Una brisa suave, acariciante, se deslizaba por el campo de batalla de la calle central de la ciudad. Los muertos no podían notarla, los heridos estaban más concentrados en sus débiles quejas como para darse cuenta de ella. Y, sin embargo, era la respuesta de la madre Tierra a la sinrazón humana que lo mismo mataba a los suyos (bien es verdad que por importantes razones económicas y de ostentación del poder arduamente logrado) que la mataba a ella para perpetuar el ecocrimen, la corrupción y el despilfarro.
Se balanceaba la brisa en los columpios vacíos, refrescaba las heridas espantosas, aliviaba el estallido de las granadas, los obuses los disparos de los carros de combate, las balas masivas de las ametralladoras, el fuego de los infiernos de los lanzallamas, suavizaba el dolor, el horror, la muerte, la desesperación, las infecciones.
Y, sin embargo, no la apreciaba nadie.
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