Cuando me levanté aquella mañana, muy temprano, como siempre, mi primera reacción, tras la ducha, fue ir a la amplia habitación donde tenía todos los libros, el ordenador y la mesa de trabajo. En una de las estanterías había bastantes volúmenes de Erasmo o sobre él. No cogí ninguno. Busqué, por el contrario, una gruesa libreta en la que había ido anotando frases suyas y de sus estudiosos. Releyéndola lamenté, una vez más, mi falta de memoria. Hubiera deseado en aquel momento, y, horas después, cuando me dirigía a casa de Azorín, recordar todas aquellas lecturas, tenerlas tan frescas como si las acabara de realizar. Era pedir cotufas en el golfo. Oiría lo que tuviera que decir Azorín, y procuraría que mis intervenciones fueran lógicas y coherentes. Me llevé la libreta, oculta en un bosillo de mi anorak.
-Buenos días, Azorín. No me dirá usted que no hace una agradable temperatura.
-Buenos días, joven amigo. Una excelente temperatura. La ideal para darnos un buen paseo.
-Pues vamos allá, que en la tardanza está el peligro.
-Muy bien, y ya que me apremia usted, empezaré sin más dilación. Como usted recordará, quedamos en seguir hablando de Erasmo de Rotterdam.
-Lo recuerdo. De hecho he estado consultando apuntes y mirando libros para tratar de estar a su altura.
-No se preocupe por eso: seguramente lo estará, y de sobras. Usted, en su breve exposición de ayer, quería contraponer la visión que dan de Erasmo, Zweig y Huizinga. De alguna forma lo logró, aunque sus observaciones se decantaron más por Zweig que por el historiador holandés.
-Prometo corregir tal desequilibrio del cual, que conste, soy consciente.
-Bien. Su querido amigo Zweig, cuando habla del Elogio de la locura, viene a decir que la gran virtud de Erasmo en dicho libro es hacer que hable la estulticia, la necedad, en vez de hacerlo él, el autor, con lo cual la burla, la ironía, queda un tanto enmascarada. Es un artificio literario muy productivo, que el señor Zweig parece atribuir a Erasmo.
-Sí, yo también me fijé en ese pequeño detalle.
-¿Y qué conclusiones sacó usted?
-La más lógica sería decir que Zweig no conocía las novelas de caballerías.
-Efectivamente. Pues es ese un viejo artificio. Aparece un manuscrito, una maleta con libros, un cofre con folios, y el autor se desentiende. Ya sabe: la culpa es de Cide Hamete Benengeli. ¿Qué mejor artificio para montar, sin pérdida de verosimilitud, el diálogo entre Sancho Panza y su mujer? Todo puede ser una mixtificación, dado el lenguaje que utilizan los dos labradores; pero Cervantes se limita a transcribir lo que escribió Cide Hamete. ¿No le parece una genialidad?
-¿Leyó Cervantes el Elogio de la locura?
-Es posible. Tal vez su maestro, López de Hoyos, le leyera fragmentos y los comentara, o le pasara el libro. Pero no creo que Cervantes extraiga de dicho Elogio a Cide Hamete. El antecedente de este son los sabios que contaban historias en las novelas de caballerías.
-Tal vez sea así. Sin embargo, es indudable que Erasmo influyó en Cervantes.
-Por supuesto. Y en toda una época, ¡y qué época! Probablemente Cervantes sería hijo de conversos; de ahí los duelos y quebrantos que come don Quijote, o, más claro todavía: el refrán que le endilga a Sancho Panza, cuando este se vanagloria de ser cristiano viejo: “no con quien naces, sino con quien paces”, le espeta don Quijote. Es decir, que cada uno es hijo de sus obras. ¿Sonríe usted? ¡Ah, claro, el pecado original!
-Sí, pero dejémoslo estar. Hoy sólo tiene importancia para algunos creyentes. Quiero decir que ya no es pecado, social, descender de Mustafá o de Ben Rodríguez.
-Seguramente casi todos descendemos de uno de los dos.
-Si hace caso a los libros de Américo Castro, desde luego. Y no creo que fuera muy errado.
-Según él, todos los autores de los siglos de oro, excepción hecha de Quevedo, son descendientes de conversos. Nada tiene de extraño, por lo tanto, que Erasmo influyera en estas personas, un tanto angustiadas y que buscaban la verdad desesperadamente. Obligados a cambiar de religión, tuvieron que dedicar mucho tiempo a la meditación, a la introspección, la búsqueda de un sentido a todo cuanto les estaba sucediendo.
