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jueves, 12 de abril de 2012

LA OSCURIDAD ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

Primero fueron los sonidos. Huecos, como con sordina. Lentamente sus oídos se fueron acostumbrando a ese leve tintineo de agua y la sensación de estar entre paredes de piedra. No había mucho para escuchar. Había un sonido de vida, lo podía percibir, pero era lejano. Estaba más allá de ese sitio donde estaba. Allí dentro, reverberaba la piedra y el musgo.
Se negaba a reconocerse y a reconocer lo que lo rodeaba. Sin embargo una voz en su interior le dijo que debía aguzar sus sentidos, despertar, amanecer. Primero sintió las manos. Le cosquilleaban. Hacía miles de años que estaban atadas por extraños grilletes, oxidados, algo flojos, pero grilletes al fin. Las manos – se las toco la una con la otra – tenían una suciedad que más que suciedad era grela. Barro de centurias. Los dedos enmohecidos, las uñas largas que adivinaba descuidadas. Luego fue ver qué pasaba con su cuerpo. Lo imaginó enjuto, lo imaginó magro, flaco, sin ánimos. Luego sintió cosas que apresaban su cuello y sus tobillos. Eran también grilletes. El del cuello no le molestaba, era más bien como una levita, como una camisa grande, en el momento que se percató de él, dejó de pensarlo como una molestia, instantáneamente. Los de los pies eran en cambio los más difíciles de sobrellevar. Esos le impedían todo movimiento y estaban tirantes, a lo que por el sonido adivinó como cadenas.
Logró percatarse que estaba sentado en algo que se parecía a una piedra. Incómoda. Servía para eso, para sentarse, sin embargo no era para eso para lo que debían estar las piedras pensó. Y ahí tuvo consciencia de sus pensamientos. Ellos le fueron llegando como oleadas, como el mar cuando se acerca a la orilla. Iban y venían. Y pensaba todo en una lengua que le era desconocida pero la entendía.
Lo primero que pensó fue: ¿ Είμαι εδώ? Y se repitió ¿ Είμαι εδώ? Y en el momento comprendió que estaba diciendo ¿qué hago acá? Luego se dijo: ¿ Εμένα;? Y nítidamente, como una espada de fuego que atraviesa un velo rasgado entendió que se preguntaba ¿quién soy? No lo supo, pero estaba hablando griego antiguo, el más antiguo que jamás se había hablado, y que esas preguntas se estaban haciendo los hombres desde tiempos inmemoriales y se las seguirían haciendo por los siglos de los siglos. Y que se inventarían cuentos como respuestas, historias fantásticas, héroes míticos, dioses inmortales, dioses eternos, redentores y vengativos, mansos y furiosos. Pero él no podía saberlo en ese entonces ni lo sabría jamás.
Con temor, con miedo, con un horror espantoso comprendió que era un hombre, se pensó, se reflejó a sí mismo, se autopensó y el terror se hizo casi pánico. Se dio cuenta que no era un animal, ni una planta ni una piedra, sino algo mucho más allá, de su entendimiento y de los otros. Y acto seguido se preguntó, como todos los hombres de todos los tiempos: ¿ Γιατί δεν είμαι ο Θεός;? (¿Porqué no soy dios?) y no halló respuesta. Y volvió a preguntarse por varios minutos, o días, o meses, o años. Y no halló respuesta. Y dejó entonces la pregunta de lado.
Luego vino la parte más difícil: Ver la realidad. Lenta e imperceptiblemente comenzó a escuchar unos susurros, en un idioma parecido al de él y dijo ¿ ο οποίος μεταβαίνει εκεί;? (¿quién anda allí?) y varias voces, tímidamente le fueron respondiendo: Εμείς, το συνάδελφό σας! (¡Nosotros, tus compañeros!). Entonces tuvo que encarar la tarea tal vez más dura, más cruel, más intrépida de todas las que había realizado hasta entonces: Abrir los ojos, levantar esos párpados de hierro y cobre, llenos de orín y de tiempo, cerrados desde centurias. Y lo hizo.
Lo que vio fue algo que esperaba. Lo presentía como quien sabe que va a llover mirando las nubes, aunque él no sabía ni lo que era la lluvia ni las nubes. Un grupo de hombres lo rodeaba, en las mismas condiciones que él, prisioneros aparentemente, con las mismas cadenas que les sujetaban el cuello, las manos y las piernas. Estaban tanto él como los otros (alcanzó a contar siete) de forma que únicamente podían mirar hacia la pared del fondo de esa espaciosa caverna, pero increíblemente los grilletes les impedían girar la cabeza. Justo detrás de ellos, el hombre adivinó un muro con un pasillo y algo que por el resplandor adivinó (por el crepitar y el fulgor rojo y oscilante) una hoguera que daba a la entrada de la cueva. Cuando sus ojos estuvieron habituados a ese ambiente tenebroso y lúgubre comenzó a hablar y esto dijo: Για εμάς όταν κάνουμε εμείς; Γιατί εμείς εδώ; (¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos? ¿Porqué estamos acá?) y acto seguido el resto de los hombres comenzaron a hablar en todas las lenguas, con todos los matices, con susurros y con gritos, riéndose y llorando. Él, que ya para esta altura del partido se dio cuenta que era griego, sin saber siquiera lo que ello significaba, entendió todas las lenguas, todos los idiomas, todos los matices, y en su desordenada cabeza comprendió que todos, como un coro trágico decían lo mismo: “¡¡No lo sabemos!!”
