A mi gran amigo Lucho, inspirador de este relato.
La sangre del atardecer teñía el amplio ventanal de ese bar de Barracas al sur. Parecía que el rojo del ocaso pintaba las ordinarias cortinas y las convertía en una escenografía dantesca. Del lado de adentro los comensales hacían visera con las manos, mirando como febo moría lentamente en las aguas podridas del Riachuelo. Era un espectáculo que pocos se podían dar el lujo de apreciar, y muchos menos los que le daban la magnitud y grandeza que se merecía.
Dos o tres colectivos pasaron raudamente, despidiendo del día a los trabajadores. La mayoría eran autos desesperados por llegar al refugio del hogar. Del lado de adentro el Gallego, el Tano, José y el Ruso despuntaban su cita semanal con un mus bastante peleado. Lo cierto es que existía un código no dicho pero sabido de antemano por el cual el juego era un simple pasatiempo, una pausa en el trajín de la vida, mientras esperaban a su querido gomía, “El Turco” y sus historias inverosímiles pero atragantes.
El reloj de péndulo del bar - más antiguo que sus propias piedras - dio las 7 y los cuatro lo escucharon e imperceptiblemente se removieron en sus sillas de cuerina gastada, sin decir ni pío. Ya la demora los comenzaba a intranquilizar. Cinco minutos más tarde la puerta de madera con las calcomanías de Cinzano, Campari y Jabón Federal se abrió de par en par y lo vieron. Nadie levantó la vista de las cartas gastadas. Pero por dentro todos suspiraron aliviados. El Turco se sentó y todos ellos vieron que detrás de él venía una pesadumbre difícil de describir.
- ¿Qué tenés boludo hoy, que parece que te hubiera pasado un camión por encima? le descerrajó con su habitual delicadeza el Tano Brandán.
- Dejate de joder, Tano, que esta vez no estoy de humor, le contestó el animador de la velada.
- No, esta vez no. No te preguntamos un carajo y punto. Todos los jueves nos hacés lo mismo, se despachó el Ruso mientras orejeaba un naipe.
- ¿Me alcanzás un cortado en jarrito, con leche fría? se volteó el Turco al mozo y el reincorporarse a la mesa soltó: Hoy no jodo ni cuento nada extraordinario. Les traigo la posta, porque estoy hecho mierda. Le cagué la vida a un amigo. Y todo por una peluca
Sobre la mesa de los veteranos se hizo un silencio de pasmo. Nadie quería preguntar, pero tampoco nadie se quería quedar sin saber la historia – que parecía esta vez tragedia – que asomaba de esos labios orientales. Hasta que el Gallego cortó el frío y asumiendo su rol en ese pequeño microcosmos, señaló:
- Y…. mientras nosotros seguimos con la partida si querés podes desahogarte un poco…
El Turco revolvió por un instante el cortado y viendo de soslayo como el mozo se quedaba cerca para no perder detalle, arrancó:
- El tipo era un amigo del barrio. De esos que vienen a la tienda una o dos veces por semana. Más joven que yo. Debía orillar los cincuenta. Y cada vez que pasaba nos quedábamos dándole a la sin hueso al menos una hora. Un señor, el tipo ¿eh? Un señor. Siempre bien trajeado, alguna que otra vez gemelos de oro. Se dedicaba a la joyería, creo. Y además, ruso como vos – y lo señaló a su colorado amigo apodado Ruso por obvias razones -. Y viste como son estas cosas, se llevaba un par de metros de tela de seda y a la semana me traía un Omega precioso. Los códigos nuestros no son como los de ahora, muchachos. Nosotros seguimos cultivando al trueque como una forma más de supervivencia. Pero ¿a qué iba? ¡Ah! Ya está. El tipo hará cosa de seis meses empieza a franquearse conmigo, y me cuenta que con la jermu, nada. Pero nada de nada ¿me entienden?
- No garchaban, querés decir soltó José mientras tiraba un as en la mesa.
- Exacto, contestó el cuentista.
- Y… porque debía ser un loro barranquero, la mina completó el Gallego.
- Ves, ahí te equivocás de acá a Luján, Gaita, respondió el Turco. La tipa estaba más buena que el pan tostado. Se mantenía en forma. Tenía un par de tetas para llevárselas a la mesa de luz y rezarles todas las noches. Rubia, alta, buenas patas, con tobillos finitos como las yeguas ¿me siguen? El tema pasaba por la rutina. El coso me contó que después que se casaron los dos pibes los asaltó como un vacío de la concha de la lora. Salían a cenar afuera, iban al cine, charlaban todos los días animadamente, iban a las casa de los hijos, etcétera, etcétera. Pero cuando llegaba el momento de la verdad ni ella ya se calentaba con él, ni el con ella. No cogían ni en fiestas de guardar. Hasta que yo tuve esa puta idea, remató.
- Daale, nene… le soltó amenazadoramente José, contá, ¿querés?
