“Perpetua” dijo el tribunal aquel día. Pero a mí me importó poco y nada, ¿sabés? Porque tengo 76 años y no voy a vivir mucho más. O por ahí sí, pero siento que aún en el penal, rodeada de putas, ladronas y drogadictas, mi libertad empieza ahora.
A veces pienso que la culpa no fue tuya ni mía, sino de la educación que nos dieron. A mí me enseñaron a ser una señorita, a agachar la cabeza y honrar a mi hombre. Cosas de otra época, no? Andá a decirle ahora a una chica de esas que salen a bailar seis noches por semana que tienen que aprender a cocinar rico, tener la casa limpita y estar arregladita para recibir a su novio o su marido.
Pero a mí desde el primero inferior me enseñaron a escribir oraciones como “Mama amasa la masa” y “Papá trabaja”. Nunca era al revés. Por eso una se acostumbró a que ustedes tenían la sartén por el mango y el mango también.
Todavía me acuerdo cuando nos conocimos en el baile de Defensores de Belgrano. Yo había ido con unas amigas y mi mamá que hacía siempre de chaperona. ¡Pobre vieja!. Se había quedado viuda a los 35 y no volvió a mirar a un hombre a los ojos. Por eso se prendía en todas. Y no es que la pasase muy bien porque ni se le ocurría pararse de la mesa, pero en el baile podía chusmear con las otras madres y disfrutar de la música que tanto le gustaba.
Fue verte y enamorarme. Eras alto, buen mozo, bien trajeado. Sabías bailar tango sin desplancharte el traje y llevarme del brazo por la calle para hacerme sentir una reina. Cierto que de entrada te mostraste celoso y me prohibiste bailar con otro que no fueses vos, pero yo pensé que era una necesidad de protegerme y cuidarme. Así que me resigné a no usar pantalones, pintarme lo mínimo indispensable y dejar de ver a mis amigas para esperarte ansiosa y con la comida lista.
Pero, fijate lo que son las cosas: jamás conseguí que me respondieses con la misma moneda. Cualquier excusa te venía bien para mandarte a mudar: a la cancha, a pescar con tus amigos, a acompañar a un sobrino del interior, de paseo por Buenos Aires. Volvías siempre tarde y “entonado”. A veces ni siquiera podías tenerte en pie y deambulabas por la casa llevándote los muebles por delante envuelto en un olor a sexo y perfume de mujer barato.
Cuando llegaron los hijos empezaste a disimular pero nunca te salió bien. Siempre vivimos en una portería así que no había reuniones de trabajo ni viajes de negocios posibles. Pero pretextabas un arreglo en el tomacorrientes de la vecina del quinto piso, un caño que goteaba en el cuarto y las inamovibles reuniones de amigos de los jueves a la noche.
Mirá que me esmeré en atenderte, en seducirte al principio con mi torpeza mojigata. Después con alguno que otro truco que una lee o “pesca” por ahí. Pero vos, como si nada, seguiste calavera. Cada vez más calavera a medida que el espejo me gritaba en la cara que yo ya no era la misma y que envejecía.
No me animé a contárselo a mi familia. Las pocas amigas que fueron confidentes de mis lágrimas o de mis ratos de furia, me juraron que así eran los hombres y que me quería solo a mí pero necesitabas distraerte. Acostumbraban usar una frase que se me antojaba el colmo del machismo y de la ordinariez: “No importa donde calienta la pava sino donde ceba el mate”. A mí me hacía rabiar, pero a más de una la consolaba de las frecuentes escapadas de sus maridos.
Me gustaría contarte que me resigné, pero vos bien sabés que no fue así. Con los años te pusiste más encorvado y menos atento. Pero no perdiste las mañas. Había que verte a la mañana saludando a las vecinas con galantería. Insistías en hacer las compras y demorabas horas entre piropos y conversaciones más que personales con la panadera y la joven empleada del almacén. Y yo seguía juntando bronca.
¿Entendés ahora porqué cuando te vi saliendo del departamento de la planta baja al fondo se me puso todo negro? Te acomodabas el pantalón con disimulo pero yo entendí que venías de pasarla bien. Es claro. La mujer es joven, linda y tiene el marido postrado desde hace años. Vienen a buscarlo en ambulancia dos veces por semana para hacerle diálisis y esos intervalos a ustedes parecían venirles bárbaro.
No sé qué pensé en ese momento. Los abogados dijeron que fue un acto premeditado porque te ofrecí mate, puse a calentar la pava y esperé a que te acostases en la cama y te sacases la remera para volcarte el líquido encima. Me pareció casi un acto de justicia divina que recibieses semejante catarata de calor.
Dicen que no hubo nada que hacer, que llegaste al hospital ya muerto, y los vecinos que escucharon tus gritos contaron que estábamos solos y yo vivía obsesionada con que me engañabas y te espiaba en todo momento. Ellos o saben que yo no tenía dudas sino certezas y que aquel día decidí ponerle fin a esta tortura para vos y para mí.
Dice el abogado que como soy grande va a pedir la prisión domiciliaria. Con un poco de suerte me dejan quedarme en la portería. Y me va a recomendar a un colega que me tramite tu pensión. Con la jubilación y unos pesos más que me den por vos, voy a estar como una reina. Eso sí. A la de la planta baja al fondo no la saludo más.
Bravo, Eva! Me encantó tu narrativa, un tema trillado que en tus manos se vuelve literatura de la buena, así, con un lenguaje coloquial, sin excentricidades ni metáforas. Pucha que me puse en la piel de tu personaje. Te aplaudo. Myriam Jara
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