Ilustración: “Almejas”, de Beatriz Palmieri.
Llegaron los turistas, arribaron
ansiosos de mar, de sol, descanso, alejándose de la selva de cemento donde
alternan sus días entre consumo, polución y nervios que parecen mechas de
dinamita que se encienden hasta por usuales “buenos días”, casi siempre
deseados de la boca para afuera.
Se los ve tendidos como iguanas
sobre la arena recalentada y cuando el sol afloja la tensión de sus rayos,
muchos comienzan la tarea irresponsablemente pasatista que los arrastra hacia
la caza compulsiva de almejas, acción devastadora para la especie que lo único
que hace es vivir encerrada en su propia valva.
(Casi orgullosamente encerrada,
como tantos humanos)
-Triste la vida de la almeja,
pienso. Condenada ad eternum (o hasta que el hombre disponga lo contrario) a
alternar sus días entre las aguas saladas y las arenas, ordenada, obediente,
sumisa, aún ante el riesgo de convertirse en un recuerdo pretérito.
Tanto habrán insistido en la idea
de que su vida debe esquematizarse bajo la consigna “del mar a la arena, de la
arena al mar” que omitieron el principio ineludible de la organización, el
reclamo, la lucha por la propia supervivencia.
El hombre, hecho a imagen y
semejanza de algún dios, aunque según dicen, no supo interpretar la última
parte de la obra y la adaptó a su manera, está depredando a esos moluscos
bivalvos que cumplen a rajatablas el mandato.
(¿Se entenderá algún día que la
endeblez de los débiles es el motor fundamental, posibilitador del crecimiento
de los fuertes?)
Y así transcurren las almejas sus
últimos momentos ignorando la inminencia de su propio extermino.
-Triste el destino de la almeja,
sigo pesando. Rutinario su corto camino estéril que no las conducirá a ningún
puerto seguro, apenas a su propio agujero arenoso.
Continuará el viaje atemporal del
molusco rumbo al pozo oscuro hasta que la irresponsabilidad –propia y ajena-
decida lo contrario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario