El día del libro
I
Dos libros
Estaba enfrascado aquella tibia mañana en una amena y agradable lectura cuando llamaron a la puerta de mi habitación. Nunca me cierro con llave, así que, sin levantarme de la silla, invité a entrar a quien se hallaba al otro lado de la puerta. No me debió oír, pues los nudillos volvieron a repicar sobre la madera. Me levanté entonces y abrí. Era doña Paquita. Me sorprendió su visita.
-Le había dicho que pasara -dije un tanto estúpidamente.
-Perdone -contestó ella-. Ha pasado una auxiliar, me ha preguntado una tontería, y eso me ha distraído.
-Bueno, pase -la invité haciéndome a un lado.
-No, no hace falta. No quiero molestarlo. Venga esta tarde a las cuatro al salón. No se comprometa con nadie. Por favor.
-Iré. No tema. Hoy no es viernes, así que no hay cine.
Cierto es que no era viernes; pero ya habíamos pasado el meridiano de abril, el tiempo era muy agradable e invitaba a salir a caminar por los parques cercanos, llenos de flores y de vida. Yo prefiero caminar por las mañanas, así que tras un breve descanso en mi habitación, después de comer, me dirigí al salón. No quise hacer un feo a doña Paquita. Fui el primero en llegar. Poco a poco lo fue haciendo el resto de los compañeros. Éramos cuatro en total.
-Los he reunido a ustedes -nos dijo doña Paquita, que se nos presentó en el salón con un bolso más que mediano- porque les voy a proponer una cosa.
-¿No se irá usted? -le pregunté señalando el bolso con la vista.
-No, no me voy. Aquí precisamente -dijo palmeando el bolso- está mi propuesta.
-La escuchamos -intervino el señor Tomás.
-Muy bien -dijo metiendo la mano en el bolso y sacando de él pequeños paquetes que nos fue entregando a todos y cada uno de nosotros. Los paquetes estaban envueltos en papel de color, distintos unos de otros, y atados con una cinta, también de colores.
-¿Y esto? -preguntó el señor Jordi, que se quedó, como el resto, cohibido y perplejo.
-Ábranlo -nos dijo sonriendo-. Es un regalo -nos explicó en tanto, con más o menos cuidado, quitábamos la cinta y rompíamos el bello papel satinado. Y sí, era un regalo. O mejor dicho, dos. Eran dos libros. No muy gruesos, y muy bien encuadernados.
-¿Y a santo de qué viene este detalle? -quiso saber el señor Tomás.
-Dentro de una semana, y por lo tanto tienen tiempo, es el día del libro. El día en el que, parece ser, murió don Miguel de Cervantes. Me ha parecido una buena idea hacerle un pequeño homenaje; pero no con discursos y tópicos. No. Leyendo un par de libros, y hablando de ellos, informalmente, la tarde de ese día. ¿Algún problema?
Nos miramos los unos a los otros entre divertidos y estupefactos.
-Los viejos rokeros nunca mueren -dijo el señor Jordi-. Y las buenas maestras, tampoco. No se preocupe usted: por mi parte traeré los deberes hechos.
El señor Tomás y yo también nos comprometimos. Él, no obstante, se me adelantó a mí en la protesta por el gasto que aquellos regalos le habían supuesto. Nos acalló diciéndonos que ya nos señalaría el día de su aniversario para que la sorprendiéramos con algún detalle. Se excusó, además, por habernos hecho el regalo con antelación al día del libro; pero le apetecía el pequeño homenaje a Cervantes. ¿Cómo no complacer a la buena mujer? Nos entregamos a la lectura con verdadera pasión: iba para examen.
II
El coloquio
Nos volvimos a reunir el día del libro poco después de comer. Pecamos los tres de originales: cada uno de nosotros le llevó una rosa a doña Paquita. Afortunadamente yo añadí un libro al regalo floral. Amablemente nos dio la gracias por las tres rosas, todas rojas.
-Al hilo de lo leído -comencé- y voy a hablar de Cervantes...
