No comprendían los infelices que si
susceptible de enmienda es un error, no lo es la necedad.
Benito Pérez Galdós, Bodas reales
Una vez más volvimos a reunirnos el
grupo de amigos, o allegados, que lo mismo da, para charlar durante unas horas.
Siempre encontrábamos, y encontramos, cosas nuevas que decirnos, quizás por la
necesidad que tenemos de hablar y de sentirnos vivos. Me gustan estas charlas,
y lo paso bien con ellas. A veces soy yo quien las provoca. Mis compañeros no
me van a la zaga. Reuniones como estas me parece que muestran el lado más
humano y amable del hombre. Saludé a los viejos camaradas; y comencé enseguida
con un asunto que había estado meditando durante algunos días.
-Conforme me hago más y más mayor
-dije sentándome-, más añoro mi pasada juventud. Y no porque aquella fuera una
edad dorada, sino por la certeza que tenía entonces, y de la que carezco ahora,
de que las cosas eran de una forma o de otra, bien definida. Y yo lo sabía.
Sabía muchas cosas en aquella época. Ahora, por el contrario, no sé nada.
-¡Ay, señor mío! -exclamó doña
Paquita- la ignorancia es muy atrevida. Uno, cuando no sabe nada, comienza
haciendo grandes afirmaciones; y termina, si tiene dos dedos de frente, confesando
que lo ignora casi todo.
-Hombre, tampoco exageremos
-intervino el señor Tomás-. Es decepcionante, si quieren ustedes, no saber
muchas más cosas a esta edad; pero creo que algo sabemos. Al menos si nos
comparamos con los pipiolos.
-No es por repetirme, ni por repetir
la historia -dije yo insistiendo en mi idea-. Ahora bien, no puedo por menos de
reconocer que quien tenía más razón que un santo era Sócrates: lo único que sé
es que no sé nada. No se trata ni de pipiolos ni de pipiolas.
-¿Está usted seguro de eso? A mí, y
perdóneme -volvió a intervenir el señor Tomás- cada vez que oigo eso de no sé
nada, o algo semejante, me suena un poco a falsa modestia, a hipocresía.
-En un momento de mi vida -le
respondí adelantándome a doña Paquita- no le hubiera dicho que no, como no le
niego ahora que muchas cosas las leí o las estudié por moda o por esnobismo.
No, ahora no digo que no sé nada por falsa modestia. No lo necesito. Es, si
quiere usted, la confesión de un fracaso.
-Eso no es nada reprobable. Recuerde
usted -añadió la buena mujer sonriendo con picardía- que los caminos del Señor
son infinitos.
-E inescrutables.
-No crea. A veces se entienden
perfectamente bien.
-Sí -asentí-. Los mensajes divinos
son cada vez más claros, como agua sin contaminar, de la que ya no queda. Los
que constituyen un enigma son los mensajes humanos.
-Si se refiere usted al pasado -me
replicó el señor Tomás- es cierto que hay cosas que, parece ser, ni las sabemos
ni las vamos a saber nunca jamás. Pero, el presente, lo que es el presente...
-No, con el pasado ya ni me meto.
Tenemos tantos enigmas planteados que hay libro de historia que se debería
titular Más interrogaciones sobre esta o aquella época.
-No es un título muy comercial que
digamos -bromeó doña Paquita-. Y los historiadores -me dijo sonriendo- también
comen.
-Sí -asentí- es un problema. Y
además de difícil solución, porque el día que la Humanidad termine con esa
absurda necesidad de comer tres veces al día, igual esto se convierte en una
balsa de aceite.
-No confíe mucho en ello -me
desengañó la buena mujer-. Yo creo que el hombre, en tanto no deje de ser lo
que es, buscará siempre motivos para matarse, pelearse, masacrarse y mantener
viva la épica.
-¡Mujer! -le salió del alma al señor
Tomás-. Algún día se notará que la humanidad ha avanzado.
-No, si ya se nota -repuso ella-.
Ahora las armas son más perfectas, más eficaces a la hora de eliminar al
enemigo.
-Sí -afirmé yo- porque las razones
para la sinrazón siguen siendo las mismas.
Mis compañeros se quedaron callados.
Me quedé esperando que alguien me preguntara qué quería decir con eso, o que me
invitara a explicarme. Nadie dijo nada. Pero yo, como he dicho, tenía ganas de
hablar.
