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viernes, 28 de junio de 2013

LLAMADAS DESDE EL QUINTO, por H.R. Malkiel (1), de Buenos Aires. Argentina


Mariano apura lo que queda del café y vuelve a revisar que la Beretta esté cargada. Es la quinta vez, pero siempre tiene que volver a asegurarse, un poco por la manía, y otro poco porque es una buena forma de mantener las manos ocupadas. A las tres y media, si el teléfono interno vuelve a timbrar, subirá hasta el quinto piso y vaciará el cargador sobre lo que sea que haya al otro lado de la línea.

Pobre Carla, piensa, con sus cabellos ondulados que parecían peinados por el mar. Con su sonrisa hermosa en el edificio más feo de Belgrano. El mundo sabe como organizar contradicciones. No importa, porque él subirá, por las escaleras o por el ascensor (carajo, si hasta subiría trepando por los balcones si hiciera falta), y cuando llegue, arreglará toda contradicción con la certeza de una bala. Quita el cargador y observa la bala que va a utilizar, la primera, redonda como la cúpula de Santa Sofía; detrás de ella sus hermanas, y si pudiera verlas a todas desde la misma perspectiva le parecerían un collar de perlas. Vuelve a poner el cargador, sexta vez. Mira sobre su taza de café, a través de los amplios vidrios (piensa en cristales, pero estos son vidrios, o lo que sea que es el blindex) la calle oscura como una boca de muerto, cada tanto iluminada por dos dientes brillantes, las luces de un auto que acelera y se pierde buscando el oasis de alumbrado público, brillando en la noche como un incendio forestal.
Afuera la ceremonia de los grillos, las ventanas de los alrededores como lámparas chinas, y que sugieren el encendido de cientos de velas en todo el barrio, y cada tanto el movimiento fugaz de alguna linterna, dibujando a contra luz siluetas malhumoradas. Fantasmas de Buenos Aires, piensa sobre las siluetas. Pero también sobre aquello que lo aguarda en el quinto piso, y mira la Beretta con repentina desconfianza, porque después de todo ¿de qué le sirve una pistola (resplandeciente como un adorno de navidad) si aquello no tiene carne? Tal vez debería pensar en otra cosa, reconsiderar todo el asunto; lo mismo que en un partido de ajedrez, pensar todo de antemano (peón e4), no subir tan precipitadamente y hacer algunas consultas (alfil c4), informarse todo lo posible, ver a algún espiritista o algo así (dama h5). No sabe, y lo exaspera comprobar que no sabe (dama f7, jaque mate en tan solo cuatro movimientos).
Pero Carla… blanca como una hoja, peinado marino, sonrisa amplia, sonrisa segura (dulce y hasta un poco insinuante). Carla perdida, y por su ridícula culpa, sus ojos color miel tal vez abiertos de forma desmesurada y horrorosa, han visto lo que pronto verá Mariano, y funcione la Beretta o no, va a vaciar el cargador sobre lo que haya delante. Diez disparos, con eso podría deletrear dos veces su nombre: C-a-r-l-a. Y tal vez lo haga.
Se sienta y enciende un cigarrillo, y el dibujo del humo en el aire parece vivo, pesado, sacudiéndose como una lombriz desenterrada, ciego en el aire, doloroso en el aire, desapareciendo. Un patrullero pasa como un perro perdido. Ayer mismo vino a verlo, a preguntarle si sabía algo de Carla, un sargento gordo como un ánfora persa, incapacitado para perseguir al delincuente que fuese, adaptado a las míseras tareas administrativas como una ballena al mar; ridículo fuera de su hábitat. Nada, naturalmente. No dijo nada, y sabe que él no es sospechoso, sólo le preguntan porque es el vigilador del edificio (se saca una pelusa del escudo de la empresa, torpemente cosido sobre la camisa, que reza “L.O.A. Seguridad privada s.r.l.” y el dibujo de lo que debería ser un halcón debajo, y que más bien parece algo hecho por un niño, un niño con problemas de la vista) y la persona desaparecida vive en cuarto piso de ese edificio. Carla, se llama la persona desaparecida. C-a-r-l-a, repite despacio, ahora que se encuentra solo, con la oscuridad del apagón fuera del edificio y la oscuridad de sus pensamientos dentro, y besa cada parte de su nombre, mientras la pronuncia, estirando las letras en su boca, hasta que la pronunciación se vuelve incomprensible, y es preciso volver a comenzar.