- Bueno, yo le dije que porqué no probaban cosas diferentes, como para volver a encender la llama, disfraces, roles, situaciones, qué se yo. Era porque la semana pasada había estado ojeando una “Cosmopolitan” de mierda que dejó tirada la patrona por ahí. Le dije que, para empezar, porqué no le pedía que se pusiera por ejemplo, una peluca roja ella, y él que se empilchara de médico. Y que hicieran el bardo de que le hacía la visita a domicilio, y esas giladas. Nada del otro mundo, nada que cualquiera de nosotros no sepa de antemano
- Y entonces? le masculló el Tano mientras masticaba una medialuna de grasa.
- Y… al principio el coso dudó un poco. Me dijo que hacer eso era como traicionarse a sí mismo. Que su mujer se iba a negar, que era como hacerle el amor a otro tipo o a otra mina. Cambió de tema y a la media hora se fue. La cosa es que a la semana entró al negocio como una tromba, estaba enloquecido. Se tiró por arriba del mostrador y con los ojos salidos de la cara me gritaba “¡¡Me salvaste, Turco!! ¡¡Sos un genio!! Lo serené y le pedí que me contara. La cosa es que la mina al principio se resistió un poco, pero después me dijo que le pareció simpática la idea. Al otro día empezaron y a los dos la cabeza les estalló como una molotov. Se pasaron toda la semana garchando, disfrazado él de médico, de obrero del puerto, de bombero. Ella al principio peluca roja, al otro día conjunto de ropa interior nuevo, al otro día con un látigo en la mano y haciendo cosas raras. Estaban como locos. El tipo lisa y llanamente me estaba agradeciendo la vida, muchachos, me debía de ahí en más todos los polvos de su vida
- ¿Y la tragedia, entonces, salame? tiró el ruso.
- Para, para. No lo ví al punto como por dos meses. Me imaginé que estaría dándose la gran joda con la patrona y me sentí bien. La cosa es que hace una semana se me cayó por el negocio con una cara que ni les cuento. ¡¡Estaba fisurado, partido por la vida!! Con asombro le pregunté qué le pasaba. Me contó que hacía unos cinco días se cae a la casa, y la mina no estaba. Empieza a llamar por teléfono a los conocidos. Nada. Cerca de las doce se preocupa y empieza a llamar a la cana, a los hospitales, a todos lado. Va, hace la denuncia. Se pasa toda la “cheno” yirando con el coche, y nada. Al otro día sigue desesperado, meta llamar, el celular estaba apagado y el resto de la parentela en un estado de nerviosismo igual que él. La suegra, hinchahuevos como siempre le decía “Algo le habrás hecho vos a mi Marielita”, a lo que los hermanos la mandaban callar. Así un par de días. Al tercer día el amigo sigue sin dormir y desesperado sin saber nada de la jermu. A eso de las doce de la noche, como el coso vive en Recoleta baja al cabarulo que tiene a dos cuadras, ese tan caro que se llama “Cocot” ¿Lo conocen? – a lo que todos en la mesa se hacen los boludos olímpicamente – bueno, si lo conocen, no se hagan los giles conmigo. Y el tipo, que había sido alcohólico y no te tomaba ni un amargo serrano, larga todo a la mierda y se pido un güiscacho doble. Está en eso cuando entran a salir las trolas, que una hacía lo del caño, otra se te sentaba en la falda. El tipo ni mu. Estaba absorto en su bebida y en la desaparición de su jermu. Cuando de repente ve a una rubia que le parece conocida. Estaba meta parla y toqueteo con un cliente. Con disimulo se va acercando y ¿a qué no saben lo que ve?
Todos a casi a coro preguntan ¿Qué?
A la mujer. No lo podía creer. Mina educada, fina, de su casa, con dos pibes. De repente se raja para ir a ese boliche. La caza del brazo, la zarandea y le pregunta ¿Qué hacés vos acá, hija de puta? a lo que la mina le contesta que él desató los demonios que había dentro de ella, qué él hizo parir con sus fantasías a la trola que toda mujer lleva dentro, que ya no quería saber más nada de él, ¿para qué si podía tener todos los hombres que quisiera?, y cosas así. Él va, habla con el dueño desesperado, el tipo le dice que una mina así le prestigia el lugar, que es un minón, mi amigo lo caga a piñas, pasa la noche en una comisaría. Y fin de la historia. Fin del matrimonio. Y fin del relato. Y la verdad muchachos, estoy hecho bosta. Le cagué, sin darme cuenta, la vida a un tipo.
José dejó las cartas sobre la mesa y le dijo que no, que él le había dado un consejo desinteresado, que él no podía saber lo que iba a desatar, que cada matrimonio es un mundo. Y así cada uno de los muchachos le fue dando ánimo hasta que la cara del Turco pareció haberse recompuesto un poco.
El Gallego se estaba yendo y lo invitaron a sumarse al juego, a lo que el Turco asintió, ya más tranquilo y relajado. A eso de las nueve y faltando minutos para terminar la velada el Turco comienza a reírse para sus adentros, como con disimulo. Los tres muchachos le preguntan con intriga qué le pasa, y el gordo contesta:
- Nada, estaba pensando que alguna noche nos tendríamos que dar una vuelta por “Cocot” ¿no?
El sonido que se escuchó no fue el reloj del boliche dando las horas, sino la bandeja del mozo, que era uno más de ellos, pegándole con indignación en la nuca al Turco, que no abrió más la boca por el resto de lo que duró el café.
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