-Y se percataron de que los acusaban a ellos de malos cristianos, y los llevaban a la hoguera, en tanto que los buenos, los cristianos viejos, reducían el cristianismo a fórmulas y rituales sin sentido. Y a llevarlos al crematorio, por supuesto.
-Exacto, algo así debió pasar. Pero, querido amigo, ¿no le parece a usted que el hombre tiene una enorme tendencia a la pereza, y, en consecuencia, a ritualizarlo todo para no tener que pensar en nada?
-Sí. Pero también me doy cuenta, y quiero hacer insistencia en Erasmo, de que toda doctrina o política, religión o ideario, tiende a desvirtuarse y a convertirse en lo contrario a lo que era en su origen. Así que todo acaba siendo igual, lo novedoso y lo viejo.
-Efectivamente. De eso se percataron muchas personas antes de la llegada de Erasmo. ¿Qué son las órdenes mendicantes sino gritos dados en el desierto sobre el abandono de los ideales de Cristo por parte de la Iglesia? ¿O aquella famosa lectura que transforma Roma en un acrónimo: Radix Omnia Malorum Avaritia: la avaricia es la raíz de todos los males?
-Sí, Azorín. Era algo que estaba en el ambiente. Todos sabían que la Iglesia distaba mucho de ser lo que tenía que haber sido.
-Erasmo, por lo tanto, era consciente de ello. Lo sabía.
-Ya. Pero era un filólogo, y estos, según usted, son hombres buenos, afables; y que viven de raíces, como los antiguos eremitas del desierto.
-¡Vaya! Si no me ha citado literalmente, poco le ha faltado.
-Y eso que hoy, como puede ver, he venido sin papelitos. Pero llevo una libreta.
-Es usted terrible. Pero sigamos. ¿Usted cree que un filólogo puede llevar hacia delante una revolución, o provocarla?
-Huizinga dice que el problema de Erasmo estribaba en que creía que traduciendo correctamente el Nuevo Testamento, todos los problemas de la Iglesia se solucionarían.
-Eso lo dice Huizinga, pero ¿lo creía Erasmo así? ¿Qué cree usted?
-No lo hago tan ingenuo... Sabía que el problema era más profundo. Y ya que el otro día me decanté por Zweig, quiero recordar una cita de Huizinga. Viene a decir este que según Erasmo, Lutero no parará de luchar hasta que desaparezcan totalmente el estudio de los idiomas y de las bellas letras. Del odio contra estas y de la estupidez de los monjes fue de lo que surgió esta tragedia. Se refiere, por supuesto, a la división de la Iglesia. Como ve el problema no estribaba solamente en las fuentes, en las correctas traducciones, sino también en un nacionalismo, y en el más burdo de los egoísmos.
-Todo esto, querido amigo, ¿no le trae a las mientes a nuestros místicos, a san Juan de la Cruz y a santa Teresa? Yo, por mi parte, no hay vez que me hablen de este santo que no recuerde el capítulo XIX de la primera parte del Quijote. Me uno a quienes lo consideran como una crítica al tráfago de reliquias de la época, y contra el cual luchaba Erasmo. Y Cervantes, por supuesto, aunque de una forma muy sutil, que no estaban los tiempos para bromas.
-Antes de que se me olvide: también en el libro de Huizinga se puede leer la afirmación de Erasmo de que le habían prometido un obispado si atacaba a Lutero. No quiso el obispado. Y hubiera acabado con su pobreza. Y su independencia. Y ahora el ruego: ¿Me puede recordar, por favor, el capítulo XIX del Quijote?
-Sí, claro. Es aquel en el que don Quijote, de noche, ataca a unas luminarias, las cuales resultan ser las antorchas portadas por unos frailes que trasladan a un muerto. Parece ser que es un viejo recuerdo del entierro de san Juan de la Cruz, sepultado de noche para que la gente no maltratara al cadáver en busca de reliquias. Le recuerdo que hasta le podían arrancar los dedos o dientes, o quitarle pelos.
-San Juan y santa Teresa, además, no fueron muy bien vistos.
-Sí, pero eso ahora no debe importarnos. Le recuerdo que estamos hablando de Erasmo. Y hay otro libro en la historia de la literatura española muy inquietante. Ya le hablé de él ayer. Me refiero a Lázaro de Tormes. ¿Se ha percatado usted de la crítica tan acerba que hay en él hacia la Iglesia?
