A los veintisiete me echaron,
de forma casi simultánea, de las dos costumbres que ocupaban la mayor parte de
mi prolija vida. La primera, una relación; la segunda, un trabajo. Así que
mientras buscaba departamento y me fumaba los ahorros de cinco años que se iban
por la cloaca de los recuerdos decidí ejercitar la escritura, estirar las
patitas de la prosa, renguitas y atrofiadas por un lustro de escritorios más o
menos asépticos y dura puntualidad. Mi sueño (ya sé, suena un poco ridículo)
era ser escritor. O al menos lo había sido hasta que la vorágine de la
redacción a la que me uní a los veintidós comenzó a chuparme la vida.
Cinco años después, libre a la fuerza, hice un viaje a
Europa del que casi no me acuerdo.
A miles de kilómetros todo resulta más claro, como si lo
vieras dos años después. Es comprensible, el tiempo es una forma de distancia y
viceversa.
En París concebí a la torre Eiffel menos espectacular que
en las películas. De Barcelona recuerdo una enorme puerta, inclinado en sus
escalones vomité el alcohol de toda la noche y las penas de todo el mes. Al día
siguiente, partido al medio por la resaca, me sentí renovado. Setenta y dos
horas más tarde estaba otra vez en mi querido Montevideo. Una hora después, en
el hospital.
Me dijeron que volé dos metros por encima del utilitario
que me llevó puesto. Me lo dijeron saboreando la exactitud; como si
secretamente alguien apuntara un registro de los récords a los que, debido a mi
pobre desempeño, mi acceso permanecería vedado.
Sorprendentemente, al menos para mí, la primera en venir
a verme fue Marcela. No era extraño en realidad, en el fondo de mi billetera
todavía conservaba, anotado en una tarjeta, el teléfono y la dirección del
departamento que hasta hace poco habíamos compartido (uno mantiene la ilusión
de que, en caso de perderse, la billetera será hallada por el último hombre
íntegro). Se mostró maternal y de buen humor, hizo algunos chistes y después se
limitó a sonreír comprensiva cuando llegó mi vieja, llorando como si no hubiese
un mañana.
Al día siguiente la visita de Marcela se repitió y
también los días sucesivos. Vinieron las intervenciones para reconstruir lo que
antes habían sido un par de piernas y ella continuó visitándome, con una
fidelidad que envidiaría mi yo de hace un año.
Por pedido mío me traía hojas y lápices para escribir.
Tuve que entrenar la mano derecha, pues soy zurdo y mi mano buena no era
precisamente un baluarte de la salud: algunos dedos rotos, algunas fisuras en
los huesos del brazo. De milagro nada más.
En el hospital, con medio cuerpo inútil; entre los sueños
absurdos que provoca la medicación y los cuidados de una mujer a la que había
considerado el amor de mi vida, compuse mi primer libro de cuentos. Lo había
pagado con unos cuantos huesos, con tres entradas a esa carnicería moderna que
es el quirófano (a mí no me la cuentan, yo estuve ahí) y hasta quizás con
algunos años menos de vida. Pero era mío. Y era bueno.
Me perdí entonces en otros sueños, en los que nacen de la
vigilia. Imaginaba ya a mi editor como a un cincuentón agradable, un poco
parlanchín, pero bueno para reconocer el talento. Imaginaba la portada azul
oscuro del libro, quizás sólo para distraerme de tanto blanco. Me imaginaba
firmando ejemplares en alguna librería o en la presentación. Pero cuando
intenté imaginar a Marcela, al lado mío, no pude.
Desde el inesperado reencuentro en ese anémico cuarto de
hospital no habíamos hablado ni una vez de nosotros. A veces surgía un recuerdo
gracioso, fósil viviente de lo que parecía una vida anterior. Como la vez en
que se cayó de la bicicleta, entonces
ella reía con ganas y yo me contenía para que los sacudones de dicho ejercicio
no me trajeran más dolores que los necesarios. Naturalmente, al verme la cara
deformada por la risa que trataba de evitar, ella reía aún más. Ambos, yo
postrado como una semi-momia y ella haciendo de enfermera, habíamos encontrado
una mediana y sincera felicidad.