Carla está muerta. Él lo sabe. No ha visto su cuerpo. No la ha matado él. Pero él lo sabe, así como sabe que azul y amarillo hacen verde. Un hecho de la vida que nadie se atrevería a discutir, si pudiera discutirlo con alguien (quizás un daltónico, esperanzados por antonomasia, juguetes hermosos).
El quinto piso lo llama a las tres y media, como sucede desde hace dos semanas, utilizando el teléfono. Pero ahora mismo son las dos y el llamado es un susurro, algo sutil, lo que es una sonrisa a una carcajada. Una intención de llamado, anticipación, movimiento previo, impulso… y los pensamientos de Mariano son animales extraños, criaturas irregulares, salpicados se sustantivos en marea creciente, cardúmenes oscuros, imágenes inconexas. Es el miedo.
Dos semanas atrás Mariano deja su escritorio, a las tres y diez de la mañana. Sube hasta el cuarto piso, mientras todos duermen, mientras todos menos Carla duermen. Mariano es soltero, Carla es soltera; la única transgresión consiste en dejar desatendido su lugar de trabajo para subir hasta el cuarto piso y pasar con Carla una hora, o dos, y si puede tres. Para sacarse el uniforme de vigilador y ponerse el uniforme de amante, ligero como la desnudez, y su cama es cómoda y tibia como su cuerpo, como los besos de Carla, como sus manos, sus ojos color miel, su pubis color olvido, sus palabras color recuerdo. Carla es tibia como renacer y su cama siempre perfumada. Hay algo de incipiente amor, algo de felicidad y de promesa. Y Mariano no puede negar que termina su turno en el trabajo totalmente satisfecho de la vida, quizás hasta impaciente por verla esa misma tarde, donde sea que arreglen para verse. Mariano regresa a su escritorio luego de la cama de Carla y de Carla, y todo parece marchar bien. Sale por la mañana cuando termina su turno. Vuelve por la noche cuando comienza su turno, cuando el día ha dado un giro de doce horas. Y al llegar se encuentra con que el viejo del quinto ha muerto la noche anterior. Lo hallaron en su departamento que ocupa todo el quinto piso, el último, muerto (ataque cardíaco), y el teléfono descolgado a su lado, intento vano de pedir ayuda (ve por primera vez al sargento gordo, como un ánfora persa, piensa Mariano, quien jamás en su vida ha visto un ánfora persa, pero que suena como un objeto “gordo”). Minutos después Mariano piensa que tal vez el carácter de inutilidad en aquel frustrado pedido de ayuda no se deba a que el viejo no hizo tiempo de llamar, sino porque intentó llamarlo a él, a Mariano, que a esas alturas estaría con Carla, con la suavidad de Carla, con la tibieza de Carla. Carla en su boca y él en la suya, y el mundo en ningún lugar. Piensa Mariano lo que no debe pensar, y lo que sabe que jamás a va contarle a Carla, lo que cree que pudo haber sucedido. Esa noche se disculpa, le dice que tal vez pase su supervisor por la entrada del edificio, y que debe quedarse en el hall toda la noche. Una porquería, sí, porque se muere por estar con ella, que va a ser, cosas del trabajo. Pero el supervisor no va a acercarse esa noche, y el sólo quiere estar allí, con sus pensamientos, porque se siente culpable de lo que tal vez haya pasado. Es curioso, porque hay muchas cosas por las que Mariano podría sentirse culpable, pero lo que le molesta es la posibilidad. Quizás, lo que le molesta es la incertidumbre, el no saber.