-Hace algún tiempo -conté- fui a ver
una película un viernes por la tarde.
-¡Ah! -exclamó doña Paquita- ahora
me explico porqué los viernes sale de aquí vestido como si fuera usted un joven
de veinte años.
-Voy al cine, doña Paquita, voy al
cine. No quiero anquilosarme.
-Eso está muy bien. ¿Y qué película
nos va a contar?
-Ninguna. No les voy a contar
ninguna película. Es una pequeña reflexión en voz alta. Fui a ver, como les
estaba diciendo, una película. No era una película made in USA, cosa rara en
estos pagos.
-Los acuerdos comerciales son los
acuerdos comerciales -intervino el señor Tomás-. Sí, tal vez les parezca raro o
un contrasentido, pero si ellos nos compran zapatos a nosotros, nosotros, a
cambio, tenemos que comprar sus películas.
-Mientras las películas y los
zapatos sean buenos -dijo conciliadora doña Paquita.
-Hay mucha bazofia -sentenció el
señor Tomás. O mucho callo, siendo más preciso.
-No -dije yo rápido antes de que se
me olvidara lo que quería decir-; la película china que yo vi no lo era. Todo
lo contrario: me pareció una buena película.
-Podía usted haber avisado -dijo
doña Paquita.
-Otra vez la aviso, tranquila. Dicha
película -comencé a hablar rápidamente, harto ya de tanto inciso y corte- está
centrada en la guerra chino-japonesa. Como saben ustedes dicha guerra sucedió
poco antes de la II Guerra Mundial.
-Los fascismos emergentes -volvió a
cortar el señor Tomás.
-Sí -dije volviendo a tomar la
palabra rápidamente-. Nada más comenzar la película, que, por cierto, se titula
Ciudad de vida y muerte, de un tal Lu Chuan, parte del ejército chino es
apresado y desarmado por los japoneses.
-Ya me imagino lo que sucede a
continuación -dijo con un gesto de hastío doña Paquita-. Creo que no se ha
escrito nada mejor en contra de la guerra que Las troyanas, de
Eurípides.
-La vi cuando era joven -dije
sumiéndome en mis recuerdos-, en el teatro romano de Sagunto.
-¡Qué tiempos aquellos! -exclamó con
un dejo de nostalgia en la voz.
-Sí, qué tiempos aquellos
-corroboré-. Y es cierto, la tragedia de Eurípides es un alegato terrible en
contra de la guerra. Sin embargo, la película de la que le hablo aún va más
allá. Es dura, muy dura. No obstante, nada cuenta que no sepamos. Como les he
dicho -continué- nada más comenzar la película los soldados chinos son hechos
prisioneros. Los desarman y los meten en una especie de cercado. De allí los
van sacando en grupos y masacrándolos...
-Las guerras son bestiales -me
volvió a interrumpir doña Paquita.
-Sí, y en eso incide dicha película.
Viendo esas escenas de los soldados metidos en un cercado, la película es en
blanco y negro, lo cual me gustó mucho, de donde los sacan para ametrallarlos
en la orilla del mar, me acordé de que hace años, muchos, muchos años, Galba,
un romano, allá por el año 149 a. C., hizo lo mismo con los lusitanos aquí en
la Península: les prometió tierras si se rendían; ellos entregaron las armas;
los metió en un cercado con la excusa de contarlos, y mandó que los mataran a
todos. Parece ser que uno de los pocos que escaparon con vida, y tal vez sea
leyenda, fue Viriato. Leyenda lo de que se escapara, no la matanza, por
desgracia.
-En todas partes cuecen habas, y en
mi casa a calderadas -sentenció doña Paquita. Las guerras nunca traen nada
bueno. ¡Nunca!
-Todo eso está muy bien -dijo el
señor Tomás con un dejo de duda en la voz-. Sí, está muy bien -más firme- lo de
ser pacifista, y predicar el amor fraterno, el odio a la guerra, y todo lo
demás. Pero ¿qué tiene que hacer un padre que está en el paro y no tiene nada
de comer para dar a sus hijos? Eso por no hablar de la otras cosas porque ya
dijo alguien, también hace muchos años, que no sólo de pan vive el hombre.
-No se crea -dijo doña Paquita con
tristeza- lo he pensado en más de una ocasión. Y me asusta. Sí, tengo miedo. Y
no sé qué decirle.
