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jueves, 6 de marzo de 2014

SOBRE LA INTANGIBILIDAD DE CIERTA GENTE, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Antes que nada es preciso que les aclare que ésta no es una historia de ciencia ficción. En mi vida he realizado un experimento fuera de la clase de química en el bachillerato y tampoco me ocupé de buscar una explicación científica al mal que me aqueja. Así que tendrán que confiar en mi palabra y no buscar razones porque no las hay.

            Creo que comencé a notar mi inexistencia para el mundo desde la más tierna infancia. No culpo a nadie de mis desventuras, peor lo cierto es que nací sin grandes encantos. Demasiado anodina para llamar la atención, demasiado callada para hacerme ver, me acostumbré a ser apenas un elemento del paisaje.

            Al contrario de lo que sucede con la mayoría de los niños, jamás me sentí  el centro de la escena. Tal vez porque nací tercera de cuatro, mis padres me recibieron como quien ve llover, poco dispuestos a sorprenderse por monerías y gorjeos que ya habían visto hasta el cansancio en mis hermanos mayores. Error mío ya que no encontré el modo de distinguirme y encontrar mi propio estilo.
El caso es que en el jardín de infantes me acostumbré a vegetar en el rincón más alejado del salón y a hablar las escasas veces que alguien me dirigía la palabra. Sin grandes dotes artísticas no logré destacar siquiera en un acto escolar y quedé confinada al coro, a la galería de personajes sin letra.
En la adolescencia no me fue mejor al punto que me acostumbré a arreglármelas para pasar desapercibida y disimular si alguien no me había notado. Entonces fue que comencé a pensar que había algún fenómeno que excedía el plano de las relaciones sociales y tenía que ver con la reflexión de la luz o quizás la porción de espacio que ocupaba mi cuerpo en el contexto de los objetos que me rodeaban. Cierto que nunca fui demasiado corpulenta, pero constatar que había gente que no me veía me trastornó bastante.
Había depositado grandes expectativas en el amor. No es que fuese una romántica empedernida sino que pensé que un romance la convertía a una en el centro del universo par el otro y la idea no dejaba de seducirme. Pero, como en todas las situaciones de mi vida, me las arreglé para ser la excepción a la regla. Mi amado resultó ser un hombre que sólo buscaba un espejo en el cual reflejar su grandeza, con lo cual más que enseñarme a brillar favoreció que me anulase para dejarle el centro de la escena.
Creo que fue en nuestro séptimo año de casados, cuando ya teníamos a las dos nenas que la cosa pasó a mayores. Lo noté una mañana mientras limpiaba el espejo del comedor con alcohol y papel de diario. Descubrí que mi imagen no se reflejaba en el cristal. Asombrada, atiné a llevarme las manos a la cara y allí estaban al tacto mis ojos, mi nariz redonda y mis cachetes llenos. Y más allá aún, los brazos y las piernas que yo podía ver perfectamente. Pero aquel cuerpo tan concreto para mí, no se traducía en una  imagen en el azogue.
La situación comenzó a multiplicarse, en las vidrieras de los negocios, en los probadores de las tiendas pero nadie pareció notarlo. O quizás nunca habían notado mi presencia y la ausencia del reflejo no hacía más que poner las cosas en su lugar.
Como no logré explicarme el fenómeno y a nadie parecía importarle, decidí aceptarlo, como una nueva y recién instaurada ley de la naturaleza que sólo se aplicaba  a mí. Pero la cosa no terminó ahí. Al tiempo, a la ausencia de imagen se agregó una pérdida en el caudal de voz que mi familia atribuyó a una angina mal curada y yo a que ni siquiera mis cuerdas vocales lograban oponer resistencia al aire para producir lo que a esta altura y tratándose de mí hubiese sido un milagro: la fonación.
De modo que me acostumbré a  hablar por señas y comunicarme lo menos posible ya que el mundo se obstinaba en prescindir de mí de aquel modo. Quizás por eso nadie oyó mis gritos. O tal vez es que ya no fui capaz de producir sonidos aquella mañana cuando entré en la ducha y descubrí que mi cuerpo no era capaz de desviar los chorros de agua tibia. El líquido seguía su curso como si ningún obstáculo se le interpusiese y yo tuve la certeza de que, con él, mi vida se estaba yendo por el desagüe. 

4 comentarios:

  1. Tu interesante historia se podría plantear como la idea de ser es percibido. Si alguien no es percibido, es ignorado, entonces correría el riesgo de no ser.
    Recuerdo un capitulo de Buffy la Cazavampiros (serie que estoy viendo en youtube), un personaje se vuelve invisible, de tanto que paso desapercibido.

    Los blogs son una forma de ser percibido.

    Les dejé un premio virtual en mi blog.

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    1. Gracias, Demiurgo querido. Puede que haya algo de Berkeley como trasfondo dle texto, o de esa dupla maravillosa que hacían Borges y Bioy y tituló con esa frase uno de sus cuentos más desopilantes. Pero fundamentalmente expresa la esencia de la condición femenina y el lugar, aveces, postergado que suele darnos la sociedad. ¡Un abrazo y nos vemos en tu blog!

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  2. Gracias, Demiurgo. Puede que haya algo de Berkeley como trasfondo, o de la maravillosa dupla que hacían Borges y bioy que titularon con esa frase en latín uno de sus cuentos más desopilantes, pero también un poco de la esencia de la femineidad y del rol que a veces la sociedad nos asigna. un abrazo y te visitamos en el blog!

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  3. Eva: tu narración me trasladó a años oscuros donde el pueblo era invisible a los hacedores de políticas.
    Gracias por tu prosa, me hace feliz cada vez que te leo.

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