-De don Miguel de Cervantes -me corrigió doña Paquita sonriendo.
-Perdón -le devolví la sonrisa-. De don Miguel de Cervantes. Estaba diciendo, comenzando por el libro de don Miguel, que me ha llamado la atención la importancia que, al principio de la novela, se le da a la murmuración, aunque no parece que queda muy claro el concepto.
-Sí, es cierto -intervino el señor Jordi- parece que para el señor perro Berganza, ¿o es Cipión?, la línea de demarcación entre la anécdota, la historia, y la murmuración es harto sutil.
-Se puede hablar de todo -explicó doña Paquita con tono didáctico- mientras no se hiera a nadie. Creo que ese es el límite que marca el señor perro Cipión: quiero decir que señales y no hieras ni des mate a ninguno en cosa señalada; que no es buena la murmuración, aunque haga reír a muchos, si mata a uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.[1]
-Sí; pero usted sabe que, a veces, la crítica también puede pasar por murmuración. Aun no haciendo daño a nadie. Lo confiesa el otro perro, al que -dije sonriendo- también hemos de tildar de señor. Aquí está -añadí tras buscar la cita, pues mi memoria no era tan buena como la de nuestra anfitriona-: muy sobre los estribos ha de andar quien quisiere sustentar dos horas de conversación sin tocar los límites de la murmuración; porque yo veo en mí que, con ser un animal, como soy, a cuatro razones que digo me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino, y todas maliciosas y murmurantes.[2]
-Bien ha comenzado la cosa -dijo doña Paquita complacida-. No esperaba menos de ustedes.
-No es eso lo que me interesa a mí de este libro -intervino el señor Tomás que, hasta el momento, no había dicho nada-. Pero tiempo habrá.
-Amanecerá Dios y medraremos todos. Entre tanto -proseguí yo- déjenme que me felicite, y que nos felicitemos todos, pues llevamos ya bastante tiempo juntos, y llevamos unas cuantas conversaciones a cuestas; y que sepa, aunque tal vez nos haría falta la sutileza de los señores Cipión y Berganza, o, mejor aún de su creador, de nadie hemos murmurado en todo este tiempo, y en todas nuestras conversaciones.
-Y no será porque no hay motivos -intervino raudo el señor Tomás.
-No estoy yo tan segura de que no hayamos murmurado. Seguro que algo se nos ha escapado. Pero no me maravillo, Berganza; que como el hacer mal viene de natural cosecha, fácilmente se aprende a hacerle.[3] Y fácilmente pasa desapercibido.
-Eso me llevaría a un viejo tema, u obsesión mía -repliqué- que también me ha asaltado ahora en tanto leía el Coloquio de los perros. ¿La virtud se hereda o se enseña? Yo concluí que se enseña, como casi todo en esta vida.
-Eso se lo responde el mismísimo don Miguel de Cervantes. En El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y me van a perdonar porque no recuerdo dónde, hay una discusión entre Sancho y don Quijote. Aquel presume de tener tres dedos de enjundia de cristiano viejo. Y don Quijote le responde que no con quien naces, sino con quien paces.[4]
Nos quedamos en silencio meditando durante unos segundos.
-Sin duda es así -le dije-. No obstante, parece que tiene razón Cipión al afirmar que el mal nos viene de cosecha... Me explico: hace años en el instituto un profesor puso una película, La ola, basada en un experimento. Un profesor manipula a sus alumnos y estos hacen prácticamente todo cuanto él quiere. Sin embargo, entre las exigencias del profesor, y de los mismos alumnos, no hay ninguna que consista en ser mejores, más virtuosos, buenos ciudadanos... Empapelar una ciudad, hacer ruidos, molestar, hacer fiestas, eso sí; pero no hay ningún proyecto de más altas miras.
-Ese es el problema -intervino el señor Tomás arrimando el ascua a su sardina- que hemos tenido en los sindicatos: nos acordamos de santa Bárbara cuando truena. Ahora, llevar una lucha continuada, día a día, ya es otro cantar.
