Antes que nada es preciso que les
aclare que ésta no es una historia de ciencia ficción. En mi vida he realizado
un experimento fuera de la clase de química en el bachillerato y tampoco me
ocupé de buscar una explicación científica al mal que me aqueja. Así que
tendrán que confiar en mi palabra y no buscar razones porque no las hay.
Creo
que comencé a notar mi inexistencia para el mundo desde la más tierna infancia.
No culpo a nadie de mis desventuras, peor lo cierto es que nací sin grandes
encantos. Demasiado anodina para llamar la atención, demasiado callada para
hacerme ver, me acostumbré a ser apenas un elemento del paisaje.
Al
contrario de lo que sucede con la mayoría de los niños, jamás me sentí el centro de la escena. Tal vez porque nací
tercera de cuatro, mis padres me recibieron como quien ve llover, poco
dispuestos a sorprenderse por monerías y gorjeos que ya habían visto hasta el
cansancio en mis hermanos mayores. Error mío ya que no encontré el modo de
distinguirme y encontrar mi propio estilo.
El caso es que en el
jardín de infantes me acostumbré a vegetar en el rincón más alejado del salón y
a hablar las escasas veces que alguien me dirigía la palabra. Sin grandes dotes
artísticas no logré destacar siquiera en un acto escolar y quedé confinada al
coro, a la galería de personajes sin letra.
En la adolescencia no me
fue mejor al punto que me acostumbré a arreglármelas para pasar desapercibida y
disimular si alguien no me había notado. Entonces fue que comencé a pensar que
había algún fenómeno que excedía el plano de las relaciones sociales y tenía
que ver con la reflexión de la luz o quizás la porción de espacio que ocupaba
mi cuerpo en el contexto de los objetos que me rodeaban. Cierto que nunca fui
demasiado corpulenta, pero constatar que había gente que no me veía me
trastornó bastante.
Había depositado grandes
expectativas en el amor. No es que fuese una romántica empedernida sino que
pensé que un romance la convertía a una en el centro del universo par el otro y
la idea no dejaba de seducirme. Pero, como en todas las situaciones de mi vida,
me las arreglé para ser la excepción a la regla. Mi amado resultó ser un hombre
que sólo buscaba un espejo en el cual reflejar su grandeza, con lo cual más que
enseñarme a brillar favoreció que me anulase para dejarle el centro de la
escena.
Creo que fue en nuestro
séptimo año de casados, cuando ya teníamos a las dos nenas que la cosa pasó a
mayores. Lo noté una mañana mientras limpiaba el espejo del comedor con alcohol
y papel de diario. Descubrí que mi imagen no se reflejaba en el cristal.
Asombrada, atiné a llevarme las manos a la cara y allí estaban al tacto mis
ojos, mi nariz redonda y mis cachetes llenos. Y más allá aún, los brazos y las
piernas que yo podía ver perfectamente. Pero aquel cuerpo tan concreto para mí,
no se traducía en una imagen en el
azogue.
La situación comenzó a
multiplicarse, en las vidrieras de los negocios, en los probadores de las
tiendas pero nadie pareció notarlo. O quizás nunca habían notado mi presencia y
la ausencia del reflejo no hacía más que poner las cosas en su lugar.
Como no logré explicarme
el fenómeno y a nadie parecía importarle, decidí aceptarlo, como una nueva y
recién instaurada ley de la naturaleza que sólo se aplicaba a mí. Pero la cosa no terminó ahí. Al tiempo,
a la ausencia de imagen se agregó una pérdida en el caudal de voz que mi
familia atribuyó a una angina mal curada y yo a que ni siquiera mis cuerdas
vocales lograban oponer resistencia al aire para producir lo que a esta altura
y tratándose de mí hubiese sido un milagro: la fonación.
De modo que me
acostumbré a hablar por señas y
comunicarme lo menos posible ya que el mundo se obstinaba en prescindir de mí
de aquel modo. Quizás por eso nadie oyó mis gritos. O tal vez es que ya no fui
capaz de producir sonidos aquella mañana cuando entré en la ducha y descubrí
que mi cuerpo no era capaz de desviar los chorros de agua tibia. El líquido
seguía su curso como si ningún obstáculo se le interpusiese y yo tuve la
certeza de que, con él, mi vida se estaba yendo por el desagüe.
Tu interesante historia se podría plantear como la idea de ser es percibido. Si alguien no es percibido, es ignorado, entonces correría el riesgo de no ser.
ResponderEliminarRecuerdo un capitulo de Buffy la Cazavampiros (serie que estoy viendo en youtube), un personaje se vuelve invisible, de tanto que paso desapercibido.
Los blogs son una forma de ser percibido.
Les dejé un premio virtual en mi blog.
Gracias, Demiurgo querido. Puede que haya algo de Berkeley como trasfondo dle texto, o de esa dupla maravillosa que hacían Borges y Bioy y tituló con esa frase uno de sus cuentos más desopilantes. Pero fundamentalmente expresa la esencia de la condición femenina y el lugar, aveces, postergado que suele darnos la sociedad. ¡Un abrazo y nos vemos en tu blog!
EliminarGracias, Demiurgo. Puede que haya algo de Berkeley como trasfondo, o de la maravillosa dupla que hacían Borges y bioy que titularon con esa frase en latín uno de sus cuentos más desopilantes, pero también un poco de la esencia de la femineidad y del rol que a veces la sociedad nos asigna. un abrazo y te visitamos en el blog!
ResponderEliminarEva: tu narración me trasladó a años oscuros donde el pueblo era invisible a los hacedores de políticas.
ResponderEliminarGracias por tu prosa, me hace feliz cada vez que te leo.