Como ya dije, la decisión de terminar la relación se
había tomado de forma unilateral, básicamente, Marcela me había despedido.
Supongo que se había cansado de mí; es raro que a uno lo dejen de querer, pero
es fácil que lo dejen de amar. Tal vez por miedo a la respuesta nunca le
pregunté si había conocido a otra persona. Esas cosas pasan: vas tranquilo por
tu vida de pareja y sin haberlo pedido conocés a alguien interesante. Esa noche
soñás con él y chau… todo se empieza a caer. Me ha pasado. Tal vez, tantos
cuidados de su parte no fueran más que para lavar alguna culpa. En todo caso,
era un buen momento para averiguarlo.
Cada vez que terminaba un cuento ella era la primera en
leerlo. Era mi “lectora ideal”. Decidí que escribiría un último cuento, sólo
para ella y para mí.
Me tomé mi tiempo. Había comenzado con los primeros pasos
de la rehabilitación. Primeros pasos literalmente. Marcela me animaba y me daba
un profundo abrazo después de cada logro, uno de esos abrazos en los que parece
que el otro te quiere meter bien profundo suyo, hasta el corazón, hasta el
borde mismo del alma, si es que tal cosa existe (yo, que he dado y recibido
esos abrazos, sospecho que sí). Trataba de disfrutar cada segundo que pasaba
con ella. Antes de dormir, en la más absoluta soledad, escribía.
Fue una de las mejores épocas que pasé con Marcela. No
había discusiones sobre dinero, no discutíamos sobre las muchas o pocas ganas
que teníamos de ir a ver tal o cual película al cine. No discutíamos sobre la
disponibilidad sexual del otro. En suma, era la relación ideal.
El cuento avanzaba lento pero preciso, me ocupé de elegir
bien cada palabra. En ocasiones escribía apenas dos renglones por noche y al
día siguiente, lo mismo que Penélope, deshacía mi tejido. Arrancaba las hojas y
volvía a empezar. Hay muchas formas de engañar a la esperanza, la mía no era
para nada novedosa. Sin embargo, tarde o temprano, Ulises ha de regresar a su
patria.
Un domingo tuve que terminar mi cuento. Era breve,
demasiado para el tiempo que me había llevado: poco más de cuatro páginas. Me
gustaba ese cuento, pero su propósito era otro. Se lo entregué un lunes por la
mañana, le hice prometer que no lo leería hasta la noche, cuando estuviera sola
en el departamento que había sido de los dos. Me ocupé de que fuera el mejor
día desde el reencuentro, la hice reír todo lo que pude y memoricé tanto como
me fue posible cada gesto suyo, cada sonido de su voz segura y hasta un poco
masculina. Nos despedimos al atardecer con uno de esos abrazos y simplemente
esperé.
Dormí tranquilo. Soñé esa noche con mi viaje a Europa,
con situaciones que no estaba seguro de haber vivido, pero que tampoco podía
descartar como irreales.
A la mañana siguiente mi vieja llegó con un par de hojas
en la cartera. Marcela se las había alcanzado unas horas antes para que me las
devolviera. Eran el cuento. Al pasar los días dejó de preguntar la razón de por
qué Marcela ya no venía a verme. Habrá imaginado, aunque tarde, que la
respuesta me era dolorosa.
El cuento, como toda la literatura, no era más que un
fractal. Lamento hacerla complicada, pero el que sepa leer, leerá el cuento que
le escribí. Originalmente no era una historia para publicar, pero me gustó y lo
añadí a la pila que ya tenía, justo al final, como cierre. Lo llamé “La otra
distancia”.
Mi libro vio la luz seis meses después y se vendió muy
bien. Pobre retribución por tantos cuidados, se lo dediqué a ella.
(*) Seudónimo de Hernan Ocampo
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