No solamente don
Benito, mi último compañero, o la entrañable doña Paquita, recibían visitas de
parientes, deudos y amigos. A veces, aunque muy de tarde en tarde, también las
recibía yo. Mis hijos, afortunados ellos, están trabajando fuera del país. El
otro día vino a visitarme el mayor produciéndome una gran alegría. Pasamos el
día juntos. Y me trajo un regalo. Me contó que una mañana, paseando, en una
librería de Alemania se tropezó con un libro, en latín, que recordaba haberme
visto leer en más de una ocasión en casa. Lo compró y me lo trajo. Estos días
lo he vuelto a leer. Es un libro sencillo, pero muy ameno. Y tras él se
escondían aquellas intensas horas de estudio, cuando todavía estábamos juntos
los tres en la misma casa. Me concentré de tal forma en la lectura, en sus
recuerdos y evocaciones, que ni salía a pasear ni a hablar con mis compañeros.
Estos se alarmaron, sin motivo, y se me presentaron en la habitación una mañana
bien temprano.
-A ver, ¿qué le pasa
a usted? -me dijo doña Paquita apenas abrí la puerta. Haciendo la pregunta se
me coló en la habitación seguida de don Benito.
-Nada -contesté un
tanto sorprendido-. Que de nuevo -me justifiqué comprendiendo enseguida por
dónde iban los tiros- he sido vampirizado por el latín.
-Y eso -dijo don
Benito sentándose en mi silla- que dicen las malas lenguas que en la cocina
española hay demasiado ajo.
-Pero en las comidas
de aquí no ponen ni ajo ni cebolla. Así que no nos sirve como antídoto para
este señor -dijo doña Paquita señalándome.
-Tengo que decir en
mi favor, y en el de los vampiros, que he abierto la ventana yo; y que he sido
mordido y vampirizado porque lo he consentido. No he sacado ni crucifijos ni
ajos. Ni los voy a sacar.
-Pero eso no es razón
-dijo doña Paquita- para olvidar a los amigos. Usted sabe que nos podemos ver
después de cenar. No lo va a matar la luz del sol por estar con nosotros a esas
horas.
-Tiene razón. Máxime
-añadí siguiendo la broma- cuando todavía no me han salido los colmillos.
-Todo se andará
-intervino don Benito.
-Hemos venido a verlo
-doña Paquita se sentó en la butaca de lo que yo acababa de retirar unos
libros- porque nos tenía usted preocupados...
-Y también -la
interrumpió don Benito- porque queremos saber la opinión de un humanista como
usted.
-No me diga eso -dije
sentándome en una esquina de mi cama-. Qué más quisiera yo; ser un humanista...
el sueño irrealizable de una vida.
-¡Hombre! -exclamó
doña Paquita- yo creo que sí que lo ha conseguido. Pocas personas tienen su cultura
y su saber...
-¡Bobadas! -la
interrumpí-. No he hecho nada que no puede hacer cualquier persona.
-Creo que fue William
Faulkner -intervino don Benito- quien dijo que el genio se compone del 10% de
talento natural y del 90% de trabajo. Y a la gente no le gusta mucho trabajar.
La inmensa mayoría de las personas son imbéciles y acomodaticias. ¿Qué van a
obtener siendo así? Nada.
-¿Sería posible
-preguntó doña Paquita enfadada- que hiciera usted críticas sin insultar a
nadie?
-Perdóneme. Lo
intentaré.
-Bueno -dije yo
intentado desviar la conversación- ¿Y a qué se debe el honor de esta visita?
-A que estábamos
preocupados por usted...
-Y -la interrumpió
don Benito- a que queremos saber su opinión. La señora y yo -dijo señalando a
doña Paquita- hemos tenido una fuerte discusión sobre el tema de actualidad.
Durante unos segundos
me quedé esperando que don Benito o doña Paquita fueran más explícitos. Pero
ambos se quedaron callados, como perdidos en sus propios pensamientos.
-¿Y qué tema es ese?
-quise saber.
-La posible
independencia de Cataluña -dijo raudo don Benito-. Doña Paquita está en contra,
por supuesto. Y yo quisiera que algo en este país fuera independiente para
poder emigrar y marcharme.
-Para eso no hace
falta que Cataluña se separe de España: se puede ir usted a Portugal, que ya se
segregó en su momento...
-¡Muy bien dicho!
¡Sí, señor! -exclamó eufórica doña Paquita.
-Es decir -sonrió don
Benito- que tampoco usted es partidario de la independencia de Cataluña.
-Yo no he dicho eso.
He dicho que no sea usted demagogo. No creo que la independencia resuelva los
problemas de fondo. Grecia es independiente, como lo es Portugal e Italia...
Aunque, claro, depende de lo que usted entienda por independencia.
-Sí, -intervino doña
Paquita-, pero lo haga como lo haga una cosa le debe quedar clara: tanta
corrupción hay en Barcelona como en Madrid.
-No se lo discuto -le
replicó don Benito-, pero tal vez cambiando de sistema político, de forma de
gobierno, se pueda atajar ese cochino vicio.
-De ilusión también
se vive -sentencié yo-. ¿Recuerda usted aquel refrán de tonto es su villa,
tonto en Castilla? ¿O el otro, ese que dice de molinero cambiarás, y de
ladrón no escaparás?
-¿Me está diciendo
usted -me preguntó acalorándose- que no hay que hacer nada contra todo lo que
está sucediendo?
-¿Vale la pena hacer
algo? -contrarrepliqué.
-¡Ahora si que me ha
fastidiado usted! -exclamó poniéndose de pie.