-Yo reconozco -confesé- que cada vez
que sale este dichoso tema, me voy por la tangente: digo que me alegro de ser
mayor, y de que voy a morirme dentro de poco habiendo tenido la suerte de irme
al otro barrio sin haber conocido ni una guerra.
-No sé si eso es egoísta o no; pero
tiene usted razón: vamos a tener esa suerte. Quien lo va a tener muy mal es la
juventud de hoy en día... Yo -explicó doña Paquita en tanto los ojos comenzaban
a brillarle y no de alegría- de lo que alegro sobremanera es de haberme
jubilado. Cuando comencé a trabajar lo hice con toda la ilusión del mundo; y
creía que era interesante cuanto trataba de explicarles a mis alumnos... Con el
paso del tiempo, y con esta maldita crisis que no entiendo por más que me la
expliquen, no hacía si no preguntarme que para qué atormentaba a los chicos con
poemas, novelas, cuentos, análisis y comentarios de texto... Veía a la sociedad
abocada al desastre. Todos estábamos desencantados y desanimados. Cada vez más.
-Sin embargo, no me negará usted que
la educación no es importante...
-¿Para qué? -preguntó con rabia-. Al
fin y al cabo siempre los que triunfan, los que tienen dinero, los que lo
poseen todo, son los más animales... ¡Perdón perdón! Lo siento, lo siento. Pero
a veces decir en las clases a los alumnos que fueran educados, honestos,
personas de bien, era como atar a la gente de pies y manos para que se pudieran
aprovechar de ellos quienes no lo eran ni lo son, ni lo serán.
-Terrible dilema. Y grave crisis la
padecida por Europa. No sé si como consecuencia de la falsa unión monetaria, de
la ambición de unos, y del considerar todos los gobernantes al hombre como
medida económica nada más, o por todo junto. Pero sea como fuere, esa crisis ha
hecho que nos cuestionemos muchas cosas.
-Entre ellas -dijo el señor Tomás-
que para llegar a un cargo público se deberían cumplir unos ciertos requisitos.
No hace falta que diga que nuestros políticos carecen de ellos.
-La política -intervino la señora
Paquita- debería ser servicio, trabajo para la comunidad. Y se ha convertido en
todo lo contrario: se trabaja para llevar a un partido al poder; y así, en el
poder, sacar todas las prebendas posibles, las habidas y las por haber... No sé
quién dijo que era incongruente que se pida un carnet para poder conducir un
coche, y no se exija nada para poder ser padre... A lo mejor también había que
exigir algo para llegar a los cargos públicos.
-Ese vacío ha hecho -dije yo-
verdaderos payasos de muchos políticos. Muy a menudo causan vergüenza ajena. Da
grima oírlos cuando se ponen a defender lo indefendible para salvar a su
partido o a su jefe. O no tienen sentido común, o les falta el sentido de la
vergüenza y del ridículo.
-Y además -corroboró el señor Tomás-
no saben ni por dónde van. No hay más que ver lo que ha sucedido estos días con
Chipre. Igual toman unas decisiones que otras, que las contrarias.
-Ahí quería llegar yo -dijo doña
Paquita animándose-. ¿Alguien me puede explicar de dónde saca tantos millones
de euros el famoso Fondo Monetario Internacional, o el Banco Europeo o cómo se
llame? Tantos como para rescatar a un país, o a dos... ¿De dónde sale toda esa
inmensa cantidad de miles de millones? Y no hay dinero para educación. ¡Dios
mío, no entiendo nada!
-Se lo puede imaginar usted -dijo el
señor Tomás-: impuestos y más impuestos. Todos esos rescates los estamos
pagando todos nosotros. Ese dinero es nuestro dinero.
-Sí; pero parece que unos pagamos
más que otros.
-Como siempre -intervino doña
Paquita-, como siempre. Mi marido siempre me decía que no me creyera nada de
cuanto oía: cuando una persona, o una sociedad, habla mucho de una cosa, por
ahí peca. Dime de qué presumes y te diré de qué careces. Y aquí se nos hacía la
boca agua con la Democracia, la Transición, el Bienestar Social...
-¿Usted, cuando se hizo la
transición, votó si quería monarquía u otra forma de gobierno? -preguntó raudo
el señor Tomás.
-Nadie me preguntó nada.
