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miércoles, 26 de junio de 2013

EL PARAGUAS DE H.C. ANDERSEN, por Ramón Cabrera Naveiras, de Valencia, España.

Primer premio de relatos Valdemera 2006 (Velilla de San Antonio, Madrid)
Primer accésit Concurso de relatos Experiencia y Vida 2006 (Mérida, Junta de Extremadura)
Finalista Concurso de relato corto El Rural  2006 (Oria, Almería)

Arropo a mi nieto, me siento al borde de su cama y comienzo a narrarle la historia de un niño, “como tú ahora”, le digo, que hace muchos, muchos años, no podía dormirse sin escuchar un cuento de labios de su madre.
-Se llamaba Andrés, y muy callado permanecía atento a las palabras que hilvanaban el relato hasta que, despacio, despacio, los ojos se le iban cerrando de cansancio.

Tenía Andrés, lo mismo que tú, sus cuentos preferidos, casi todos de Andersen. La Sirenita, El Patito Feo y El Soldadito de Plomo eran los que reclamaba con mayor frecuencia. Cada día, impaciente, aguardaba la hora de irse a la cama para compartir las aventuras de sus personajes de ficción y revivirlas en sueños una vez dormido.

Como en los cuentos –prosigo-, también en la vida hay momentos de pena y desamparo que deben superarse. En la de Andrés la muerte de su madre fue uno de ellos, el más terrible.
-Claro –me interrumpe mi nieto con un hilo de voz-. Ya no podría su mamá leerle El Patito Feo...
-Mmmmmm... Bueno, eso además... Pero tampoco besar su frente deseándole buenas noches, ni velar su reposo... Quedó muy triste Andrés, y más todavía cuando su papá, que era un hombre muy ocupado y viajaba mucho, al enviudar multiplicó sus ausencias. La casa, sin su esposa, se le hacía muy grande y dolorosa con tantísimos recuerdos. Así que dejó en ella a su hijo al cuidado de un viejo matrimonio.
Era esa casa un edificio enorme de tres plantas cuyas ventanas de la fachada trasera daban a un hermoso jardín. El piso superior jamás fue habitado, de modo que sus habitaciones permanecían cerradas desde siempre. El viejo matrimonio, sin gran cosa que hacer, se dedicó a abrirlas y a limpiarlas. Andrés, para vencer su soledad, iba de una a otra descubriendo lo que hasta entonces había estado oculto a sus ojos. Armarios, bargueños, cómodas, bufetes, alacenas, baúles y arcones mostraron al niño multitud de objetos y cachivaches, unos antiguos y en buen estado, los más rotos y polvorientos. Trajes en desuso se amontonaban aqui y allá y por las paredes había fotos amarillentas y pinturas ajadas. Nada de eso entretenía al muchacho ni mitigaba la nostalgia por su madre. Un día, sin embargo, le llamó poderosamente la atención el cuadro de un señor con levita, chistera y botines de media caña sentado en un sofá. Ligeramente recostado, la mano derecha la escondía debajo del chaleco y de la izquierda le colgaba un paraguas negro con algunas de sus varillas desvencijadas. Era un hombre enjuto, alto, de largas y delgadas piernas. De la cara, chupada, destacaban su nariz, las ostentosas patillas, el porte serio, las marcadas arrugas; su mirada, sin embargo, poco tenía que ver con esa apariencia adusta: había algo en ella de niño asustado, de sorpresa continua, de infinita bondad, que cautivó a Andrés. Lo bajó para observarlo más de cerca y al darle la vuelta vio escrito al dorso del lienzo Hans Christian Andersen. Quedó un rato pensativo, fija la vista primero en ese nombre y luego en la figura del personaje. No tardó mucho en recordar que era el autor de los cuentos que su madre le leía al acostarse. Y al pensar en ella las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
Andrés, igual que se invita a un compañero de juegos, trasladó el cuadro a su habitación para colocarlo en la pared frente a su cama. De cierta manera era como tener a su mamá muy cerca de él y por ello se pasaba mucho rato contemplándolo. Ocurrió que una noche, ya con el dormitorio a oscuras pero aún despierto, le pareció oir una voz recitando pasajes de Las Zapatillas Rojas. Y a la siguiente del Sastrecillo Valiente. Durante muchas noches creyó escuchar más relatos de Andersen alternados con otros que desconocía, como si la presencia de su madre no le hubiera abandonado y al borde de su cama le continuara leyendo, aunque con un acento algo grave, cuentos maravillosos. Lo achacó a su imaginación, a la añoranza. Pero gracias a ello, despacio, muy despacio, como antaño, de nuevo conseguía dormirse feliz para, durante el sueño, seguir participando de las peripecias de sus amigos imaginarios.