-Sí, por supuesto que sí: el famoso tratado del buldero y el del cura que esconde el pan en un arcón.
-Y el del clérigo de Toledo: Lázaro pregona sus vinos, y vive bien porque su mujer es la amante de dicho clérigo.
-¿Y no le parece esto una contradicción? Toda esa situación, a fin de acabar con ella, tenía que haber hecho triunfar las ideas de Lutero, o, mejor, las de Erasmo.
-Ese razonamiento hizo que los mezclaran y confundieran a los dos.
-Ya se decía en la época: Ubi Erasmus innuit, illic Luther irruit. Donde señala Erasmo se lanza Lutero. Y los privilegios y la mala vida y abusos del clero eran manifiestos. Las críticas no iban nada desencaminadas.
-Las críticas rara vez sirven para algo, querido amigo. De haberlas dejado seguir, y haber intentado modificar la situación, algunos hubieran perdido unos cuantos privilegios. Y eso es muy duro. ¿Usted cree, por otra parte, que la Reforma ha cambiado algo, ha mejorado la situación de la humanidad?
-A veces creo que sin religiones tal vez hubiera habido menos asesinatos y el hombre hubiese sido más feliz. No lo sé. ¿Sabe? Hay un libro de Stefan Zweig, escrito en 1936, anterior por lo tanto a su biografía de Erasmo, que siempre que lo recuerdo me pone los pelos de punta: Castiello contra Calvino es su título, y Conciencia contra violencia su subtítulo. Y yo, que tengo tan mala memoria, he memorizado un fragmento. Me va a permitir que lo se recite.
-Hágalo, por favor.
-Dice Castiello atacando a Calvino: “Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe.”
-Es decir, que tan intolerantes fueron unos como los otros.
-Sí, y tal vez por eso Erasmo no quiso tomar parte por los protestantes. Uno, les vino a decir, soporta mejor las faltas a las que ya está acostumbrado. La Reforma no había cambiado nada. También fue un fracaso.
-Bueno, al menos sirvió para que Enrique VIII se separara de Catalina de Aragón.
-Y para que se pusiera de manifiesto, una vez más, la gran hipocresía del mundo: de la noche a la mañana, por el capricho de un rey, todo un país cambia de religión.
-Porque tal vez la religión, querido amigo, como la filosofía, las bellas letras, y todo cuando de bueno tiene este mundo, ha influido muy poco, o nada, en el ser humano, que sigue siendo igual a sí mismo.
-Sí. Es triste. Cuenta Huizinga que un doctor tenía un retrato de Erasmo en la puerta de su casa; así se acordaba de escupirle cada vez que entraba o salía de ella.
-Un acto terriblemente piadoso; y que, seguramente, sería aplaudido por muchos. Pero dejando esto aparte, hay otro aspecto en el cual, creo, deberíamos profundizar. Me refiero a Erasmo como pedagogo.
-Sí, sí. Es una parte que me interesó mucho en una época de mi vida.
-Lo intuía, querido amigo. Y dígame, ¿qué dicen al respecto nuestros queridos biógrafos, Zweig y Huizinga?
-Nada. Ambos se limitan a decir que su obra ha caducado, que Erasmo es un intelectual al que nadie lee, y que solo su Elogio de la locura ha soportado el paso del tiempo.
-No estoy de acuerdo, como usted comprenderá. Tal vez porque soy muy mayor, o porque he visto la guerra de cerca, sigo pensando que la Querella de la paz es un libro muy actual. Como sin duda lo es la Educación del príncipe cristiano.
-Vivimos en una época muy cómoda, Azorín. Las mentes, con tanta comodidad, se han hecho vegetarianas; apenas si soportan un caldito de berzas, así que son incapaces de digerir los pensamientos de Erasmo. No obstante, está claro que en una monarquía no se escoge al rey, y este tiene que ser educado de la mejor forma posible. Eso es Erasmo. En una democracia, donde es posible, hasta cierto punto al menos, escoger a los presidentes, y cualquiera puede llegar a serlo, estos debían ser los mejores, los más responsables y contar con una excelente preparación.
-Pero es todo lo contrario.
-Efectivamente. Olvídese del cristianismo, si eso molesta. Y aun así hay una diferencia enorme, descomunal, entre cuanto propone Erasmo, y Vives, amigo suyo, para educar al príncipe, y entre lo que desea y logra la famosa ESO, tan actual y moderna.
