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martes, 25 de marzo de 2014

ONCE MINUTOS Y SE ACABÓ, por Salvador Alario Bataller, de Valencia, España


DE…, CUENTOS MENGUANTES, relatos de fantasía y misterio, Salvador Alario Bataller, lulu.com, Rockville. USA:

1 Tengo delante de mí el revólver con el que, dentro de once minutos, me pegaré un tiro. ¿Por qué once minutos y no cinco, tres o nueve? No sé la respuesta, siempre me gustó ese número.
Me imagino el proyectil entrando en mi cabeza, reventándola, la deposición blanda de la sangre y los sesos en el suelo (plof, plof, plof…), la gran hendidura humeante en la sien, el cráneo resquebrajándose, hueso y piel abriéndose como una granada. No me conmociona.
2 Tengo de todo, pero el suicidio para un hombre que lo tiene todo no supone un acto aberrante. Lo hago por el vértigo del vacío.

La cena fue opulenta, opíparo preámbulo para el viaje definitivo. Después me senté en el sofá y abrí la caja de barbitúricos. Me serví otra copa. Sentí que mi casa era una sepultura. Creí percibir el olor del incienso y tuve ante mis ojos, muy brevemente, la desolación de un viejo camposanto… No sé cuantas copas y pastillas he tomado, aunque todavía no noto ningún efecto.

