Primer premio de relatos Valdemera 2006 (Velilla de San Antonio, Madrid)
Primer accésit Concurso de relatos Experiencia y Vida 2006 (Mérida, Junta
de Extremadura)
Finalista Concurso de relato corto El Rural 2006 (Oria, Almería)
Arropo a mi nieto, me siento al borde de su cama y comienzo
a narrarle la historia de un niño, “como tú ahora”, le digo, que hace muchos,
muchos años, no podía dormirse sin escuchar un cuento de labios de su madre.
-Se llamaba Andrés, y muy callado
permanecía atento a las palabras que hilvanaban el relato hasta que, despacio,
despacio, los ojos se le iban cerrando de cansancio.
Tenía Andrés, lo mismo que tú, sus
cuentos preferidos, casi todos de Andersen. La Sirenita, El Patito Feo y El
Soldadito de Plomo eran los que reclamaba con mayor frecuencia. Cada día,
impaciente, aguardaba la hora de irse a la cama para compartir las aventuras de
sus personajes de ficción y revivirlas en sueños una vez dormido.
Como en los cuentos –prosigo-,
también en la vida hay momentos de pena y desamparo que deben superarse. En la
de Andrés la muerte de su madre fue uno de ellos, el más terrible.
-Claro –me interrumpe mi nieto con
un hilo de voz-. Ya no podría su mamá leerle El Patito Feo...
-Mmmmmm... Bueno, eso además... Pero
tampoco besar su frente deseándole buenas noches, ni velar su reposo... Quedó
muy triste Andrés, y más todavía cuando su papá, que era un hombre muy ocupado
y viajaba mucho, al enviudar multiplicó sus ausencias. La casa, sin su esposa,
se le hacía muy grande y dolorosa con tantísimos recuerdos. Así que dejó en
ella a su hijo al cuidado de un viejo matrimonio.
Era esa casa un edificio enorme de
tres plantas cuyas ventanas de la fachada trasera daban a un hermoso jardín. El
piso superior jamás fue habitado, de modo que sus habitaciones permanecían
cerradas desde siempre. El viejo matrimonio, sin gran cosa que hacer, se dedicó
a abrirlas y a limpiarlas. Andrés, para vencer su soledad, iba de una a otra descubriendo
lo que hasta entonces había estado oculto a sus ojos. Armarios, bargueños,
cómodas, bufetes, alacenas, baúles y arcones mostraron al niño multitud de
objetos y cachivaches, unos antiguos y en buen estado, los más rotos y
polvorientos. Trajes en desuso se amontonaban aqui y allá y por las paredes
había fotos amarillentas y pinturas ajadas. Nada de eso entretenía al muchacho
ni mitigaba la nostalgia por su madre. Un día, sin embargo, le llamó
poderosamente la atención el cuadro de un señor con levita, chistera y botines
de media caña sentado en un sofá. Ligeramente recostado, la mano derecha la
escondía debajo del chaleco y de la izquierda le colgaba un paraguas negro con
algunas de sus varillas desvencijadas. Era un hombre enjuto, alto, de largas y
delgadas piernas. De la cara, chupada, destacaban su nariz, las ostentosas
patillas, el porte serio, las marcadas arrugas; su mirada, sin embargo, poco
tenía que ver con esa apariencia adusta: había algo en ella de niño asustado,
de sorpresa continua, de infinita bondad, que cautivó a Andrés. Lo bajó para
observarlo más de cerca y al darle la vuelta vio escrito al dorso del lienzo
Hans Christian Andersen. Quedó un rato pensativo, fija la vista primero en ese
nombre y luego en la figura del personaje. No tardó mucho en recordar que era
el autor de los cuentos que su madre le leía al acostarse. Y al pensar en ella
las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
Andrés, igual que se invita a un
compañero de juegos, trasladó el cuadro a su habitación para colocarlo en la
pared frente a su cama. De cierta manera era como tener a su mamá muy cerca de
él y por ello se pasaba mucho rato contemplándolo. Ocurrió que una noche, ya
con el dormitorio a oscuras pero aún despierto, le pareció oir una voz
recitando pasajes de Las Zapatillas Rojas. Y a la siguiente del Sastrecillo
Valiente. Durante muchas noches creyó escuchar más relatos de Andersen
alternados con otros que desconocía, como si la presencia de su madre no le
hubiera abandonado y al borde de su cama le continuara leyendo, aunque con un
acento algo grave, cuentos maravillosos. Lo achacó a su imaginación, a la
añoranza. Pero gracias a ello, despacio, muy despacio, como antaño, de nuevo
conseguía dormirse feliz para, durante el sueño, seguir participando de las
peripecias de sus amigos imaginarios.