-Ya que lo señala: ha sido un poco extraño hablar tanto de Erasmo sin que nombráramos a Luis Vives.
-Huizinga le dedica una línea, Zweig ni lo cita. Yo, profesor exclaustrado, siempre recuerdo su famosa frase. También me la sé de memoria.
-Dígala usted, hombre, sin complejos.
-Miserum illum, qui adminotorem non habet, quum aget.
-Con usted estoy repasando todo el poco latín que sabía. Dígame si lo hago bien: Desgraciado aquel que no tiene quien lo corrija cuando lo necesita.
-Nihil obstat. Nada que objetar. ¿Le parece a usted esto desfasado?
-En absoluto.
-¿Y esto? Y ahora sí, saco la libreta de la faltriquera: “Tal como andan las cosas de los hombres, por ventura lo más conveniente será una monarquía que, combinada con la aristocracia y la democracia, quede templada y un tanto diluida, porque jamás se transforme en despotismo, sino que así como los elementos unos con otros se equilibran, así, con semejantes frenos, tenga consistencia la cosa pública.”
-Perfecto.
-Tanto en su época, y usted lo denunció, como actualmente, y tal vez siempre, un grave problema ha sido la corrupción de los políticos. Fíjese en lo que dice Erasmo: “Pondrá, pues, el príncipe el mayor afán en que sus vasallos sean queridos por su virtud y su moralidad, no por sus pertenencias. Y de esto comenzará a dar muestras él y los suyos; porque si los vasallos ven que el príncipe hace ostentación de lo suyo, y que cuanto más rico es, mayor importancia se le da, y con ello tiene el camino expedito para las magistraturas, los honores y los altos cargos, esto puede provocar a los vasallos para hacerse con la riqueza de forma lícita o ilícita.”
-No hay más que hablar. Sin embargo, y pese a lo que usted acaba de citar, hoy en día Erasmo no es leído. ¿No es una pena, querido amigo?
-Ni tampoco Stefan Zweig. También él vivió en muchos lugares distintos, sabía varios idiomas, y fue, o trató de ser, un hombre cosmopolita, universal. Huyó de todo fanatismo y se negó, en la primera guerra mundial, a empuñar un arma: tenía amigos alemanes, belgas, franceses...
-Bien, querido amigo. Creo que lo hemos dicho todo, o casi todo, sobre Erasmo. Por supuesto que podíamos seguir durante más días, muchos más días. Pero no creo que valga la pena. ¿Qué opina usted?
-Me parece bien. Pero me gustaría cerrar esta conversación recordando el apólogo que contó Erasmo en Inglaterra, en un simposium con John Colet y Thomas Moro.
-El broche de oro. Será un placer oírlo.
-Según contó Erasmo, a Caín lo castigó Dios porque se enteró, por las conversaciones de sus padres, de que en el Paraíso Terrenal crecían unas espigas altas y robustas, cargadas de frutos. Las que conseguía él, por el contrario, con el sudor de su frente, eran magras y pobres, sin apenas sustancia. Así, pues, fue un día a las puertas del Paraíso y trató de convencer al Ángel Guardián para que le diera unas cuantas semillas de esas excelentes espigas. “Los hombres –le dijo- estamos, cada día, descubriendo cosas nuevas. El trabajo que haces tú aquí, nosotros se lo encomendamos a los perros.” El Ángel Guardián permaneció imperturbable. “Además –añadió Caín- mientras no toques las manzanas, Él no dirá nada.” El Ángel, al final, le dio las semillas a Caín. Y cuando Dios vio cómo brotaban fuera de su querido Paraíso, maldijo a Caín para siempre jamás.
-No está mal la historia. Ni es baladí la enseñanza que encierra.
-Creo que es más que evidente el paralelismo que hay con Prometeo y el robo del fuego.
-Sí, es evidente. Por unas cosas o por otras, el hombre siempre tiene que sufrir algún castigo.
-Todo es un misterio, Azorín. Y cuentos y más cuentos. Y la verdad, mientras tanto, permanece inmutable.
-¡Ah, querido amigo! Ya lo dijo el poeta: mientras haya misterio, habrá poesía.
Habíamos llegado a la fuente. A paso lento, pero habíamos llegado. Azorín bebió agua, y emprendimos el camino de regreso. Dimos por terminadas las conversaciones sobre Erasmo, aunque, lo sabíamos, quedaban muchas cosas por decir. Muchísimas. Tal vez, algún día, volveríamos sobre él.
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