Un ruido –como de algo que caía al suelo- le despertó una vez al dar el reloj las doce. En la oscuridad no veía nada pero aguzando el oído creyó oir unos pasos sigilosos, un ligero carraspeo, la respiración de alguien moviéndose en las sombras. Asustado se tapó la cara con el embozo de la sábana y se pellizcó la pierna. No, no soñaba. Un desconocido rondaba por su cuarto. Pero no parecía importarle ser descubierto porque no cesaba de quejarse:
-¡Caramba! ¿En que sitio estoy? ¡Hum! Diría que me he perdido... Vaya por Dios, ¿y mi paraguas? ¿donde lo habré dejado?
Aquella voz, a pesar de las protestas, era tan amigable que la curiosidad de Andrés fue más fuerte que su miedo. Lentamente fue destapándose para averiguar quien era y que sucedía. Una tenue claridad iluminaba la estancia. Un hombre, inclinado, alumbrándose con una vela, buscaba por los rincones, detrás de los muebles, por debajo de la alfombra, reclamando el paraguas perdido.
-¿Que voy a hacer sin él? ¡Es como andar desnudo! –gemía, revolviéndolo todo sin éxito. Desolado, acabó sentado en el suelo con las largas piernas recogidas, que rodeó con sus brazos. La chistera, ladeada, le cubría de forma ridícula una oreja y los faldones de la levita se le habían enganchado a un clavo de la pared. Andrés adivinó enseguida que era el hombre del cuadro. Pero a un niño acostumbrado a los cuentos fantásticos estos hechos extraños ni le sorprenden ni le causan recelo. Por el contrario, los admite como el más divertido de los juegos, así que lo que hizo fue reirse de la cómica  estampa de Andersen.
-¡Ah! ¡Oh! –exclamó el escritor, al advertir la presencia del muchacho-. Pobrecillo, perdona, te habré despertado... ¿Tú sabes donde está mi paraguas? ¡Me aburro sin él! Trastrabillé al abandonar el cuadro y no sé donde ha ido a parar –Recorrío con los ojos la habitación-. Naturalmente, ¿como no voy a tropezar si estoy en un lugar que apenas conozco? ¿de que forma vine a parar aquí? ¿me lo puedes tú decir, amiguito?
-Es mi dormitorio. ¿Tú eres Andersen, no? Te descolgué del piso de arriba y te traje conmigo.
-Claro, ahora entiendo. Lo hiciste de buena mañana, que es cuando duermo, y no me enteré. Y como que hoy es la primera noche que me decido a salir... Tenía jaqueca, ¿sabes?, y andaba algo abotargado. La verdad es que creía que no me había movido del desván.
-Lo que buscas está ahí... –y Andrés le señaló el lienzo, donde el paraguas colgaba del marco por la empuñadura.
-¡Que retonto soy! Siempre estamos con la cabeza gacha, mirándonos los pies, cuando lo inteligente es levantar la vista al cielo. Arriba, ¿sabes?, suelen estar las respuestas. Pues sí, soy Andersen –admitió-, el tipo más feo del mundo. Quería ser cantante, luego bailarín -levantándose inició unos estrafalarios pasos de baile mientras se acercaba al cuadro y recogía el paraguas-, y ya ves, me quedé en, ¡je, je!, cuentista.
-Mi mamá me leía tus cuentos. Me los sé casi todos... Son muy bonitos.
-Cuentos, cuentos, cuentos.... –murmuró atolondrado-. Necesito el paraguas para escribirlos. El paraguas es mi pluma de ganso. Tengo cientos, miles, millones, cuatrillones de cuentos que me esperan. Una flor, la sonrisa de un niño, un escarabajo pelotero, una lágrima o un trozo de madera pueden ser el inicio de un hermoso relato. Cualquier cosa sirve. ¿Habría escrito El Patito Feo de ser un hombre guapo?
-Yo te encuentro estupendo... -le corrigió Andrés.
-Están todos por aquí –y con la mano hizo un vago gesto a su alrededor-, confusos y revoltosos, peleándose entre si para ser los primeros en nacer. Los cuentos, quiero decir. Cuando menos te lo esperas, ¡plas!, una lucecita revolotea a tu alrededor y..., ¡ahí va uno! Es cuestión de pillarlo... ¡Ah, estoy filosofando y no me vas a entender! –De pronto se quedó muy serio-. ¿Te he oido bien? ¿Has dicho que me encuentras atractivo? ¿Has dicho eso? 
-Atractivo, lo que se dice atractivo...
-Presentable, vaya. ¿En serio soy un tipo presentable? Largirucho, con cuerpo de fideo y cara de enterrador por culpa de esta maldita muela ... –con la palma de la mano se dio dos golpecitos en la mejilla derecha-, ... que no me deja vivir desde que tengo uso de razón.  ¿Te burlas de mí?
-¡Oh, no! Pero me gustan tus cuentos... Eso te hace..., estupendo.
-¡Estupendo, estupendo! ¡Es lo mejor que me han dicho nunca! – Abrazado al paraguas se puso a danzar por el cuarto silbando una melodía-. ¡Amiguito, amiguito, te mereces un premio por tanta gentileza! –Se detuvo junto a Andrés y estrechándole una mano le dijo con ternura-: No sabes bien cuánto he echado de menos a un niño como tú... Años, muchos años, he permanecido en ese desván humedo y solitario sin nadie con quien compartir mis fantasías. ¡Me ha resultado tan duro...! Pero hace ya unos días que intuía, sin saber porqué, que de alguna manera hay alguien que me escuchaba. No ya mis viejos cuentos, si no los nuevos, esos que la soledad ha edificado despacio en mi cabeza y que atesoro como el más grande de los bienes... ¡Me has hecho muy dichoso! Tú, muchachito, has sido el depositario de mi mundo de ilusiones y no creo que se deba a la casualidad. Un hada, un duende, un mago bonachón se han apiadado de Hans para que sus sueños no se pierdan. Ven conmigo –añadió con una sonrisa-, y te contaré un secreto...., el secreto de mi vida. ¿En quien si no he de confiar? ¡De pie, soldadito de plomo! ¡Acompáñame afuera!