-Sí, es muy difícil ser constante -corroboró doña Paquita-. El hombre, como la lengua, trabaja con el mínimo esfuerzo posible.
-Así nos luce el pelo. Aunque tal vez tengan razón los señores perros -sentenció el señor Tomás- y nadie cambiará mientras no cambie el hombre.
-Para largo me lo fiáis -le repliqué.
-Aquí -dijo el señor Tomás mostrando el libro de don Miguel de Cervantes- ya está planteado, y muy bien planteado, lo que es la corrupción. Me han impresionado las palabras de Cervan... perdón, de don Miguel.
-¿A qué se refiere? -inquirió doña Paquita.
-A las escenas en el matadero de Sevilla. Los jiferos son descritos como unos grandes ladrones de toda la carne que entra en el matadero. Me han recordado los años que llevamos de corrupción en España con políticos y allegados.
-Y los que nos quedan -intervino el señor Jordi.
-Ya lo advierte don Miguel -dijo buscando una cita. Llevaba el libro marcado con papelitos de colores-. Aquí está: Los dueños [de las reses] se encomiendan a esta buena gente [los jiferos o matarifes] que he dicho, no para que no les hurten (que esto es imposible), sino para que se moderen en las tajadas y socaliñas que hacen en las reses muertas, que las escamondan y podan como si fuesen sauces o parras.[5] ¿No sería interesante -preguntó irónico- ya que no vamos a poder evitarlo, poner en la Constitución el tope de la cantidad que los distintos políticos, según su rango, pueden robar del erario público?
-Sería consagrar el hurto -repuso el señor Jordi.
-Y lo otro -le replicó el señor Tomás- es cerrar los ojos a la evidencia.
-Si me permite -habló el señor Jordi con una leve sonrisa en los labios- creo que nos estamos despeñando por el acantilado de la murmuración. -Doña Paquita sonrió-. Quiero decir que no hay tanto político corrupto como ladrón había en el matadero de Sevilla. En todas partes hay gente honrada y buena.
-No le digo que no...
-En eso estoy de acuerdo con usted -interrumpió la única dama de la reunión-. Yo terminé harta, siempre que había un claustro en el instituto, o se hablaba de la juventud, de que todo el mundo se fijara, nada más, en los malos alumnos, o en los maleducados... Si en una clase había treinta alumnos, podía usted estar seguro de que una gran mayoría, veinte o veinticinco, eran buenas personas, educados, y hasta buenos estudiantes.
-Es cierto -corroboró el señor Jordi-; pero treinta o cuarenta personas leyendo o estudiando en una biblioteca pasan desapercibidas, no son noticia, en tanto que dos necios con un tambor, o con un coche con un aparato de alta fidelidad, pueden molestar a toda una ciudad.
-Es verdad -dije en tanto me venía a las mientes una frase de Cervantes, así, ya que doña Paquita no me oía los pensamientos, que no sé si tenía mucha relación con el caso, pero que a mí me apetecía soltar-. No sé -advertí- si viene a cuento o no; pero oyendo al señor Jordi he recordado que advierte don Miguel que para saber callar en romance y hablar en latín discreción es menester, hermano Berganza.[6]
-Pues, hombre -me dijo el señor Jordi sonriendo- qué quiere que le diga... Mucha relación no parece que tenga. Pero tampoco tenemos que andar por aquí buscándole los cuatro pies al gato.
-No hace falta buscar nada -tomó la palabra el señor Tomás-. Yo no sé si es murmurar o no -dijo mirando a doña Paquita-, pero quiero hacer insistencia en lo mismo que lo hace don Miguel. Me ha llamado la atención.
-Algo relacionado con la política será -le replicó doña Paquita.
-Todo está relacionado con la política, señora mía. O todo es política, como usted prefiera.
-Sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca.[7]
-Limpia como una patena, y aun le diría que con sus puntas y adornos de buen católico y claro lector de los Evangelios, pues el señor Berganza, contando sus andanzas, hace una contrafigura de Jesús, del Buen Pastor. Y volvemos a hablar de la corrupción. Lo recordarán ustedes: se mete el buen can en un hato de pastores como perro guardián. Todas las noches lo azuzan en contra de los lobos; y todas las noches los lobos matan un carnero sin que él, ni los otros perros, lo puedan evitar. Por el día, ante el nuevo ataque, se desespera el dueño del hato, y reciben palos los perros, que se han hecho pedazos corriendo tras el lobo. Y así, viéndome un día castigado sin culpa y que mi cuidado, ligereza y braveza no eran de provecho para coger el lobo, determiné de mudar de estilo, no desviándome a buscarle, como tenía de costumbre, lejos del rebaño, sino estarme junto a él: que pues el lobo allí venía, allí sería más cierta la presa. Cada semana nos tocaban a rebato, y en una oscurísima noche tuve yo vista para ver los lobos, de quien era imposible que el ganado se guardase. Agachéme detrás de una mata, pasaron los perros, mis compañeros, adelante, y desde allí oteé, y vi que dos pastores asieron de un carnero de los mejores del aprisco, y le mataron, de manera que verdaderamente pareció a la mañana que había sido su verdugo el lobo. Pasméme, quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los lobos y que despedazaban el ganado los mismos que lo habían de guardar.[8]
-Homo, homini lupus -dije sintiendo que la dichosa frase latina me salía de las entrañas.
-Ahora, ahora -se alegró el señor Jordi- ahora es cuando usted le da la razón a don Miguel con eso de los latinajos.
-¿Por qué? -interrogó doña Paquita-. Está muy bien traída esa conclusión, aunque sea en latín.
-Máxime -volvió a la carga el señor Tomás, que no soltaba su presa- si este cuento lo tomamos como una parábola. Aunque no hace falta. Es claro como la luz del día.
-Sí -dije- la corrupción es consustancial al hombre, como la murmuración.
-¿Y cree usted que siempre será así?
-No lo sé -respondí-. Poco antes de venir aquí... yo vivía en un piso bastante alto. Desde la ventana de mi habitación veía parte de una gran avenida. Al inicio de la misma, en un chaflán, sobre la acera, había un contenedor. Un día de mucho viento, este arrojó a dicho contenedor sobre la calzada con evidente peligro de los conductores. Una pareja, un hombre y una mujer, que pasaban por la acera, se bajaron y comenzaron a empujar el contenedor. No podían con él. Un conductor los ayudó empujándolo con su coche... y luego lo subieron a la acera. No sé, tal vez estaba yo sentimental aquel día. Pero eso me alegró. Ese mismo día fui a coger el autobús, y cuando subí me percaté de que me había dejado el bonobús en casa... Un desconocido me pagó el billete...
-Sí, es una pena que los humanos no nos ayudemos más.
-Tal vez sea por nuestras propias limitaciones o por ignorancia. Yo estoy seguro, por ejemplo, de que doña Paquita hubiese preferido que hubiéramos hablado de la importancia de don Miguel de Cervantes como novelista en vez de hablar de lo que hemos hablado, y de la desastrada forma en que lo hemos hecho. Yo he intentado complacerla, y así tal vez podría hablarle de la crítica que el señor perro Berganza hace de la novela pastoril, por la que, no obstante, siente una cierta atracción, como don Miguel la sentía por las denostadas novelas de caballerías.[9] Tal vez sería capaz de establecer un paralelismo entre el señor Berganza y el malaventurado Lázaro de Tormes. Son, y corríjame si me equivoco, los inicios de la novela moderna: el personaje que se define conforme va actuando, pasando por diversos estadios...
-Son ustedes -dijo doña Paquita emocionada- la mejor compañía que una podía desear.
-No quiero que se levante la tenida -dijo el señor Tomás- sin antes recordar otro pasaje, y nos dejamos muchos por comentar.
-Eso estaba previsto -intervino una doña Paquita emocionada-: no sólo no me maravillo de lo que hablo, pero espántome de lo que dejo de hablar.[10] Pero diga usted.