Un ruido –como de algo que caía al
suelo- le despertó una vez al dar el reloj las doce. En la oscuridad no veía
nada pero aguzando el oído creyó oir unos pasos sigilosos, un ligero carraspeo,
la respiración de alguien moviéndose en las sombras. Asustado se tapó la cara
con el embozo de la sábana y se pellizcó la pierna. No, no soñaba. Un
desconocido rondaba por su cuarto. Pero no parecía importarle ser descubierto
porque no cesaba de quejarse:
-¡Caramba! ¿En que sitio estoy? ¡Hum!
Diría que me he perdido... Vaya por Dios, ¿y mi paraguas? ¿donde lo habré
dejado?
Aquella voz, a pesar de las
protestas, era tan amigable que la curiosidad de Andrés fue más fuerte que su
miedo. Lentamente fue destapándose para averiguar quien era y que sucedía. Una
tenue claridad iluminaba la estancia. Un hombre, inclinado, alumbrándose con
una vela, buscaba por los rincones, detrás de los muebles, por debajo de la
alfombra, reclamando el paraguas perdido.
-¿Que voy a hacer sin él? ¡Es como
andar desnudo! –gemía, revolviéndolo todo sin éxito. Desolado, acabó sentado en
el suelo con las largas piernas recogidas, que rodeó con sus brazos. La
chistera, ladeada, le cubría de forma ridícula una oreja y los faldones de la
levita se le habían enganchado a un clavo de la pared. Andrés adivinó enseguida
que era el hombre del cuadro. Pero a un niño acostumbrado a los cuentos
fantásticos estos hechos extraños ni le sorprenden ni le causan recelo. Por el
contrario, los admite como el más divertido de los juegos, así que lo que hizo
fue reirse de la cómica estampa de
Andersen.
-¡Ah! ¡Oh! –exclamó el escritor, al
advertir la presencia del muchacho-. Pobrecillo, perdona, te habré
despertado... ¿Tú sabes donde está mi paraguas? ¡Me aburro sin él! Trastrabillé
al abandonar el cuadro y no sé donde ha ido a parar –Recorrío con los ojos la
habitación-. Naturalmente, ¿como no voy a tropezar si estoy en un lugar que
apenas conozco? ¿de que forma vine a parar aquí? ¿me lo puedes tú decir,
amiguito?
-Es mi dormitorio. ¿Tú eres
Andersen, no? Te descolgué del piso de arriba y te traje conmigo.
-Claro, ahora entiendo. Lo hiciste
de buena mañana, que es cuando duermo, y no me enteré. Y como que hoy es la
primera noche que me decido a salir... Tenía jaqueca, ¿sabes?, y andaba algo abotargado.
La verdad es que creía que no me había movido del desván.
-Lo que buscas está ahí... –y Andrés
le señaló el lienzo, donde el paraguas colgaba del marco por la empuñadura.
-¡Que retonto soy! Siempre estamos
con la cabeza gacha, mirándonos los pies, cuando lo inteligente es levantar la
vista al cielo. Arriba, ¿sabes?, suelen estar las respuestas. Pues sí, soy
Andersen –admitió-, el tipo más feo del mundo. Quería ser cantante, luego
bailarín -levantándose inició unos estrafalarios pasos de baile mientras se
acercaba al cuadro y recogía el paraguas-, y ya ves, me quedé en, ¡je, je!,
cuentista.
-Mi mamá me leía tus cuentos. Me los
sé casi todos... Son muy bonitos.
-Cuentos, cuentos, cuentos....
–murmuró atolondrado-. Necesito el paraguas para escribirlos. El paraguas es mi
pluma de ganso. Tengo cientos, miles, millones, cuatrillones de cuentos que me
esperan. Una flor, la sonrisa de un niño, un escarabajo pelotero, una lágrima o
un trozo de madera pueden ser el inicio de un hermoso relato. Cualquier cosa
sirve. ¿Habría escrito El Patito Feo de ser un hombre guapo?
-Yo te encuentro estupendo... -le
corrigió Andrés.
-Están todos por aquí –y con la mano
hizo un vago gesto a su alrededor-, confusos y revoltosos, peleándose entre si
para ser los primeros en nacer. Los cuentos, quiero decir. Cuando menos te lo
esperas, ¡plas!, una lucecita revolotea a tu alrededor y..., ¡ahí va uno! Es
cuestión de pillarlo... ¡Ah, estoy filosofando y no me vas a entender! –De
pronto se quedó muy serio-. ¿Te he oido bien? ¿Has dicho que me encuentras
atractivo? ¿Has dicho eso?
-Atractivo, lo que se dice
atractivo...
-Presentable, vaya. ¿En serio soy un
tipo presentable? Largirucho, con cuerpo de fideo y cara de enterrador por
culpa de esta maldita muela ... –con la palma de la mano se dio dos golpecitos
en la mejilla derecha-, ... que no me deja vivir desde que tengo uso de
razón. ¿Te burlas de mí?
-¡Oh, no! Pero me gustan tus
cuentos... Eso te hace..., estupendo.
-¡Estupendo, estupendo! ¡Es lo mejor
que me han dicho nunca! – Abrazado al paraguas se puso a danzar por el cuarto
silbando una melodía-. ¡Amiguito, amiguito, te mereces un premio por tanta
gentileza! –Se detuvo junto a Andrés y estrechándole una mano le dijo con
ternura-: No sabes bien cuánto he echado de menos a un niño como tú... Años,
muchos años, he permanecido en ese desván humedo y solitario sin nadie con
quien compartir mis fantasías. ¡Me ha resultado tan duro...! Pero hace ya unos
días que intuía, sin saber porqué, que de alguna manera hay alguien que me escuchaba.
No ya mis viejos cuentos, si no los nuevos, esos que la soledad ha edificado
despacio en mi cabeza y que atesoro como el más grande de los bienes... ¡Me has
hecho muy dichoso! Tú, muchachito, has sido el depositario de mi mundo de
ilusiones y no creo que se deba a la casualidad. Un hada, un duende, un mago
bonachón se han apiadado de Hans para que sus sueños no se pierdan. Ven conmigo
–añadió con una sonrisa-, y te contaré un secreto...., el secreto de mi vida.
¿En quien si no he de confiar? ¡De pie, soldadito de plomo! ¡Acompáñame afuera!
Hacía frío en el jardín y gruesos
nubarrones surcaban amenazadores el firmamento. En algunos claros brillaban las
estrellas.
-Algunos días –le explicó Andersen
mientras caminaban en la oscuridad-, salgo del cuadro pasada la medianoche y
paseo entre estos árboles. Contemplo el firmamento y medito... En cada estrella
que luce palpita una historia que nadie ha escrito todavía. El truco está
en atraparlas dentro del paraguas, abierto
cabeza abajo, cuando cansadas de permanecer colgadas caen como plumas a la
tierra.... Hay que estar muy atento, porque su vuelo es silencioso...
