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lunes, 2 de abril de 2012

DON JOSE ® NOVELA, POR CARLOS ALEJANDRO NAHAS. CAPITULO 4. LA OTRA HISTORIA

“Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.
Eduardo Galeano

Lo que más bronca me daba era que ese córner, no había sido córner. El referí pitó corner porque no vio que el delantero empujaba la pelota con la punta de su botín izquierdo aparentando que estaba evitando una salida del arquero.
Pero yo, que era el último hombre, un número dos aguerrido y picapiedra, había visto todo y me le fui al humo. Amarilla y advertencia como resultado. Promediando el primer tiempo el entrenador, que era el papá de Javier me llama y me pide que anule con cualquier tipo de maña al número nueve de ellos, el que nos había metido el gol que nos colocaba en desventaja en la final. Armando era un nueve rubio y dotado, parecía un kicker de Los Angeles Lakers, alto, musculoso y fornido.
Allí fui con mis indicaciones, yo que era el peor del equipo, bajito pero voluntarioso como pocos. Sobre los 40´del primer tiempo llega un centro a nuestra área y Armando se eleva como medio metro por sobre las cabezas de todos, listo para darle el 2 a 0 a su equipo. Con trescientos padres y familiares mirando, subo mi codo impunemente hasta que estalla sobre la dentadura de Armando. Resultado: dos dientes rotos, sangre a borbotones, cambio en el equipo de Armando obligado y tarjeta roja para mí con abucheo incluido.
Hecho el cambio, el 9 sustituto no era ni por asomo ese remedo de Martín Palermo que había salido con un pañuelo cubriéndole la cara. Resultado final a favor nuestro: 2 a 1 y campeones de la liga estudiantil de primaria. Al único que llevaron en andas por ese acto indecoroso pero salvador fue a mí, con el técnico agarrándose la cabeza y mi papá orgulloso aunque sin demostrarlo.
Mi vida era eso: Voluntad. Lo había aprendido de mi papá, que siempre me decía que la mayor inteligencia es nada sino se apoya en una inquebrantable fuerza de voluntad. Traía a casa orgulloso un 9,50 y mi papá en vez de felicitarme me preguntaba en qué había fallado.
Yo era fruto de un esforzado y romántico matrimonio entre una hija de españoles y un hijo de turcos, que había roto todos los moldes, por empezar su negativa de él a casarse con alguien de “la colectividad”. “Garcharlas, si, comprometerse, es otra cosa” – decía.
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Todo comenzó cuando la vio bajar de la escalera de su casa con los ojos rojos y el pelo sobre la cara, seca de tanto llorar por la muerte de su padre Manuel, a los 14 de ella. Irene era su nombre y su hogar tampoco era simple. Padre socialista y metalúrgico, debió afiliarse compulsivamente al peronismo para poder tratarse la salud, que lo abandonó a la temprana edad de 35. Le dejó a su hijo el ADN necesario para que sus coronarias dijeran basta a la misma edad, solo que ya estaba Favaloro y tres by pass le prolongaron la vida por otros 40 años.
La madre, Alicia, una hija de españoles, sencilla y cabeza dura, descendiente de nobles castellanos exiliados políticos, de los que heredó muy pocas cosas, entre otras unas manos exquisitas, blancas y tiernas, siempre sabiamente cuidadas y adornadas.
Por su parte, Carlos era la antípoda de Irene. Familia próspera descendiente de árabes, con la sedería más famosa de todo Barracas, piano en casa, conservadores y gorilas hasta la médula para más datos. Padre sirio – Abdukl Kerim (querido del señor, en árabe), Carmo o Carlos para los amigos, casado con niña rica de la alta sociedad árabe, con aya y ama de llaves. La anécdota que mejor lo pintaba era aquella vez que – a comienzos de los ’50 - abriendo el negocio familiar comenzó a despegar carteles de Eva Perón hechos pasticho por la lluvia. Llegó la “delegada barrial” y lo increpó acusándolo de “contrera”. Tres días en la Comisaría del barrio disuadieron a los agentes del orden que Don Carmo jamás firmaría aquella declaración que lo autoincrimiaba como “conspirador”, y al tercer día lo soltaron entre risas y recuerdos de dos noches regadas con mate y “baclavá” que le acercaba la muchacha de la casa.
