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viernes, 29 de junio de 2012

EL EMIGRANTE, por Miguel Ábalos, de Montevideo, Uruguay

El 1ro. de setiembre de 1939 Alemania invadía Polonia. Pocos días después, Inglaterra y Francia le declaraban la guerra. Era el comienzo de la segunda guerra mundial, donde el continente europeo sufrió las peores consecuencias.
La gente intentaba huir, presintiendo lo terrible. Poner distancia a la muerte era lo más sensato.  Muchos lograron emigrar a América del Sur, que en ese momento ofrecía una mayor seguridad.
Gino decidió abandonar el querido pueblo que lo había visto nacer y crecer. Ya sus padres habían muerto. Con profundo dolor vendió lo más amado que le quedaba: su tierra y sus enseres, y ya sin lágrimas le dijo adiós a aquel bendito lugar.
Con el poco dinero que logró reunir y algo de ropa, abordó el primer barco que zarpaba para estas tierras. Amontonado con hombres y mujeres en un viejo carguero, navegó durante muchas semanas en que sus sueños y esperanzas se entrelazaban con la nostalgia de lo que había dejado atrás.  Pasaba horas en la oscuridad escuchando el canto del mar. Cada día se sentía más lejos de lo que más quería, avanzando hacia lo desconocido.
Una mañana llegó a nuestro puerto, donde nadie lo esperaba.  Lo invadió una profunda tristeza pero ya era demasiado tarde para lamentarse.  Apretó los dientes y se dispuso a enfrentar al destino ignorando las sorpresas que podría depararle.
Por causa de esa guerra, en estas latitudes la situación era floreciente, como Europa no podía producir, América la abastecía. Había trabajo para todos y para los inmigrantes también.  Uruguay abrió sus puertas para ellos y Montevideo le brindó a Gino su oportunidad, como a uno más de sus hijos. 
Poco tiempo después, se casaba con una paisana que había venido de un pueblo cercano al suyo.  Trabajaron duro y fueron forjando sueños que de a poco se hicieron realidad.  Levantaron su casa y sus hijos crecieron con el cuidado y el esfuerzo de esos dos seres que hacían del amor un culto. Muchos atardeceres añoraron juntos su querida tierra con los ojos cargados de lágrimas.
Así los años se fueron deslizando mientras sus cabellos blanqueaban.  Los hijos formaron sus propias familias y ellos se quedaron con todo el amor que se profesaban.
Pero nada es eterno, y el destino le quitó lo más hermoso que un día le había dado: su compañera. Gino se quedó sin sueños, sin esperanzas, sin aquella fuerza interior que tenía cuando llegó a este país. Quiso llorar el amor que ya no estaba, y una vez más no tuvo lágrimas.
En su soledad, pensaba que siempre hay un lugar en el mundo donde vivir... pero para morir hay uno solo, y es donde nacimos. Entonces, cincuenta años después de haberlo dejado, Gino volvió a su pueblo. 
Ya no era lo mismo, pero era su tierra, la que más amaba. Se sintió feliz, como hacía mucho no lo hacía... y esperó la muerte en paz.

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