A las tres y media el teléfono suena por primera vez. Mariano se inclina sobre el aparato como un sauce a orillas del río Lujan (cree recordar uno en su infancia, en algún paseo, incierto como el pasado o como el futuro). Y Mariano se sorprende cuando observa y ve que una luz roja parpadea sobre el número cinco. Al principio no comprende, mira la luz que se enciende y apaga y le parece que está dormido. Entonces el teléfono vuelve a timbrar y Mariano se pone de pie con un salto. Parpadea, la luz del quinto, y Mariano sabe que no hay nadie en el quinto; pero ese nadie lo está llamando, ese nadie quiere hablar con él. Y antes de que el teléfono timbre una cuarta vez, se detiene, y el número cinco se apaga finalmente, como una luciérnaga cuando llega el día. No piensa nada en ese momento, o piensa cosas que no entiende y olvida que las ha pensado. Se sienta y fuma, enciende la radio y observa a través del blindex (cristales, vidrios) hacia la calle, mientras en la vereda de enfrente un perro revuelve una bolsa de basura, y más allá, una persona revuelve otra bolsa de basura, y más acá, la madrugada revuelve en el estómago de Mariano, que no puede más que inclinarse y vomitar. Y de su estómago vacío expulsa miedo y alguna temprana taza de café, y por fin vuelve a sentir que otra vez está en control de su cuerpo. Así comienzan dos semanas de llamadas telefónicas, siempre a las tres y media de la mañana. Mariano sabe que no puede decírselo a Carla, ni a nadie, y pone como excusa que están en una época de evaluación en el trabajo, y que no puede verla por las noches porque tal vez el supervisor aparezca justo en ese momento. Se conforman con verse por las tardes, o con desayunar juntos por las mañanas, luego del turno de Mariano, pero Carla sabe que hay algo detrás de cada mirada, detrás de cada palabra que Mariano no se atreve a pronunciar. Su rostro es un cristal espejado, detrás de él hay otra vida, otros sucesos, otras preocupaciones, pero ella no alcanza a verlas. Mariano niega, pero es tonto para mentir, y ella se preocupa porque cree que se trata de su relación. Todo está bien, le dice él. No piensa mucho, ni piensa nada, sólo oye el timbre del teléfono, sólo ve el número cinco parpadeando cada noche, a las tres y media, y se pregunta si algunas cosas tienen fin.
Faltan dos días para el miércoles, y el miércoles serán dos semanas. El lunes por la mañana sale del trabajo, se verá con Carla esa misma tarde, pero ahora es la tarde y Carla no llega. Tal vez esté ocupada, tal vez esté enojada, tal vez ambas cosas, y eso explicaría porque no le ha avisado que está ocupada. El lunes por la noche comienza su turno, intenta llamarla pero no le atiende; tal vez esté muy enojada. Sale del edificio el martes por la mañana y aún no sabe nada, ni la palabra “quizás”, ni la palabra “nada”. Regresa al edificio el martes por la noche y encuentra un patrullero en la entrada, ostentando sus luces azules que le dicen al vecindario: “a veces estamos”. Ve por segunda ocasión al sargento gordo. Mañana serán dos semanas, y habrá engordado aún más. Lo interrogan, pero sabe que él no es sospechoso, sólo le preguntan porque él es el vigilador del edificio y la persona desaparecida vive en el cuarto piso de ese edificio. Carla, se llama la persona desaparecida. Los policías se van, el sargento gordo ha encontrado la forma de acomodarse dentro del patrullero (si hasta el mar cabe en un vaso de agua) y se ha marchado, sin ganas, como llegó. Mariano hace un gran esfuerzo por no llorar. Después de medianoche, cuando sabe que todos los inquilinos y propietarios están en sus camas, rompe en llanto, o el llanto lo rompe a él.