-¿Por qué? -le
pregunté sin perder la calma-. Nada más entrar aquí ha dicho usted que la base
del talento, o del genio, es el trabajo. ¿Usted cree que el país, o la gente,
va a trabajar para acabar con la corrupción? ¿Es usted tan ingenuo como para
creer que un país va a ser un país virtuoso y va a cumplir las leyes? Permítame
que lo dude. Yo creo que aquí el que no roba es porque no puede.
-Y yo creo -dijo
sentándose de nuevo- que ese pesimismo es una burda excusa para no hacer nada.
-¿Y qué quiere hacer?
-preguntó doña Paquita-. Si Cataluña hubiera sido invadida -dijo con cierta
ironía- tal vez podría usted alistarse como voluntario y dar su vida por su
independencia.
-Si eso le merece la
pena, claro -puntualicé sonriendo.
-¿Qué quiere decir
usted? -me preguntó agresivo don Benito.
-Pues que yo, por
ejemplo, de haber vivido en el siglo XIX, en la época de la invasión francesa,
seguramente hubiera luchado al lado de las tropas de Napoleón, y en contra de
los bestias de los guerrilleros y de la gente de mi país.
-¡Es usted un
renegado! -exclamó doña Paquita con rabia. Dejar a sus compatriotas por unos
extranjeros...
-No es verdad. No
señora; yo no reniego de nada. Lo que sucede, y perdóneme que se lo diga, es
que usted es muy convencional. Explíqueme, si no, por qué yo me tengo que
llevar bien, por precisión, con alguien nacido a cien kilómetros de mi casa y
por qué no con uno nacido a dos mil o tres mil kilómetros. Yo con el cura
Merino no hubiera hecho muchas migas. Y quizás las pueda hacer con un inglés
educado, liberal y culto...
-Hombre -dijo ella-
por cuestiones de lengua, tradiciones y demás. Y por todo eso que se lleva en la
masa de la sangre.
-Yo no llevo nada en
la masa de la sangre. Y la lengua y la cultura propia es una tontería más, una
de las más grandes engañifas.
-¡No me diga usted
eso! -doña Paquita se estaba enfadando conmigo- ¿Es que a usted no le dice nada
Don Quijote o la Celestina o Garcilaso?
-Sí, me dicen cosas,
muchas cosas. Y si los franceses se hubieran quedado aquí en lugar de Fernando
VII...
-¡Dios mío! -exclamó
horrorizada- ¿qué hubiera sido de nuestra cultura?
-Que se hubiera
transformado en otra cosa. Y ahora usted en vez de alabar a don Quijote me
estaría cantando las excelencias de Gargantua o de Emma Bovary. ¿Y qué? ¿Iba a
ser usted más desgraciada por eso?
-Pero hombre, nuestra
cultura...
-¿Y Fernando VII, y
las guerras carlistas, y la santa Inquisición, y el poder omnímodo de la santa
Iglesia, y la guerra del 36..?
-¡Dios mío! -volvió a
exclamar doña Paquita indignada-. ¿En medio de qué gente he caído? El uno
quiere la independencia de Cataluña, y el otro suspira porque Napoleón no llegó
a dominarnos.
-Y usted es la buena
y la patriota -exclamó don Benito con sarcasmo- porque quiere que Inglaterra
nos devuelva Gibraltar.
-No me esperaba -me
dijo doña Paquita sin hacer caso de las palabras de nuestro compañero- que
dijera usted esas cosas sobre la lengua y la literatura.
-¿Y qué cosas he
dicho, doña Paquita? Aquí hubo una época en la que a la gente se hinchaba la
boca diciendo que Séneca era español, y que España había ofrecido emperadores a
Roma, y no sé cuántas tonterías más. Estará usted acuerdo en que Séneca hablaba
el latín, como Marcial... Y hoy en día muy pocas personas leen al español
Séneca en su propia lengua. Y además, es curioso: se consideraba a Séneca
español, pero no a Al-Mutamid o a cualquier judío... Esto de las nacionalidades
y los nacionalismos es una tontería como otra cualquiera. Se lo repito.
-Entonces usted
considera que aquí nos podemos independizar todos...
-¿Y por qué no? ¿Cree
usted que va a cambiar algo? Dígame una cultura que no tenga un buen escritor,
o un pintor o un músico genial. Y al fin y al cabo, señora mía, siempre y en
todo lugar, y en todo tipo de arte, le estamos dando vueltas a lo mismo: al
amor, a la muerte, al odio y a pocas más cosas. ¿Qué más da que estén escritas
en francés que en ruso o en catalán? Aunque si por mí fuera, yo volvería a
implantar el Imperio romano y el latín con él.
-¿Y qué haría si un
país se le declaraba independiente? ¿Qué haría si aparecía otro Aníbal?
-Nada. No haría nada.
Aunque, claro, tampoco hubiera hecho nada por llevar el latín más allá de sus
fronteras naturales... Es decir, la civilización en mis manos hubiera sido un
desastre, no hubiera llegado a nada... Tal vez seríamos todavía ahora un grupo
de pastores; y nosotros tres -dije abarcándolos con la mirada- hace años que
estaríamos muertos y enterrados.
-Yo no puedo
compartir su fatalismo -dijo doña Paquita levantándose y yendo hacia la puerta.
-No lo haga; pero no
se enfade conmigo. Lo único que nos queda es nuestra amistad. No la eche por la
borda por cuatro tonterías. Así que vamos a tomarnos un café. Hoy invito yo.
Pero eso sí: me reafirmo en mi idea de reimplantar el latín.
Sin más se levantó
don Benito y salió. Luego lo hice yo. Doña Paquita se puso entre los dos, nos
cogió del brazo, y yendo así, cogidos los tres, nos dirigimos a la máquina de
los cafés y la sacarina.
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