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lunes, 23 de abril de 2012

DON JOSE ® NOVELA, POR CARLOS ALEJANDRO NAHAS. CAPITULO 7. LAS ROSAS NO SON ETERNAS

“Me gustan los hombres con futuro y las mujeres con pasado”.
Oscar Wilde

Olga, ya bien entrada la adolescencia, estaba perdidamente enamorada de Maurice, sobrino del abuelo Gath – su padre – y por ende primo segundo de ella. Sin embargo un par de desafortunados negocios hizo que el entonces play boy remedo de Omar Shariff debiese retornar a Siria con la cabeza gacha, dejando a Olga sin esperanza alguna de volver a verlo. Ella también sufrió por un amor no correspondido, sólo que veinte mil kilómetros no son ochocientos.
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Olga no recuerda como conoció a Carmo. Sólo supo que su nombre, su origen, su historia, todo en él transmitía magia. No es que se haya enamorado. En aquella época los casamientos por amor eran muy pocos, y Olga no iba a ser la excepción.
Abdul Kerim Najar. Le sonaba tan cercano y tan distante a la vez. No era muy alto pero tenía una mirada penetrante, los ojos muy grandes, las facciones perfectas, la calvicie incipiente y el aplomo y sabiduría que sólo dan los años, los viajes y los sufrimientos.
Ella era una morocha deslumbrante, plena, oriental, oscura como la noche, brillante como la luna. Con esmerada educación, familia de bien, libros a raudales, vacaciones completas cuando eso era sólo una extravagancia, un lujo al que sólo accedían las familias muy adineradas.
Él un hombre de trabajo, de pocas palabras y sabios silencios. Había llegado ya grande al país – casi a los veinte - pero sabía de los sacrificios de levantarse a las cinco de la mañana para levantar la persiana de la tienda o ir a cargar bolsas en el puerto. Su educación era menos formal que la de Olga, pero su conversación resultaba fascinante. Poseía una cultura innata, adquirida a fuerza de leer y leer a la luz del candil de kerosén, de gastar libros, artículos, diarios, revistas. Todo servía para mejorar su limitado español y para conocer cosas acerca de ese magnético país llamado Argentina, que lo había cautivado de una vez y para siempre.
En el barrio le decían Carmo o el más español Carlos, teniendo en cuenta que su nombre árabe era harto difícil de pronunciar por los paisanos de Córdoba. Llegó con una corte de siete hermanos y sus padres, aunque en realidad eran trece hermanos en total. Con el tiempo y la prosperidad fueron llegando de a poco hasta completar la docena. Para siempre quedó allá, en Siria, Mary, su debilidad. Un matrimonio por arreglo y mudanza de Homs a Damasco hicieron que el viaje prometido se demorara cada vez más. Finalmente las cartas se espaciaron y Mary nunca pudo subir a ese barco. Tal vez fue más feliz que él allá, en la Patria con mayúsculas. Carmo nunca lo supo, él ya había quemado sus naves.
Su vida fue una sucesión de muchos sacrificios compartidos con casi todos sus hermanos. Luego la prosperidad hizo que cada uno fuera tomando su camino, todos en tiendas o sederías, como la mayoría de los “turcos” que vinieron a la Argentina.
Ya tenía más de treinta cuando en Córdoba le dijeron que le iban a presentar a una morocha irresistible. Y fatal. El no conocía de poemas, sutilezas o romanticismo. Pero en cuando la vio quedó prendado de esa turquita. A partir de ese momento sólo sabía de adoración y reverencias. Un beso (en la mejilla), una flor. Un anillo, la tomaba de la mano. Una blusa, caminaban por el parque. Nunca se supo ni cuando ni donde ni como. Un mediodía anunciaron compromiso. Una tarde, casamiento. Ella, lo adoraba. Él, la reverenciaba.
Comenzaron modesta vida en Unquillo, en las afueras de Córdoba. Tienda él, amigas y hermanas, ella. El trabajaba a sol y a sombra. El era católico ortodoxo oriental, adoraba a San Jorge y le pedía un hijo varón. Ella, católica apostólica romana, y le pedía a la virgen de Lourdes una hija mujer. Arreglaron que el primero sería bautizado por rito occidental y el segundo oriental.
Un 15 de septiembre de 1940 nació Carlos Domingo, el primero de sólo dos hijos. Él lo tomó como una bendición de Dios, como la semilla de su raza, como el varón que siempre quiso. Ella lo tomó como un paréntesis en la búsqueda de la nena que la Virgen le negaba.
