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jueves, 5 de abril de 2012

EL GRITO DE ASENCIO ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

Luis había crecido en el seno de una familia argentina muy humilde. Nunca había salido del pozo, ni lo haría jamás. Sus esfuerzos para superarse siempre habían sido en vano. A gatas terminó el secundario y se conchabó como empleado en una fábrica con pésimo sueldo. Lo único que tenía a su favor era su pasión por la historia latinoamericana, que conocía al dedillo de puro autodidacta. Cientos de libros apilados en su pobre casa daban fe de ello.
Con el tiempo conoció a muchacha humilde y se fueron a vivir al fondo de los padres de él. Por otro lado, pese a sus esfuerzos, a Luis lo echaban de una fábrica y entraba en otra peor. La Mabel hacía costura para afuera y aunque su compañero jamás se enteró, hizo la calle por un tiempo, aportando los pocos pesos que los ayudaban a llegar aunque sea a 20 de mes. Luego se cansó cuando un cliente le levantó la mano, y ahí se dio cuenta que lo suyo era el corte y confección, y no la calle.
            Sólo tuvieron unas míseras vacaciones en 10 años de casados. Fue cuando el tío Ignacio le prestó una casa de chapas en Santa Teresita por una semana. Y nada más. Su vida eran sinsabores, esfuerzo y pan duro calentado del día anterior.
            Jugaba a la quiniela todas las semanas. Unos pocos pesitos. De vez en cuando un Loto. Jamás de los jamases se sacó nada. En la lotería de la vida cantaron números y Luis había comprado letras. Hasta que llegó ese día mágico y egregio en que Luis compró la rifa del barrio. Sin esperar nada, si total tenía menos suerte que borracho en el casino.
            A la mañana la Mabel le revisó los bolsillos del pantalón del día anterior y le encontró el talón de la rifa. Mientras preparaba el desayuno con mate y un pan seco, se fijó en el diario que Doña Anselma les dejaba –sólo por los clasificados y para ver si Luis conseguía algo mejor - y por casualidad miró los números de la Provincia. Y allí estaba: el 4213 a la cabeza. El mismo que le encontró a Luis en el pantalón. Y con alegría despertó al patrón, para darle la buena nueva. Luis al principio se puso contento pero luego comenzó a desconfiar, quién sabe cuál era el premio del club, pensó. Se fue al taller, reparó dos bielas. Luego fue a la casa de los Gómez, los más acomodados de Valentín Alsina para hacer la pintura de las dos paredes que le faltaban, arregló la moto de Cacho y a eso de las ocho enfiló al club. Y allí se enteró: Dos boletos de ida y vuelta, fin de semana completo en Montevideo, justo él que no conocía ni Mar del Plata.
Cuando llegó el día estaban en Buquebús como dos mieleros, cargando su Citroën modelo 76 en la bodega. Y con toda su ilusión a cuestas recorrieron las tres horas que los separaba de la ciudad que imaginaban todas luces, todo color, todo encanto.
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Wilson Aldunate Durán era de familia bien. Educado en los mejores colegios que los blancos aristocráticos podían pagar y tenía hasta un doctorado en Harvard. Arquitecto de profesión, estafador de vocación, andaba por la vida engañando, mintiendo y rapiñando. Nunca se había casado, pero en su piso de soltero rico de Carrasco no había noche en que no estuviera acompañado. Viajaba al Caribe todos los veranos. Invierno en Saint Moritz, y cada tanto, una escapada a Miami para comprar lo último en tecnología y hacer alguna que otra inversión.
            La crisis del 2002 lo había pasado por arriba como si tal cosa, merced a sus buenos contactos, tanto con Blancos como con Colorados, y su dinero, seguía multiplicándose. Wilson era a todas luces un ganador, un fiel exponente de la clase alta uruguaya. Y como tal, y entre otras, no estaba dispuesto a renunciar al palco en el Colón de Buenos Aires, que lo había heredado de sus abuelos, y se los dejaría a sus nietos, si es que alguna vez tenía hijos.
            Para Wilson, Víctor Hugo Morales, Natalia Oreiro y tantos otros eran arribistas sin remedio, que veraneaban en San Ignacio cuando él estaba en Roma o París. Wilson era la clase alta uruguaya y la clase alta uruguaya era Wilson.
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Esa extraña mañana, Luis había salido de Buquebús con más ilusiones que plata. Se subió a su destartalado cascajo y bajó al Puerto.
Pero antes de dejar los bolsos quiso conocer en su auto algo de esa ciudad de la que tanto había leído y admirado en sus preciados libros. Enfiló para el centro y en la esquina de 18 y Gaboto sucedió el encuentro de los encuentros. Trató de esquivar a un canillita y se cruzó imprevistamente de carril. Detrás, venía Wilson con su flamante Porsche dorado, pensando en cuántos millones de dólares ganaría ese día en la bolsa. Se le cruzó el Citroën y atinó a frenar de golpe y ver la patente argentina. Bajó su ventanilla y le gritó a voz en cuello al conductor: ¡¡ E’ Bo’, porteño mongólico!! Y siguió su camino raudamente luego de haber pegado ese grito ancestral, en el que Luis – con sus vastos conocimientos de historia latinoamericana – reconoció que estaba hecho de doscientos años de frustraciones y resentimientos, del Sitio de Oribe y de los Unitarios de Buenos Aires, del deme dos argentino, y del “a las órdenes” servil de los mozos que escupían en la cocina los cafés de los porteños arrogantes, de Punta del Este y de la Isla Martín García, de las derrotas de Peñarol a manos de Boca y de la decisión de Artigas, de la triste Guerra de la Triple Alianza y del pobre Solís al lado del soberbio Colón, de Tinelli, de la ciudad de 12 millones de habitantes que día a día basureaba a la aldea de tan sólo un millón y medio, y de la porquería imperialista “argenta” que hacía 200 años no paraba de humillar a los hermanos del otro lado del Río.
            Y Luis comprendió por primera vez en su vida que el tema no pasaba por una cuestión de clase, sino por la desmesura y la prepotencia. Y ahí entendió el festejo desaforado de la última Copa América, el 4 a 2 del Mundial del ‘30 y el rigor sobrehumano de Peñarol frente a River en Chile. Y cayó en la cuenta de lo cruel que puede ser, ser argentino a los ojos de un uruguayo. En sus oídos escuchaba una y otra vez esa frase paradigmática: ¡¡ E’ Bo’, porteño mongólico!!
            Como pudo puso cuarta y alcanzó al bote del potentado, hasta cruzárselo en una esquina. Se bajó del auto, paró al hermano oriental y le pidió perdón. Y estuvo como una hora pidiéndole perdón por doscientos años de discriminación y chauvinismo. Wilson asentía y callaba. Terminó el desagravio de todos los desagravios y acto seguido subió a su auto y enfiló para el puerto. Y se volvió ahí mismo, entre las protestas de Mabel.
            Y ese día, se juró no volver nunca más en su vida a Uruguay. Por más rifas que ganara.

2 comentarios:

  1. Me pasó a mí personalmente, el grito se entiende, lo demás es absoluta ficción. Pero me quedó impregnado en la memoria "cultural" que dicen uno tiene, ese grito. Y bueno... resultó un cuento. Gracias por haberte gustado
    Carlos

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