-Digo que me han hecho mucha gracia los pasajes del alguacil cobarde que pasa por valiente sorprendiendo a quienes lo son, o sobornando a los truhanes para que se dejen vencer de él en medio de la plaza.[11]
-El miles gloriosus -apuntó doña Paquita-. El soldado fanfarrón, presente en muchas obras de la literatura castellana. Y qué bien se la juegan los gitanos.
-Y en justa correlación con él -siguió el señor Tomás- está la historia de la perrilla faldera que, amparada de su ama, se atreve a morder una pierna al sufrido señor Berganza. Consideré en ella que hasta los cobardes y de poco ánimo son atrevidos e insolentes cuando son favorecidos, y se adelantan a ofender a los que valen más que ellos.[12]
-Esa última parte siempre me ha recordado a Lázaro de Tormes, cuando cuenta que su hermanico, habido de su madre con un negro, y de su mesmo color -así lo dijo doña Paquita- se pasma y asusta de ver a su padre, negro como él, a quien llama el coco. Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico y dije entre mí: “¡Cuántos deben de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!”[13]
Y en esto entró una bella señorita llevando una pequeña tarta, fabricada con edulcorante, y una botella de champán. Era un detalle del señor Jordi, quien me rogó que no lo descubriera: quería mantener vivo el tópico de la tacañería de su gente.
-Se nos ha quedado un libro por comentar -dije yo-. Y este por acabar.
-Y a mí se me ha quedado en el tintero la solución del arbitrista para salir de la crisis actual, que tantas desgracias está generando. La solución de don Miguel puede parecer una ironía, pero tiempo al tiempo... Se la apunto para que se la digan a la señora canciller de las Germanias. Hagan la traducción como Dios manda: Hase de pedir en Cortes que todos los vasallos de su Majestad, desde edad de catorce a sesenta años, sean obligados de ayunar una vez al mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres que han de gastar aquel día, se reduzca a dinero, y se dé a Su Majestad, sin defraudarle un ardite, so cargo de juramento; y con esto, en veinte años queda libre de socaliñas y desempeñado.[14]
En tanto el señor Tomás leía este párrafo, el señor Jordi abrió la botella de champán, llenó las copas e hizo que nos pusiéramos de pie.
-Doña Paquita -dijo el señor Jordi- es usted, o ha sido, y lo digo por lo que ahora veo y espero ver en el futuro, una buena maestra. Una gran maestra. Me he aprendido el fragmento de memoria. Espero que esta no me falle. Va por usted: No sé qué tiene la virtud, que, con alcanzárseme a mí tan poco, o nada, de ella, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que justamente con las letras les mostraban.[15]
Y en esto a doña Paquita le brotaron las lágrimas, nos besamos y abrazamos todos, y concluimos la tarta y el champán. Y así celebramos, en paz y armonía, el día de don Miguel de Cervantes. La celebración nos quedó un poco desalabazada, lo sé. No obstante, ad mutos annos, don Miguel, y perdón por el latinajo. Y no digo más.
[1] Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros, en Novelas ejemplares, III. Edición de Juan Bautista Avalle-Arce. Clásicos castalia. Madrid, 1982, p. 251
[2] Ibídem, p. 262
[3] Ibídem, p. 245
[4] Sentimos decirlo, pero doña Paquita se equivoca. Quien pronuncia el refrán es Sancho Panza, cuando don Quijote lo envía a llevarle un mensaje a Dulcinea. Sancho, con pocas ganas de llevar mensajes ni de azotarse para desencantar a la señora Dulcinea, se dice entre sí que su amo está loco, y que él no le anda a la zaga, pues lo sigue, no con quien naces... Véase Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, segunda parte, cap. X
[5] El Coloquio... p. 246
[6] Ibídem, p. 268
[7] Ibídem, p. 253
[8] Ibídem, ps. 256-257
[9] Véanse al respecto las ps. 253-255 de la mentada edición.
[10] Ibídem, p. 255
[11] Ibídem, p. 275 y ss.
[12] Ibídem, p. 321
[13] Lázaro de Tormes, Tractado primero.
[14] Ibídem, ps. 318-319
[15] Ibídem, p,
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