Hacía frío en el jardín y gruesos nubarrones surcaban amenazadores el firmamento. En algunos claros brillaban las estrellas.
-Algunos días –le explicó Andersen mientras caminaban en la oscuridad-, salgo del cuadro pasada la medianoche y paseo entre estos árboles. Contemplo el firmamento y medito... En cada estrella que luce palpita una historia que nadie ha escrito todavía. El truco está en  atraparlas dentro del paraguas, abierto cabeza abajo, cuando cansadas de permanecer colgadas caen como plumas a la tierra.... Hay que estar muy atento, porque su vuelo es silencioso... ¡Atención, ahí va una! –exclamó de repente-, ¡corre, corre, sígueme! –y salió disparado en su persecución, dando grandes zancadas, con Andrés pegado a sus talones.
Durante muchos minutos cosecharon estrellas. ¡Eh, vigila detrás de ti!! ¡Cuidado, que se te escapa esa! ¡No la sueltes, no la sueltes! Cien veces rodaron por el cesped y cien veces se levantaron en sus carreras y saltos de aquí para allá por el jardín. Al final, exhaustos y nerviosos, se recostaron en el tronco de un sauce. En la cesta del paraguas parpadeaban, como pequeños animalillos con vida, numerosas lucecitas plateadas. Andersen lo cerró con sumo cuidado.
-Ahora hay que dejarlas dentro para que, bien abrigaditas, maduren unos días. Algunas languidecerán y morirán, pero otras se abrirán como rosas para que leas lo que guardan sus pétalos de luz... Los Zuecos de la Felicidad, El Traje del Emperador, Pulgarcito, fueron estrellas cautivas, regalos del cielo. Sólo se necesita paciencia, voluntad...., y conservar los inocentes ojos de la infancia –En el rostro de Andersen se dibujó una sonrisa-. Los tuyos, tal vez. Por eso voy a regalarte mi paraguas. Yo ya no puedo escribir. Ahora me limito a decirlos en voz alta para que no se me olviden. Hazlo tú, ahora, muchachito, comienza a escribirlos tú. Si, hazlo, tú. Prueba con tiempo y con tesón de ocupar mi lugar. Ya es hora de que yo descanse...
De las nubes comenzaron a caer las primeras gotas. Espaciadas al principio, pronto se convirtieron en diluvio con truenos y relámpagos. Desde la casa se oyeron gritos llamando a Andrés. El viejo matrimonio, al presentir la tormenta, había acudido a su cuarto para tranquilizar al niño. Al hallarlo vacío, inquietos, iban de habitación en habitación voceando su nombre.
-Mmmm, llueve, llueve –dijo Andersen-, y pronto este árbol ya no nos servirá de cobijo. Además, te reclaman. Es hora de regresar.
Y con suma delicadeza, para que ni una estrella cayera al suelo o se mojara, volvieron sobre sus pasos.
-¿Pero donde estabas? –preguntaron a Andrés los dos ancianos, enfadados, al verle aparecer por la puerta del jardín.
No supo que contestar. Y es que los milagros no pueden explicarse. Son o no son, y no hay que darles más vueltas.
Esta es la historia, cariño, concluyo. Y cuentan que Andrés, a partir de esa noche, inició lentamente su carrera de escritor... Nadie advirtió que en el cuadro a Andersen le faltaba su paraguas. Paraguas que, a su vez, pasados bastantes años, Andrés lo transmitió a... Me callo. Mi nieto se ha dormido. Seguro que bajo sus párpados cerrados  estará ahora rematando el relato a su manera desde el instante en que el sueño le venció y oyó mis últimas palabras. De puntillas, sin hacer el menor ruido, para no despertarle, me levanto y salgo al corredor. En los anaqueles que recubren las paredes docenas de libros míos descansan en silencio. Saco una llave de mi bolsillo y abro un cajón escondido detrás de una fila de volúmenes. Extraigo el paraguas y vuelvo a su lado para depositarlo a la cabecera de su cama. Suspiro, y me acerco a la ventana. Apoyado en el alféizar busco estrellas en el cielo. Estamos en la gran ciudad, de luces de neón, y hay muy pocas, muy pocas... Pero presiento que él, algún día, incluso así, sabrá preservar para el futuro el legado que un hombre feo y triste, aunque de corazón espléndido, dejó para todos nosotros hace ya mucho tiempo. La vida de cada hombre, dijo Andersen, ¿por que no esforzarse en que sea un bello cuento de hadas?  

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