Se despertó
de golpe, no podía respirar. Sólo llegó a su cerebro muy a lo lejos, como en
una nebulosa, la tremenda golpiza que le
propinaron una noche al cruzar el puente de regreso a su hogar.
Había
acompañado a su novia y decidió caminar ya que era un día fresco de otoño.
Fue
recordando, poco a poco, que lo
interceptaron los secuaces del Lolo quien era el comisario de la zona, que lo
tenía entre ceja y ceja porque él le había ganado la novia. Era el capanga de
la zona y no se resignaba a aquel desprecio, se la había jurado. Iba diciendo
por todas partes que un día de ésos lo iba a matar. Siendo capaz de cualquier infamia,
mandó a sus secuaces a hacer la tarea.
Cuando despertó no tenía aire, se
ahogaba, sentía la boca y la nariz llena de tierra y un peso atroz encima
lo inmovilizaba. El tiempo transcurrido
era para él un misterio. De pronto le vino un recuerdo lejano de cuando era
chico y había tenido una caída que le hizo perder el conocimiento. Cuando abrió
los ojos, su madre estaba desesperada, llorando y lo abrazaba como si hubiese
resucitado. Los médicos, indecisos, dijeron que podía haber sido por el golpe o
que le había dado un ataque de algo. No recordaba bien, escuchó un nombre que a
él le sonaba parecido al de su tía Catalina.
Cuando
comenzó a rascar la tierra a tientas y a ciegas, descubrió que estaba seca, no
como la noche del siniestro. Buscaba desesperado un orificio para poder
respirar. No encontró siquiera una rama con que ayudarse, solamente sus uñas, que ya las tenía bastante
largas.
El
tiempo fue pasando. Vomitaba polvo y por los orificios de la nariz absorbia
desesperadamente el escaso aire que apenas le llegaba por los agujeros que conseguía
hacer. Mantenía la mandíbula y los labios apretados, un poco por bronca y otro
poco para preservarse de tragar tierra.
Ya estaba casi desmayado, ahogado, cuando vislumbró un pequeño hilo de
luz. Insistió como pudo a pesar de los golpes que tenía en todo el cuerpo y, ya
casi sin vigor, continuó. En ese momento se dio cuenta que era de día.
A
su alrededor se desmoronó algo de tierra. Sus fuerzas se estaban agotando pero
no se dio por vencido.
Después
de largo rato, pudo asomar apenas su cabeza,
la sacudía hacia ambos lados. Un hombre que estaba cerca, al verlo cayó
redondo al piso. Mientras tanto él siguió tratando de salir del pozo en donde
estaba. A duras penas e interminables esfuerzos lo fue logrando. No tenía ni
idea del tiempo que había transcurrido y le costaba pensar que se encontraba
vivo. Una vez afuera, después de
tanto esfuerzo, se sacudió como pudo el resto del barro. A su alrededor estaba
lleno de cruces: de madera, de mármol, todas en perfecta fila, con
inscripciones, con nombres o frases de cuánto los extrañaban los familiares y
de las buenas personas que habían sido los muertos. Del lugar de dónde había
salido no había nada, ni siquiera una flor. Su vestimenta se había convertido
en harapos, jirones, con salpicaduras de sangre ya negra, dejando entrever su
cuerpo también desgarrado. Así semidesnudo anduvo desplazándose, a tientas,
casi ciego, entre los estrechos
senderos, entre las montañas de coronas y de flores secas, ya marchitas. Se
dirigió a una canilla que había cerca, al final de los tablones. Mucho tiempo
tardó en sacarse tanto barro pegajoso, seguía vomitando casi ahogado mientras
la poca gente que lo había visto en ése mediodía soleado, estaba presa del
horror. Corrían desconcertados, a los gritos, trastornados, sin saber por dónde
escapar. Ebrio de dudas y desoncierto, buscaba cómo salir del cementerio.
Al
pasar por el crematorio, entre humo y humo; parecía que los guardias estaban en
la hora del almuerzo, pues no se veía un alma. ¡Ni siquiera un alma en pena!
Entró
en un pasillo, con tanta buena suerte que encontró colgado un mameluco azul,
medio tiznado y con fuerte olor a huesos quemados. Era su única oportunidad, se
lo puso y salió a la calle por la puerta de Garmendia. Su asombro fue enorme
cuando los guardias y los puesteros de
las flores lo saludaban al verlo pasar. Seguramente lo estaban confundiendo con
un empleado del cementerio.
Caminó, caminó muchísimo, y llegó
junto con la noche a cruzar el puente para arribar a lo de Clarisa, su tan
querida novia.
Desde la
esquina visualizó el cartel de venta de la casa. Agitado por demás, le preguntó
a un suplente del kiosco de diarios, por la familia Canter. El canillita le
dijo que se habían mudado porque la chica se casó con el Lolo y la casa era muy
grande para los viejos solos.
Ya
sin dudas ni incertidumbre, volvió a desandar el camino hasta el puente y se
tiró al río.
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