Mejores oportunidades esperaban junto a los hermanos en Buenos Aires, donde abrieron negocio en San Antonio e Iriarte, Barracas. Al tiempo llegó Hilda, la mimada, la consentida, la nena. La bautizaron en San Jorge de Scalabrini Ortiz. Como a Carlos lo habían bautizado por rito católico, Hilda fue ortodoxa.
Los Najar estaban completos y la bonanza los acariciaba. Compraron casa en San Antonio y Río Cuarto, justo enfrente del colegio al que irían los nenes, y de la casa de Irene, años más tarde prometida y esposa de Carlos. Los días trascurrían apacibles entre dulces árabes y hermanos numerosos, entre los cines del barrio y la calle Patricios donde el resto de los otros Najar tenían negocio - Habib, Abraham y Antonio, entre otros -. Para Olga la llegada de sus hermanos desde Córdoba era una fiesta. Venían René, Mónica, Héctor y muy pero muy de vez en cuando su mamá, Cecilia. Cecilia (en realidad Cecil) era todo un personaje. Cuasi fundadora de una dinastía, veladamente acusada de colaboracionista con la ocupación francesa en Siria, de alta alcurnia, sabía leer, hablar y escribir en varios idiomas. Metro cincuenta, cabello entrecano y sonrisa pícara. En sus últimos años las nietas se mofaban de ella cuando se reía y al mismo tiempo se le “escapaban gases” sin querer. Lo que los nietos no sabían era que ella se reía de ellos todo el tiempo. De Carlos, su nieto mayor, como era muy mal hablado y lenguaraz solía decir que no era guarango, que “tenía facilidad”.
De los hermanos de Carmo, que eran muchos, me acuerdo de algunos que se destacaban. Nayi era el gentleman, el mujeriego y el estafador. Siempre llevó una doble vida, partido en dos, entre un matrimonio insulso y una (o varias) amantes. Siempre elegante, siempre de punta en blanco, siempre con dulces en la mano, porque le molestaba llegar de visita con las manos vacías. Un bigote de película y una mirada de novela.
Rayi era el único peronista – y discriminado por el resto de los hermanos por su condición de tal -. Y así debía ser porque murió en la pobreza, digna pobreza, en enclave obrero de Avellaneda, con la frente en alto y su sonrisa siempre franca y despejada.
Habib, el bromista. En sus buenos años supo comprar una quinta en Ezeiza a la que iba la familia casi todos los fines de semana. Juntaba a los niños cerca del eucalipto y tomando las ranas entre sus manos, las revoleaba de una pata hasta que alcanzaban el pico más alto y el piberío se desgañitaba de las risotadas. Diferente era cuando se sacaba la dentadura postiza y nos corría a todos haciendo muecas con sus encías desnudas. ¡¡Qué terror!!
De la familia de Olga, la bromista y ocurrente era René, quien había enviudado de muy joven de tío Constantino y había heredado magra pensión y dos hijos amorosos pero de escasas luces. El varón, Tino, ingeniero agrónomo de profesión y automovilista de vocación. La nena, Titina, era bellísima pero había cometido el error de enamorarse de toda Córdoba. Y así quedó, como todas las jóvenes de aquélla época sin suerte, para vestir santos. Tocaba muy mal el piano, pero cantaba muy pero muy bien. Yo los quería mucho a los dos.
En 1968 Carmo murió. Mi abuela Olga, que había vivido una vida de bonanza y opulencia sobrevivió un tiempo en el caserón familiar, hasta que los hijos le comunicaron la infausta noticia de la quiebra familiar. Hizo sus valijas y se fue a vivir con Hilda y Horacio, quizás pensando que lo que estaba pasando era una pesadilla que le ocurría a otra persona.
Arribó a pequeño departamento en Pompeya, en complejo bancario. Tres ambientes y un jardín externo. Compartía habitación con Ana Julia, su nieta del alma, su preferida, a quien crió durante sus primeros años y por la que tuvo una gran debilidad y amor.
Luego llegaría Ignacio, el segundo hijo de su hija, al que por fortuita circunstancia cada vez que salían de viaje se lo olvidaban en una estación de servicio diferente, sólo que en aquél tiempo las noticias no corrían como reguero de pólvora como ahora, ni estaba “Todo Noticias” para difundirlo en el horario central.
Ese aciago día llegó y depositó sus dos valijas en el suelo del pequeño comedor. Cuando Horacio salió en calzoncillos a recibirla y le soltó un – “Ya que está doña Olga, ¿se cebaría unos mates?”, supo desde ese instante que su vida – al menos por un tiempo – ya jamás volvería a ser dichosa como alguna vez lo había sido. Agachó la cabeza y se dirigió a la cocina.

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