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miércoles, 19 de junio de 2013

EL MUERTO, por Laly Avila de Matula, de Buenos Aires, Argentina.


Se despertó de golpe, no podía respirar. Sólo llegó a su cerebro muy a lo lejos, como en una nebulosa,  la tremenda golpiza que le propinaron una noche al cruzar el puente de regreso a su hogar.
Había acompañado a su novia y decidió caminar ya que era un día fresco de otoño.
Fue recordando, poco a poco,  que lo interceptaron los secuaces del Lolo quien era el comisario de la zona, que lo tenía entre ceja y ceja porque él le había ganado la novia. Era el capanga de la zona y no se resignaba a aquel desprecio, se la había jurado. Iba diciendo por todas partes que un día de ésos lo iba a matar. Siendo capaz de cualquier infamia, mandó a sus secuaces a hacer la tarea.
 Le retornaba bastante  difusa la imagen de cuando lo habían tirado en el pozo, bien entrada la noche,  lugar que a esa hora ya tendría que estar cerrado. Eso le hacía suponer que estaba todo arreglado de antemano, dado que lo enterraron en un agujero previamente abierto.  Escuchó decir en aquel momento: -- ¡Este ya no jode más! Bien contento se va a poner el Lolo que se queda con la minuza y no le va a costar nada convencerla porque le sobran agallas para eso.      
            Cuando despertó no tenía aire, se ahogaba, sentía la boca y la nariz llena de tierra y un peso atroz encima lo  inmovilizaba. El tiempo transcurrido era para él un misterio. De pronto le vino un recuerdo lejano de cuando era chico y había tenido una caída que le hizo perder el conocimiento. Cuando abrió los ojos, su madre estaba desesperada, llorando y lo abrazaba como si hubiese resucitado. Los médicos, indecisos, dijeron que podía haber sido por el golpe o que le había dado un ataque de algo. No recordaba bien, escuchó un nombre que a él le sonaba parecido al de su tía Catalina.
Cuando comenzó a rascar la tierra a tientas y a ciegas, descubrió que estaba seca, no como la noche del siniestro. Buscaba desesperado un orificio para poder respirar. No encontró siquiera una rama con que ayudarse,  solamente sus uñas, que ya las tenía bastante largas.
El tiempo fue pasando. Vomitaba polvo y por los orificios de la nariz absorbia desesperadamente el escaso aire que apenas le llegaba por los agujeros que conseguía hacer. Mantenía la mandíbula y los labios apretados, un poco por bronca y otro poco para preservarse de tragar tierra.  Ya estaba casi desmayado, ahogado, cuando vislumbró un pequeño hilo de luz. Insistió como pudo a pesar de los golpes que tenía en todo el cuerpo y, ya casi sin vigor, continuó. En ese momento se dio cuenta que era de día.
A su alrededor se desmoronó algo de tierra. Sus fuerzas se estaban agotando pero no se dio por vencido. 
Después de largo rato, pudo asomar apenas su cabeza,  la sacudía hacia ambos lados. Un hombre que estaba cerca, al verlo cayó redondo al piso. Mientras tanto él siguió tratando de salir del pozo en donde estaba. A duras penas e interminables esfuerzos lo fue logrando. No tenía ni idea del tiempo que había transcurrido y le costaba pensar que se encontraba vivo.     Una vez afuera, después de tanto esfuerzo, se sacudió como pudo el resto del barro. A su alrededor estaba lleno de cruces: de madera, de mármol, todas en perfecta fila, con inscripciones, con nombres o frases de cuánto los extrañaban los familiares y de las buenas personas que habían sido los muertos. Del lugar de dónde había salido no había nada, ni siquiera una flor. Su vestimenta se había convertido en harapos, jirones, con salpicaduras de sangre ya negra, dejando entrever su cuerpo también desgarrado. Así semidesnudo anduvo desplazándose, a tientas, casi ciego,  entre los estrechos senderos, entre las montañas de coronas y de flores secas, ya marchitas. Se dirigió a una canilla que había cerca, al final de los tablones. Mucho tiempo tardó en sacarse tanto barro pegajoso, seguía vomitando casi ahogado mientras la poca gente que lo había visto en ése mediodía soleado, estaba presa del horror. Corrían desconcertados, a los gritos, trastornados, sin saber por dónde escapar. Ebrio de dudas y desoncierto, buscaba cómo salir del cementerio.
Al pasar por el crematorio, entre humo y humo; parecía que los guardias estaban en la hora del almuerzo, pues no se veía un alma. ¡Ni siquiera un alma en pena!
Entró en un pasillo, con tanta buena suerte que encontró colgado un mameluco azul, medio tiznado y con fuerte olor a huesos quemados. Era su única oportunidad, se lo puso y salió a la calle por la puerta de Garmendia. Su asombro fue enorme cuando los  guardias y los puesteros de las flores lo saludaban al verlo pasar. Seguramente lo estaban confundiendo con un empleado del cementerio.
            Caminó, caminó muchísimo, y llegó junto con la noche a cruzar el puente para arribar a lo de Clarisa, su tan querida novia.
Desde la esquina visualizó el cartel de venta de la casa. Agitado por demás, le preguntó a un suplente del kiosco de diarios, por la familia Canter. El canillita le dijo que se habían mudado porque la chica se casó con el Lolo y la casa era muy grande para los viejos solos.
Ya sin dudas ni incertidumbre, volvió a desandar el camino hasta el puente y se tiró al río.

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