3 No nací malo, eso es de cajón. Tampoco tuve una infancia traumática, ni una juventud especialmente desgraciada. Simplemente era un vago y me gustaba demasiado el dinero, y lo que proporcionaba. Bastó que me brindaran la oportunidad. No soy como los otros, no siento como las demás personas. Tampoco soy ningún psicópata ni nada por el estilo, simplemente realizo un trabajo sucio en el contexto de una organización determinada.
4 Ayer, antes de que el vacío me abrumase, mientras me acercaba a la finca, tuve una sensación extraña, la certidumbre de que un ciclo se acababa y comenzaba otro, con lo cual mi vida cambiaría inexorablemente. Fue la misma sensación que tuve hace años cuando comencé a trabajar con Eskurra, el jefe supremo. Resultaba evidente donde me había metido y no había vuelta atrás. Tenía dieciocho años recién cumplidos. De la mano de Román me inicié en el trabajo. Recuerdo que me afeité con esmero, mientras él, perfectamente trajeado, me observaba, un tipo bronco, al que todos respetaban y temían. Me tuvo simpatía desde un principio. Me había dejado perilla para endurecer mi cara y el rostro de muchacho agrio que el espejo me devolvió me dio confianza, aunque habrían de ser los actos los que irían maliciando con los años cada uno de mis rasgos. Desde el asesinato a la tortura, todo lo llevé a cabo sin la menor vacilación. Con el tiempo me fui desprendiendo de tripas, dudas, remordimientos.
-Esto es como una rueda que no para, al final da igual ocho que ochenta -me dijo Román un día-, acabas perdiendo el alma.
5 Asesiné al poeta y al ignaro, a la virgen y a la ramera, al mísero y al rico, y ahogué la inocencia más pura bajo el almohadón de plumas. Eskurra me lo ordenó y yo, sin la menor conmoción, lo hice. Matar me excitaba, me daba una vida que no podía encontrar en las cosas normales, en todo aquello por lo que viven y trabajan los otros.
6 Recuerdo cuando Román murió. Rumio angustiosamente ese día maldito. Actué raudo, no deseaba mantener ninguna conversación con él, tener que mirarle a la cara antes de matarle. Prefería entrar y acabar rápido. Conocía perfectamente sus costumbres, habíamos compartido piso durante los últimos siete años. Era lo más parecido a un amigo con que me había tropezado en toda mi vida, tal vez un hermano mayor e incluso un padre. Todos estos sentimientos me los fue inspirando poco a poco, a través de nuestra relación profesional, aunque nuestro trabajo ponía un límite para ciertas cosas, una frontera que uno no debía rebasar. Lo único importante era el trabajo en sí y, claro, el dinero.
7 Abrí el portón principal y me metí en la finca. Pulsé el botón del ascensor. Esa tarde me llamó Eskurra y, con un tono de voz que no admitía apelación, me dijo lo que tenía que hacer. No sabía el motivo, solamente tenía que cumplir la orden. Entré en el piso y me encaminé al salón. Estaba sentado en el sillón (donde estoy ahora), de espaldas a mí, viendo el fútbol. Iba en mangas de camisa. Se movió y me lanzó una mirada de inteligencia por encima del hombro.
-Hola, hijo –dijo y volvió la vista al televisor.
Disparé. El tiro le atravesó limpiamente el cráneo de parte a parte e hizo añicos el aparato, que se desmoronó con un estrépito de chispas y humo. Apenas se había movido, tenía la barbilla caída sobre el pecho, pero la materia encefálica se desparramaba por el agujero como gelatina. Salí y ya en la casa de Eskurra éste me recibió con una dilatada sonrisa bajo sus ojos zainos. Me pidió que cenase con él. Después llegué a mi apartamento y me acosté. Ni me inmuté ante el hecho de que mi imagen no se reflejara en el azogue.
8 Me cuesta tener los ojos abiertos… Recuerdo cuando eliminamos a la familia de Galaola, nuestro competidor en el narcotráfico; lo quemamos vivo junto a su mujer y sus tres niños pequeños. Aquella noche, mientras me aseaba en el lavabo, creí ver, por un momento, que mis rasgos parecían desdibujarse en el cristal, que el reflejo vacilaba y se volvía más tenue por instantes… Cuando maté a Román desaparecí.
Y de repente un día, sin más, apareció ese sentimiento negro, el saber que me había vaciado, que había agotado todo mi potencial personal, que nada me quedaba por hacer, ni me interesaba. Me sentí como una mísera mota de polvo, que ya no era un hombre. Entonces, mi solución consistía en morir.         
9 Sucedió gradualmente. Al principio era como una sutil vibración en el azogue, como un parpadeo casi imperceptible en la materia pulida, un ligero decaimiento de los rasgos y, con el tiempo, un desvanecimiento gradual de toda la figura, comenzando por los rasgos más gruesos, la nariz, la boca, las cejas y los ojos. Es extraño que no me diera cuenta hasta que el cambio fue muy ostensible, una sombra primero, algo como agua que se movía en la luna después, y la nada finalmente.
Gradualmente me desvanecía, fue hace solo unas semanas cuando mi imagen desapareció en el espejo. Todo había terminado. Ahora soy un hombre sin alma, mejor dicho no soy ni siquiera un ser humano. Debo entonces acabar con todo. Un hombre no puede vivir sin su sombra, necesita una, por ínfimo que sea.
Soy definitivamente un saco roto, un hombre lleno de agujeros. Algo así no puede existir. No siento miedo, ni por asomo culpa, solamente ese vacío desolador que no puedo soportar.
10 Soy un tipo muy duro, pero no soy inconmovible. No es el vacío lo que me ha derrotado, es lo que lo ha provocado. Ahora lo veo con una nitidez meridiana. ¡Román…! Con su muerte algo se perdió para siempre, algo de importancia capital, aunque no me diera cuenta en su momento. Uno no vive solo ni en sí mismo, se necesita una figura de referencia. Todos necesitamos un referente por el que vivir...Lo único que tuve en el mundo fue su apoyo incondicional y estoy convencido que, a su modo, me quería. Su muerte me ha sumido en la melancolía. Eso es lo que siento exactamente, el vacío al que antes me refería nace de la pérdida. En realidad nunca tuve nada, salvo un afecto. Con su ausencia ya no hay nada que me ligue a estas cuatro piedras. Hasta las fieras tienen un padre y una madre. Este hecho me acercaba hasta hace un segundo   a los hombres, pero no me justificaba. Pero ahora extrañamente todo está cambiando. Es algo distinto de lo que experimenté frente al espejo, mientras desaparecía, una sensación de desintegración total, de no retorno.  Ahora siento que no soy, que una fuerza extraña me convierte en algo menos que una sombra, como si me diluyera Mis manos…, son como apéndices trasparente, las venas como telas de araña.
11 Hace breves instantes era un vacío triste que debía llenar con una bala, aunque ahora sé que no tendré esa posibilidad. No tengo miedo, sin embargo, tampoco pena, pero sí una agitación que me arrebata y a la vez me desvanece. Es el peor de los finales, nunca creí recibir este castigo: me diluyo en una nada absoluta, el revolver ya no será mi verdugo, ni la truculencia el pobre tributo que pagaré por mi falta, un dolor que cobardemente quise aminorar con las drogas que tomé con la monotonía de un robot. Quizás ese de dolor saldase parte de mi cuenta, la deuda de un infame. Ya no debo apresurarme, buscando que el alcohol y las drogas me den una muerte blanda e inmerecida. Ahora es peor: todo huye, desaparece…  

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