La familia también tenía sus moscas blancas, aunque eran tratadas con respeto pero sin concesiones. Tenían un hermano “comunista” y jocoso hasta el hartazgo, que en un lejano día de 1955, cruzando el peligroso Puente Pueyrredón comenzó a entonar “Bairón, Bairón, bajador, bajador”, en su media lengua e influenciado por la propaganda peronista. Sus hermanos tuvieron que taparle la boca y alzarlo entre cuatro para pasar el puente y luego explicarle que ese canto por sí sólo los podía hacer acreedores de un fusilamiento sin juicio previo.
Familia socialista y española ella. Familia conservadora, gorila y contrera él. Dos mundos entonces distantes separados por un abismo de contradicciones. Irene tenía a su papá Manuel, su madre Alicia y su hermanito José, el mimado y consentido de toda la familia. Carlos a su madre, a su padre Carmo y a su hermana Hilda, también la consentida de la casa. Cuando se casaron a media luz en la parroquia barrial, nadie creyó que aquel apuesto Turco apodado “Califa” en el barrio, dejaría su rumbosa vida de mujeres, carreras y secundario truncado en tercer año, por esa morocha flaquita, hija de “gallegos”, ya entonces contestataria y rebelde y para peor, peronista.
44 años después, creo que la química resultó ideal. Aunque sólo tuvieron un hijo, con sus altos y sus bajos crearon una familia que sobrevivió a las más tremendas vicisitudes y es mi aguda intuición que creo que hoy, se quieren más, mucho más que entonces.
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A Carmo lo apodaban “El filósofo”. Cada uno de los trece hermanos Najar tenía un apodo que era fruto de la aguda observación del resto de la parentela. Abraham era “El Tirano”, pero Carmo “El Filósofo”. Tenía una gran biblioteca y era un estudioso de la historia y la política de la Argentina, país al que consideraba suyo pues no tenía pensado volver ni una sola vez a esa Siria que lo había expulsado por cristiano, por bien pensante y por hambre. Cuando apareció el televisor – grande, con válvulas, sólo un canal y en blanco y negro – obviamente los Najar fueron los primeros del barrio en tenerlo. Carmo se sentó y lo observó largas dos horas para luego sentenciar:
- Este aparato nos va a hacer la vida más desdichada. Cuando alguien coma trucha otros que no pueden van a querer comer lo mismo. Y a cualquier precio. Y así va a haber una gran delincuencia entre la gente. Es malo -
Lo apagó y no vio televisión nunca más en su vida.
También solía decir, refiriéndose a los prejuicios de clase que cuando un rico come serpiente todos dicen “¡Qué manjar que debe ser ese plato!”, mientras que si lo hace un pobre, lo miran con asco y desdén. Su refrán preferido era: “Los ricos son mármol por fuera, pero mierda por dentro”.
Cuando en 1955 la “Fusiladora” liberó a la Argentina del yugo del “Tirano Prófugo”, Carmo y un hermano estaban jugando “tauli” - backgammon oriental - en el patio de la casa, a la hora de la siesta. A los gritos desde dentro, mujer e hijos los instaban a entrar, teniendo en cuenta la amenaza latente de esos aviones asesinos que no paraban de pasar. Una bomba podía caer en cualquier momento, más teniendo en cuenta la amenaza de Rojas de bombardear las refinerías del Dock Sud y Mar del Plata.
Ya a la noche y en la cena familiar, Carmo profetizó su sentencia, única e inapelable, como siempre:
- Perón era un hijo de puta. Pero lo que se viene va a ser mil veces peor -
El tiempo, la historia argentina y la política siempre cambiante en estas cosas se encargarían de darle la razón.
