No recuerdo con exactitud en que momento de su vida,
pero pasó un buen día que Felipe se despertó con el antojo de aprender a
manejar, así que se cambió y caminó hasta la academia de conducir más cercana
que había.
Durante casi un mes tomó clases en
un automóvil de doble comando y le fue bien, estudió el reglamento de tránsito,
la prioridad de paso la tiene... la utilización del cinturón para los que
viajan... la velocidad máxima en... hizo los trámites que le pedían y puso cara
de graduado cuando la mujer le dijo que mirá acá, sonreí nene, flash, y le sacó
la fotografía para el carnet de conducir que minutos más tarde quedó guardado
en la billetera de cuero marrón que alguien, tal vez tía Adela, le regaló en la Navidad de sus quince años
(para las mujeres una fiesta o un viaje y para los hombres una billetera o
medalla bochornosa).
Así, Felipe comprendió que lo único
que le faltaba para poder ejercer su función al volante, era un auto propio o
prestado. Como no tenía plata para comprarse uno, esa noche le dijo a papá si
le prestaba el suyo, le dijo que volvería temprano, que nada más era cosa de ir
a dar una vuelta por la ciudad a ver que se veía. Papá le dio las llaves y le
dijo que tuviera cuidado, que la calle era una selva y que nadie adivinaría
nada, que no había que confiar en la decisión acertada del otro porque así es
como ocurren los accidentes, bla, bla, bla. Felipe salió a las diez, encendió
el motor y se marchó solo, bajando un tanto así la ventanilla para que los
vidrios no se empañaran puesto que era invierno, no sé si julio o agosto.
...A las once de la noche ocurrió lo del diluvio...
La
lluvia comenzó a caer de a poco, al principio fue suave, pero luego se desató
en un llanto de zarabanda y la calle se hizo cauce y las esquinas se
transformaron en rompientes o arrecifes de adoquín. Felipe debió estacionar, se
le hacía muy difícil atravesar el agua sin sentir miedo o precaución, sin ser
consciente de la peligrosidad en la que se iba introduciendo. Algunos pocos
colectivos circulaban empapados y dejaban una estela de barco por detrás cuando
se desplazaban, bastaba también un fugaz instante para observar cómo las gotas
caían de boca contra la trompa de esos colectivos y morían calcinadas y se les
alejaba la esencia en forma de un vapor sucio y dilatado, el alumbrado público —las lámparas
ambarinas de cable a cable— se sacudía en un vaivén de ira y
las alcantarillas eructaban su mugre y su barro junto a las tormentas de otra
época, a las tormentas viejas y podridas de anteayer que ahora conseguían
reflotar sobre el asfalto como el río sobre el río, y coreaban a toda voz en
una lengua de borborigmos desiguales una canción que podía hasta con la
presencia incuestionable del viento enloquecido.
No
habría noche, ni vuelta ni debut en el auto de papá. Eran ya las doce y nada
parecía cambiar, salvo el nivel del agua y los primeros rumores de amenaza: el
río comenzaba a violar los burletes de las puertas y la alfombra se mojaba,
después la punta de los pedales, el matafuegos, y al poco tiempo la parte de
abajo de los asientos que iban goteando un final inminente.
Felipe se quedaba mudo y sordo, ya
sin temor, producto tal vez de una inexplicable resignación, sin saber qué
hacer, inquieto y tirando de los cordones para quitarse las zapatillas.
Entonces se miraba los pies que estaban arrugados por el frío, que estaban
húmedos y ásperos y arcillosos y no parecían pertenecerle. Encendía la radio y
el auto se llenaba de música y de murmullo. Sonaban las canciones y el ruido de
afuera se disimulaba.
Tal vez el espanto o la
desesperación de estar así, siendo atacado por la incertidumbre con que el
futuro quiere contagiarte, Felipe, te obliga a llorar. No, Felipe no llora
porque prefiere escaparse de sí mismo, se desprende de su propia circunstancia
y deja el cuerpo en el asiento reclinado del auto y se va pero se queda.
Felipe piensa y se ve y vive otra
cosa. No se trata de una acción voluntaria, algo lo tira y lo empuja hacia ese
lado: Felipe cruzará la línea lateral de esta viñeta —sin saber que
lo hace— y abandonará su historia para realizarse en otras
sensaciones más propias del Flap, más características de su arte rebuscado, más
de eso que hace que él sea quien es y no un cualquier Felipe del mundo.
Imagina esto: puedo estar ahí, en
ese auto, dejando que el agua vaya trepando y arañando lo que hay adentro,
puedo dejar que el parabrisas se empañe y escribir con este dedo índice mi
lápida "En este lugar descansará por toda la eternidad el cuerpo del artista
ahogado, por siempre comprometido y depositario del arte de vanguardia. Helo
aquí a Felipe Flap, retrato fiel del desprendimiento material, eximio
manifestador de la hipocresía social con su obra simplista: ´Mi vida a cambio
de nada`, (elementos utilizados: un automóvil, litros de agua, una existencia
pasional, una inexistencia necesaria)".
O puedo ser paciente, imaginar que
la ciudad es una piscina gigantesca y que alguien —quizás alguien— quitará el
tapón de goma redondo que es tan grande como la piscina circular de una casa,
en el momento justo, antes de que el agua me invada la nariz y la boca, porque
yo no voy a salir, yo no quiero salir, bendita sea mi ocurrencia flamante.
Entretanto a Felipe lo ataca la magia
poderosa y se inventa un nuevo destino: ahora voy a quedarme acá, esperando y
esperando, voy a dejar que el agua suba lo suficiente como para que el auto
flote, entonces voy a perderme por donde quiera la corriente, voy a navegar al
remolque sin remolque, voy a recorrer la ciudad o los caminos y no me voy a
detener porque no hay nada interesante que ver o que comprar.
La gente pasará y un hombre con un
paraguas rojo doblará en la esquina y me saludará desde lejos y yo asentiré con
la cabeza; así, andaré extraviado, ya sin refugio en ninguna parte, ya sin
lugar ni destino, seré el viajero flotante al que todas las ciudades esperarán
ver pasar, o llegaré después a la orilla de un río o un mar o un bañado
abandonado y me adentraré y me iré, quizás a otro país o continente o me
quedaré varado en un desolado banco de arena sorpresa, y a lo último sabré que
no ha sido en vano naufragar dentro del propio mundo, y a lo último comprenderé
que para naufragar no nos es tan necesario el mar y la balsa y la angustia de
estar solos y el pescado podrido o la brújula o la esperanza que nos abandona o
la experiencia divina de ver a la luna, recostada sobre el horizonte, exhalando
niebla y poniéndose opaca tras la nube, tras la niebla, tras la lluvia y el
viaje, alrededor del mundo, montado sobre el techo del auto de papá, descalzo,
haciendo crujir un poco los dedos de los pies, como si sintiera placer, como si
no estuviera adentro del auto y de golpe el sol levantara la bruma de la
mañana, levantara a las viejas de los barrios estrujando la ropa, levantara a
las hojas del piso y la mugre y el barro y el olor a grava húmeda, charco aquí,
charco allá, a papá no le va a gustar que se me haya hecho tan tarde. Pero si
supiera que he viajado tanto y en tan poco tiempo, estoy seguro de que me
felicitaría.
Un señor grande, sin rostro creíble
porque no lo tiene y con un paraguas rojo, golpea la ventanilla:
—Joven, ¿está
bien? (¿de donde habrá salido la voz si no
hay cara y por lo tanto tampoco boca?).
Felipe hace como si no lo viera,
desciende del auto y se aleja cantando cualquier cosa, porque muchas veces
cantar, es lo mejor que uno puede hacer cuando empieza el miedo, la descreencia
y la locura.
(*) Seudónimo
de Mariano Catoni
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