-Pues ya tiene usted la primera
prueba de lo que se podía esperar: tenemos democracia pero con la forma de
gobierno que el poder ha querido. La última forma de gobierno que se votó en
España fue la República, ahogada en sangre por una rebelión militar,
minoritaria, pero que implicó a todo el país.
-¡Ay, por favor! -exclamó doña
Paquita como pidiendo clemencia- dejemos la Guerra Civil en paz. Estoy más que
harta del tema.
-Dejémosla. No hay problema. Coja
usted la Constitución, un artículo que está muy de moda hoy en día, y que nada
tiene que ver con la Guerra Civil: Los poderes públicos aseguran la
protección social, económica y jurídica de la familia.
-Se les olvidó poner que a partir de una determinada
renta.
-Tiene razón -me dijo el señor
Tomás-. Tiene razón. Han intentado desmantelar varios ambulatorios en
pueblos...
-Sí, es una vergüenza, -dijo doña
Paquita-. Pero ya lo decía don Francisco de Quevedo: poderoso caballero es don
dinero.
-Y aquello era una monarquía
supuestamente católica.
-Lo mismo da una forma de gobierno
que otra. Lo mismo da. Yo, señor Tomás, no confío en que esto lo solucionen
otros políticos distintos a los de ahora, ni otras formaciones o partidos
políticos.
-En eso -le dije yo- estoy de
acuerdo con usted. Tenemos un enfermo de cáncer, con metástasis incluida; y los
políticos y demás están discutiendo si aplicarle esparadrapo y aspirinas o las
dos cosas a la vez. Cuando no tirándose los trastos a la cabeza por si el
esparadrapo ha de ser de tela o de papel.
-Pues usted lo ha dicho -me replicó
el señor Tomás-: tal vez se trate de cambiar de médico.
-Lo malo -le repuse- es que aquí
nadie se va por propia iniciativa. Y se han presentado corruptos a las
elecciones, personas impresentables, pendientes de juicio, y han sacado
mayorías absolutas. Y la violencia, qué quiere que le diga...
-Sí, ya lo sé. El pacifismo y esas
cosas. Pero tenemos que morir todos. Y a veces es mejor morir por un poco de
dignidad que hacerlo de inanición.
-¡Dios mío, Dios mío! -exclamó doña
Paquita- ¿Tan mal están las cosas? ¿Ustedes creen..?
-Son muchos millones de parados,
señora.
-Sí, lo comprendo; pero ¿no se puede
hacer otra cosa?
El señor Tomás dijo que no con la
cabeza. Yo me quedé cabizbajo, y doña Paquita se puso a mirar por la ventana aunque
tenía la vista perdida. Así estuvimos durante varios minutos.
-El problema -murmuré sin que nadie
me hiciera caso- es más profundo. Un cambio de médico seguramente no va a
solucionar nada. Los cambios tienen que ser más profundos y radicales.
Nadie me contestó. Parecía como si
se hubieran quedado petrificados con las últimas palabras. Me acordé de una
anécdota y traté de animarlos con ella. Pero creo que acabé de hundirlos en la
miseria.
-Todo esto -dije yo al cabo de un
tiempo- me recuerda una anécdota del mentado Viriato. La leí hace muchos años.
Como ustedes saben, y como sucede siempre, cuando se produjo la invasión
romana, sin más pretensiones que frenar a Aníbal, unos se declararon a favor de
los romanos, y pretendían rendirse a ellos; y otros, entre los cuales estaba
Viriato, eran partidarios de luchar, de hacer frente al Imperio Romano. Viriato
les contó a los hombres de Itucci, que los lusitanos se parecían a las dos
mujeres, una joven y otra vieja, que se casaron con el mismo hombre, de edad indefinida.
La vieja le arrancaba los cabellos negros al hombre para que su apariencia se
acercara más a su edad; y la joven hacía lo mismo con las canas del pobre
hombre. Al final entre las dos lo dejaron calvo.
-Que el Señor nos coja confesados
-dijo doña Paquita santiguándose.
-Amén -respondí yo sonriendo, aunque
la cosa no era para tomarla a broma. Me quedé entonces con la misma y
desagradable situación que tuve cuando salí del cine de ver la película Ciudad
de vida y de muerte; o la de muchos años atrás cuando, en un teatro romano,
asistí a la representación de Las troyanas. No era una sensación
agradable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario