que se hiciese de su obra. Armé una
colección de DVD con las versiones de Dustin Hoffman, George Scott y Brian
Dennehy para verlas una y otra vez hasta memorizar cada gesto y cada tono. No
fue suficiente y rechacé la oportunidad de hacer de Willy más de una vez con
frustración y rabia contenida.
No
podía soportar que a mí, que logré meterme en la piel de reyes y emperadores,
que le puse voz a Ricardo III o al Príncipe de Dinamarca, se me escapase un
vendedor de telas fracasado. Creo que llegué a odiarlo con todas mis fuerzas al
punto que decidí desterrar a Miller de mi vida. Quemé sus libros y luego la
colección de películas. Examiné con cuidado la biblioteca para expurgarla de
cualquier mención a ese texto y comencé a esquivar las librerías para evitarme
el disgusto de encontrarme con el título que me gritaba a la cara mi incapacidad para actuar más o
menos decentemente.
Hasta
que cansado de recorrer esas líneas que no podía hacer mías entendí que esa obsesión me estaba
convirtiendo en un auténtico Willy Loman. Que quizás no era más que un incapaz
que se creía un gran actor, orgulloso de su capacidad para convencer a los
demás de que podía ser esto o aquello, con gestos prestados y palabras
ampulosas.
Ahora
caigo, ¿sabés? Creo que todavía hay un modo de agarrarlo a Loman y es unirme a
su destino. Lo corrí toda la vida y recién ahora creo que puedo alcanzarlo.
Allá está la luz y él me espera. No tengo más nada que hacer sobre el
escenario.
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