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Tres de la tarde. La tarea estaba hecha, los platos lavados y Alicia contenta porque hoy no le había dado a Irene un sólo cachetazo. Subrepticiamente Irene se deslizó a la biblioteca familiar, austera aunque bien nutrida y tomo un libro, que la cautivó toda la tarde en aquella casa pequeña y tipo chorizo de la calle San Antonio. A la noche, Manuel con dulzura le preguntó qué tal le había ido en su día escolar y que había hecho a la tarde. Cuando Irene, de tan sólo nueve años le trajo el libro que había estado leyendo, papá puso el grito en el cielo. “La Madre”, de Máximo Gorki era la lectura. A partir de ese día papá Manuel sabría que su hija no era común y corriente y que le depararía más de un dolor de cabeza mientras viviera. Al otro día le trajo cerca de cinco libros de la colección “Robin Hood”, que hacía furor entre los chicos del momento, y por las dudas, varias “Billiken”.
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Los cachetazos siempre eran parejos, a Carlos y a Irene, los mayores. Con motivo o sin motivo, sus respectivas madres les daban bofetones, a veces por alguna que otra pillería. Las más, por las dudas. Los menores de cada uno, Hilda y José eran los queridos, los mimados, los tiernos, los débiles. Para ellos el oro y el moro. Esa sola circunstancia, que se confesarían mutuamente en alguna madrugada de amor, creó entre los amantes un lazo indestructible, un hilo invisible que los unirían aún más. Los bailes de Sportivo Barracas y Sportivo Pereyra harían el resto. Largas noches de zaguán los viernes. Los sábados Carlos iba con los muchachos al centro, un programa que no era para todos.
En el barrio bailaba cualquiera, al centro sólo iban los “cajetillas”. Los bailes de Corrientes eran especiales y también lo eran las mujeres que allí concurrían. Así transcurrían plácidos los años de Carlos e Irene, hasta 1964, año en que decidieron casarse. A partir de entonces, he escuchado cientos y miles de veces anécdotas referidas a cuando tocaba Troilo y las minas tenían vestidos de seda con encajes. Que tu papá era el más ganador, mientras mamá amasaba la comida para la noche.
Una tarde prometedora de marzo de 1967 llora al nacer un niño en el Sanatorio “De Cusatis”, en Avenida Pueyrredón. Tres años fueron más que suficientes para probar las mieses del amor. Carlos e Irene ya tenían la simiente de su simiente y no cabían de la felicidad. Tío, tíos abuelos, primos, todos se dieron cita para festejar el magno evento. Carlos Alejandro resulta el primer Najar de tercera generación, argentino y varón. El país era maravilloso y el tío Rayi trajo un huevo de Pascua de casi dos metros. Otro tío insistía en que me llamara Domingo Pascual, porque había nacido un domingo de pascua. Nada. Carlos por papá y Alejandro lo eligió mamá, quién sabe por qué ocultas razones. Ambos nombre los llevo con orgullo y altivez. Tal vez el día de mañana alguna calle de Buenos Aires lleve mi nombre. O tal vez no. Pero me gustan.
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Otoño aciago de 1968. Carlos Alejandro tiene tan sólo 1 año y medio. Las nubes tiñen de rosa y gris las paredes de la antigua casona de los abuelos. Carmo piensa. Las deudas lo acosan. La sedería no es lo que era hace tan sólo cinco años atrás. El peronismo y su “democratizadora revolución” le quitaron mucho el aura de negocio inalcanzable. Los precios debieron bajar, aunque los proveedores no quisieran. Su orgullo, hombría de bien y honor no le permitían no hacer frente a las deudas, pero a la vez no había forma de saldarlas. Don Carmo estaba en un callejón sin salida.
Así fue que minutos antes de morir le dijo a su hijo Carlos:
“- Hijo, la verdad es que no podía más” -

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