¡Atención, ahí va una! –exclamó de repente-, ¡corre, corre, sígueme! –y salió
disparado en su persecución, dando grandes zancadas, con Andrés pegado a sus
talones.
Durante muchos minutos cosecharon
estrellas. ¡Eh, vigila detrás de ti!! ¡Cuidado, que se te escapa esa! ¡No la
sueltes, no la sueltes! Cien veces rodaron por el cesped y cien veces se
levantaron en sus carreras y saltos de aquí para allá por el jardín. Al final,
exhaustos y nerviosos, se recostaron en el tronco de un sauce. En la cesta del
paraguas parpadeaban, como pequeños animalillos con vida, numerosas lucecitas
plateadas. Andersen lo cerró con sumo cuidado.
-Ahora hay que dejarlas dentro para
que, bien abrigaditas, maduren unos días. Algunas languidecerán y morirán, pero
otras se abrirán como rosas para que leas lo que guardan sus pétalos de luz...
Los Zuecos de la Felicidad, El Traje del Emperador, Pulgarcito, fueron
estrellas cautivas, regalos del cielo. Sólo se necesita paciencia,
voluntad...., y conservar los inocentes ojos de la infancia –En el rostro de
Andersen se dibujó una sonrisa-. Los tuyos, tal vez. Por eso voy a regalarte mi
paraguas. Yo ya no puedo escribir. Ahora me limito a decirlos en voz alta para
que no se me olviden. Hazlo tú, ahora, muchachito, comienza a escribirlos tú.
Si, hazlo, tú. Prueba con tiempo y con tesón de ocupar mi lugar. Ya es hora de
que yo descanse...
De las nubes comenzaron a caer las
primeras gotas. Espaciadas al principio, pronto se convirtieron en diluvio con
truenos y relámpagos. Desde la casa se oyeron gritos llamando a Andrés. El
viejo matrimonio, al presentir la tormenta, había acudido a su cuarto para
tranquilizar al niño. Al hallarlo vacío, inquietos, iban de habitación en
habitación voceando su nombre.
-Mmmm, llueve, llueve –dijo
Andersen-, y pronto este árbol ya no nos servirá de cobijo. Además, te
reclaman. Es hora de regresar.
Y con suma delicadeza, para que ni
una estrella cayera al suelo o se mojara, volvieron sobre sus pasos.
-¿Pero donde estabas? –preguntaron a
Andrés los dos ancianos, enfadados, al verle aparecer por la puerta del jardín.
No supo que contestar. Y es que los
milagros no pueden explicarse. Son o no son, y no hay que darles más vueltas.
Esta es la historia, cariño,
concluyo. Y cuentan que Andrés, a partir de esa noche, inició lentamente su
carrera de escritor... Nadie advirtió que en el cuadro a Andersen le faltaba su
paraguas. Paraguas que, a su vez, pasados bastantes años, Andrés lo transmitió
a... Me callo. Mi nieto se ha dormido. Seguro que bajo sus párpados
cerrados estará ahora rematando el
relato a su manera desde el instante en que el sueño le venció y oyó mis
últimas palabras. De puntillas, sin hacer el menor ruido, para no despertarle,
me levanto y salgo al corredor. En los anaqueles que recubren las paredes
docenas de libros míos descansan en silencio. Saco una llave de mi bolsillo y
abro un cajón escondido detrás de una fila de volúmenes. Extraigo el paraguas y
vuelvo a su lado para depositarlo a la cabecera de su cama. Suspiro, y me
acerco a la ventana. Apoyado en el alféizar busco estrellas en el cielo.
Estamos en la gran ciudad, de luces de neón, y hay muy pocas, muy pocas... Pero
presiento que él, algún día, incluso así, sabrá preservar para el futuro el
legado que un hombre feo y triste, aunque de corazón espléndido, dejó para
todos nosotros hace ya mucho tiempo. La vida de cada hombre, dijo Andersen,
¿por que no esforzarse en que sea un bello cuento de hadas?
Un placer leerlos
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