No fue culpa de Carla. Mariano desatendió su puesto de trabajo y el viejo del quinto piso murió, intentando llamarlo. Lo que haya quedado en el quinto piso después de esa muerte cree que es culpa de Mariano, y estuvo llamándolo para ajustar cuentas, casi dos semanas. Pero él no ha subido, a pesar de la insistencia, y ahora eso ha encontrado la forma de obligarlo a subir, porque eso se ha llevado a Carla, y sabe que por ella Mariano subirá las escaleras, o el ascensor (carajo, si hasta subiría trepando por los balcones si hiciera falta).
Mariano sabe que va a subir, pero al mismo tiempo sabe que Carla ya está muerta, lo sabe del mismo modo en que sabe que azul y rojo hacen violeta. Subirá, pero no esa noche. Esperará a la noche siguiente, porque cuando termine su turno irá a casa, dormirá, y volverá con la Beretta cuando comience el turno del miércoles, y a las tres y media de la mañana, si el teléfono vuelve a timbrar, subirá hasta el quinto piso y vaciará el cargador sobre lo que sea que haya al otro lado de la línea, y tal vez recuerde deletrear dos veces su nombre: C-a-r-l-a.
Es miércoles por la noche. Mariano apura lo que queda del café y vuelve a revisar que la Beretta esté cargada. Es la quinta vez, pero siempre tiene que volver a asegurarse, un poco por la manía, y otro poco porque es una buena forma de mantener las manos ocupadas. El día ha sido caluroso, la red de suministro eléctrico ha colapsado y media Capital Federal (incluido el barrio de Belgrano) se encuentra sin luz. Mariano lleva cuatro años en ese edificio y sabe que el teléfono interno no funciona cuando se corta la luz. Revisa el cargador de la Beretta una sexta vez. Afuera la calle a oscuras. Un patrullero pasa como un perro perdido. Ventanas como lámparas chinas. Grillos. Sus pensamientos se agitan y revuelven como criaturas irregulares. Fantasmas de Buenos Aires.
El compromiso no se ve interrumpido por algo tan nimio como un corte de luz. A las tres y media, sin que a él le sorprenda ni un poco, el teléfono comienza timbrar. La pequeña luz roja que marca el número cinco se enciende como una chispa. Mariano respira profundamente, sabe que va a timbrar dos veces más, y espera con paciencia. No va a levantar el tubo, porque algunas invitaciones no necesitan palabras. En el silencio reinante cree que todo el edificio ha escuchado el sonido inequívoco del aparato. Toma la pesada linterna con la mano izquierda y la Beretta con la derecha, y se dirige hacia las escaleras. Sube lentamente hasta el primer piso (el tablero se despliega ante él). Vuelve a respirar profundamente y sube hasta el segundo (peón e4). De allí hasta el tercero (alfil c4). Trepa pesadamente hasta el cuarto (dama h5). Se detiene a temblar en el descanso, aprieta los ojos como si, haciendo un gran esfuerzo, pudiera despertar, pero Mariano sabe que está despierto. Se pasa la manga de la camisa por la cara, se endereza. La Beretta se siente cómoda en sus manos, está listo, y sube hasta el quinto piso y no se escucha nada (dama f7, jaque mate en tan solo cuatro movimientos).
El jueves al mediodía el sargento gordo baja del patrullero. Otra desaparición. El vigilador ha dejado todo en su lugar, el libro de actas en el escritorio, su ropa de calle en el pequeño cuarto del subsuelo que utiliza de vestuario. Simplemente ha desaparecido en algún momento de la noche. Nadie ha escuchado nada. Piensa que es la tercera vez en dos semanas que concurre a ese edificio. La luz aún no regresa al barrio, pero lo mismo el debe hacer una inspección. Esta vez, debido a que ya son dos desapariciones en tres días, le han ordenado que sea exhaustivo, eso significa revisar el edificio por completo. Se quita la gorra y observa el ascensor con aire desconsolado, se dirige hacia las escaleras y piensa que será una larga subida hasta el quinto.
(1) Seudónimo de Hernán Ocampo

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