Cuando fueron acallándose las voces, el hombre tuvo algunas ideas más claras, los sentidos más aguzados y mayor consciencia de sí. Y alcanzó a ver que por el pasillo del muro circulaban hombres portando todo tipo de objetos cuyas sombras, gracias a la iluminación de la hoguera, se proyectan en la pared que los prisioneros veían. Uno de ellos exclamó: ¡ولندع هذا هو الواقع! ولندعجميع!¡ذلك هو ان واقعنا! ولندع ان العالم يجب ان يكون ذلك!! El hombre entendió enseguida que quien hablaba era un árabe y que decía: ¡Esa es la realidad! ¡Mirad todos! ¡Esa es nuestra realidad! ¡El mundo debe ser así!
El hombre abandonó un rato su cabeza contra el pecho y meditó. Nunca supo si fueron meses, años o centurias. Sólo supo que esas sombras proyectadas eran eso. Sólo eso. Durante meses se dedicó con un fino alambre a tratar de sacarse un grillete de una mano. Tal vez lo hizo en un santiamén, tal vez no. Jamás lo sabremos. Cómo o de qué forma logro liberarse de sus ataduras no es tarea de este narrador contar, y deberán ustedes preguntarle a los restantes siete que les refieran los hechos.
Un día el hombre logró incorporarse sobre sus pies, al principio de forma temblorosa, cayó y se levantó varias veces, hasta que algo que se asemejaban a sus pies lo plantaron bien sobre el suelo. Y dio el primer paso. Los demás le gritaban miles de cosas, él escuchó a un hebreo que se desgañitaba ¡ קרא זה, מה ק.? תארך כאן! (¡Estas loco, quédate aquí!). Caminó a tientas por ese pasillo, ayudándose con las manos que se apoyaban en los muros llenos de insectos y de suciedad, claro que el no comprendía el significado ni de uno ni de lo otro. Al llegar a la boca de la caverna vio todo claro, el sol lo deslumbraba, la realidad lo enceguecía. Todo le parecía mágico y maravilloso. Cuando sus pupilas lograron adaptarse se dio cuenta que estaba obstruyendo el paso de cientos de hombre que llevaban bultos de acá para allá.
Caminó un poco hacia fuera y vio una imagen deslumbrante: En una blanca túnica que apenas ocultaba sus formas divinas, sus senos de miel, su sexo oscuro y maravilloso, se le acerco una hermosa mujer, con bucles de azabache, con sonrisa cristalina, con manos de terciopelo. Tenía un cántaro en la mano y se lo tendió de sus asas diciéndole: “proteja as águas para tudo durante os anos de sofrimento aqui a você, agora em aumentou isto ele a realidade, é a realidade o tau sempre era acompa~naré na realização” y el hombre entendió enseguida que le estaba ofreciendo el agua del cántaro y que de ahora en más esa iba a ser tu realidad y que esa mujer lo acompañaría por siempre.
Levantó el cántaro y bebió, bebió con avidez y desesperación, mientras la mujer lo tomaba de la mano y lo llevaba a su choza, en el medio de un monte lleno de flores, en un prado muy verde y hermoso.
Sin embargo, por un extraño encantamiento algo sucedió que trocó ese paraíso en debacle. Súbitamente el cielo se tornó de un blanco nacarado y comenzaron a surgir extrañas y gigantes formas geométricas, negras, ominosas, y el cielo y los símbolos se cernían a velocidad pasmosa sobre la mujer y el hombre. Cuando él se quiso dar cuenta, todo se cerró con un estrépito. ¡¡Blam!! Como cuando una tapa cae, cuero sobre papel. Y la oscuridad más absoluta.
Y Lautaro, con sus 17 años recién cumplidos cerró el libro en ese instante. Lo cerró con furia y de golpe. Y concluyó que era una soberana estupidez que en la Universidad de Derecho le hiciesen estudiar el Séptimo Libro de La República de Platón. Para qué cuernos habría de leerlo. Y pensó que mañana mismo le pediría a Claudio esos apuntes que resumen todo.
Tomó una lata de cerveza de la heladera y se fue a su cuarto. Sus padres seguían discutiendo con la puerta de su cuarto cerrada. Como hacía años y años lo hacían. Los gritos se oían igual. Puso en la televisión el partido de su equipo favorito a todo volumen y se quedó dormido.

2 comentarios:

  1. Realmente ha sido una grata lectura
    saludos

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  2. Muchas gracias Lilian. Gracias por apreciar la parábola de la caverna, del Libro III de la República de Platón escrito en tono de sorna. No todos los lectores saben apreciar determinados relatos
    Eva y Carlos
    Editores de "Todas las Artes"

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