Salí de casa muy temprano, cuando las campanas del convento de las monjas, pequeñas, alegres y muy sonoras, comenzaban a repicar alegremente. Era muy pronto para ir a buscar al maestro, así que me decidí a dar un paseo solitario y a buena marcha. Luego, sosegado, cuando el sol comenzara a acariciar la nieve de las cumbres, me acercaría a su casa. Tal vez con un poco de suerte, me estuviera esperando. Por desgracia, y llevado por mi ímpetu caminante, me alejé mucho del pueblo, y me retrasé un tanto. Hallé a Azorín con el teléfono en la mano tratando de averiguar si estaba bien de salud.
-Perdóneme. He pasado una mala noche, no podía dormir, y me he ido a pasear. Sin darme cuenta me he alejado un poco del pueblo.
-Vale más así. Pensaba que había enfermado usted. Como le gusta tanto el frío, he creído que había salido al balcón sin mucho abrigo.
-No, no he salido al balcón. He ido a pasear y bien abrigado. Aunque me he llevado un pequeño susto.
-¿Algún perro cruzado en el camino?
-Algo peor: un toro. Así lo he creído en un principio, y he estado a punto de echar a correr.
-Imposible por aquí. Sería una vaca lechera.
-Era una vaca. Pero resulta que anoche estuve leyendo su libro Castilla, y me dormí con el capítulo dedicado a los toros.
-¿Pero no estaba usted leyendo a Valera?
-Sí. Y eso no es impedimento para que también lo lea a usted.
-Por supuesto. ¿Y qué le pareció a usted?
-Los toros no me gustan. Nunca me han gustado. Eso sí, me ha hecho usted recordar escenas de mi infancia: las fiestas del pueblo, los toros heridos, la sangre, el pobre animal en medio de la plaza mugiendo, chorreando sangre, víctima de todos los odios soterrados... De pena. Dejémoslo. Y si hablamos sobre Valera, querido Azorín, tenemos que hablar, una vez más, sobre el realismo y la verosimilitud.
-¿Y no le parece a usted que para ello deberíamos antes que nada fijar a qué vamos a aplicar esos conceptos?
-A la novela, Azorín, a la novela.
-Sí, por supuesto; pero ¿a qué tipo de novela?
-¿Cambia el concepto de verosimilitud según el tipo de novela?
-Yo diría que sí; pero si usted lo desea podemos reflexionar sobre ello.
-Ya sé que lo que le voy a decir es una tontería, algo sabido y trillado. No obstante, permítame que me atreva a desvelar mis pequeñas majaderías.
-Déjese de dibujos, querido amigo, que toda prolijidad es enfadosa.
-Siempre que alguien habla de realismo o verosimilitud, yo, automáticamente, recuerdo unas cuantas novelas: Madame Bovary, La regenta, Ana Karenina, El crimen del padre Amaro, y últimamente añado a la lista Las ilusiones del doctor Faustino.
-Supongo que la lista se podría ampliar, con Stendhal por ejemplo.
-No trato de ser exhaustivo, Azorín, sino de explicarme un cierto fenómeno literario.
-Ha sido la mía una anotación inoportuna. Perdóneme.
-No, por favor. Ha sido la suya una matización importante.
-Sí, pero hay que acotar el terreno. Novelas hay tantas que, siempre, se nos va a olvidar alguna.
-Sí. Esto es como presumir de conocimiento del idioma. Este es tan grande y nuestra vida tan breve que resulta imposible dominarlo del todo. ¿Sabe? Valera es leísta. Es capaz de decir, por ejemplo, “Le vio cuando salía del patio.” Y debería decir “La vio o lo vio cuando salía del patio.”
-¿Y eso resta verosimilitud a la novela?
-Creo que sí. ¿No le parece a usted que en una novela realista la voz del narrador debe ser una voz neutra, que no llame mucho la atención?
-Pero, querido amigo, a usted le llamará la atención el leísmo, y en Valladolid será lo normal y corriente, lo neutro.
-Está claro, Azorín, la culpa la tiene la Real Academia por haber admitido el leísmo y el laísmo. Es grave aunque parezca una tontería: cuesta mucho explicarles a los alumnos la distinción entre el complemento directo y el indirecto. Y el leísmo todavía lo complica más. O lo hace imposible.
-Pese a todo, don Juan Valera fue un estudioso de la lengua.
-Sí, lo sé. Clarín decía de él “que es el mejor prosista contemporáneo de los que escriben en español.” Le he dicho la cita sin papelito, así que igual es incorrecta.
-Sí, pero ser un buen prosista no lo exime de errores gramaticales.
-Efectivamente.
-Bien, por lo tanto, ya tenemos que para que una novela sea realista, según usted, el tono del narrador tiene que ser neutro.
-¡Ay, Dios! Me va usted a convertir en un teórico.
-Dejando gramáticas de lado, ¿cuál de las novelas citadas por usted sería la más realista de todas, si algo así puede plantearse?
-A veces pienso que el hombre jamás sale de la infancia. ¿No le recuerda a usted esta discusión aquello tan necio y absurdo, que lo ponía a uno en un brete cuando era pequeño, de a quién quieres más, a tu papá o a tu mamá?
-¡Hombre! Es usted un poco drástico. Y tal vez un buen humorista.
-También debería añadir a la lista que soy un mal crítico, pues confundo mis limitaciones y apetencias con lo que tengo delante.
-Pues entonces, querido amigo, no tenga miedo. Le reitero la pregunta.
-Bien. Usted lo ha querido. La más realista, quizás porque me ha parecido la más brutal, la más cínica, es El crimen del padre Amaro. Y también la más amarga.
-No tiene usted mucha fe en el género humano, querido amigo.
-La respuesta fácil sería decirle que es debido a que soy profesor.
-Me lo temía. Yo iba a matizarle, indebidamente, que tenga en cuenta que el padre Amaro, y Amelia, son creaciones de Eça de Queirós; pero, claro, tanto como Emma Bovary lo es de Flaubert y Ana Karenina de Tolstoi. No resolvemos nada con eso.
-No, efectivamente, no resolvemos nada.
-Quizás entonces deberíamos fijarnos en las estructuras internas de las novelas, y en sus distintos planteamientos. Y tal vez hasta en los traductores.
-No sé si lo dice con ironía, pero algunos hacen laísta al conde Tolstoi.
-No, no lo he dicho con ironía. Estaba acordándome de un texto de Clarín. Aquel en el que dice que muchos creen imitar el estilo de tal o cual autor, y a quien en realidad imitan es al traductor.
-Bien, pues si nos fijamos en el producto nacional, aquel que no necesita de intermediarios, le diré que La regenta me parece una gran novela, y que si bien no es tan brutal ni cínica como la novela de Eça de Queirós, no por eso deja de parecer menos realista.
-¿Y no cree usted, querido amigo, que ese tono realista viene dado por el desarrollo de la propia novela, por la estructura? Se crea una ilusión con el lenguaje, por ejemplo la existencia de Vetusta, y enseguida aparece un su hijo, don Fermín de Pas, Ana Ozores y demás. Y se procura nunca jamás romper la ilusión. No verá usted ni un verbo que no tenga el sujeto que le corresponde.
-Sí, en eso tiene usted toda la razón. Pero también Valera parte de una noción, Villalegre o Villarrubia, y los hijos que pare también son lógicos, productos de la tierra. Y los verbos, como dice usted, tienen todos los sujetos que les corresponden. Pero se cierra el libro y se tiene la misma sensación que se tiene al terminar Caperucita roja. Aquello es un cuento, no es real... Pepita Jiménez se hace dura de tragar.
-¿Y qué me dice de Las ilusiones del doctor Faustino? El final es brutal.
-Sí, pero no es convincente. Hay algo que chirría. Ante el suicidio del doctor Faustino me pasa lo mismo que ante el suicidio de Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia, la novela de su amigo Pío Baroja.
-Tal vez se trate de prejuicios suyos en contra de unas soluciones.
-No creo. Es posible que sea un moralista, pero disto mucho de juzgar a las personas. Y menos por una solución tan drástica como esa.
-Es posible que tenga razón. Pero creo que del doctor Faustino no se podía esperar otra cosa.
-Yo creo que sí. En toda su vida no ha tomado ni una determinación. ¿Por qué esa última? Podía haber seguido siendo el mismo hombre que ha sido siempre. Lo mismo sucede con Andrés Hurtado.
-Yo creo que la voluntad los ha ido abandonando a lo largo de la novela, hasta llegar al rasgo definitivo.
-Perdóneme; pero creo que se trata de lo contrario: son novelas de la falta de voluntad. El único rasgo de esta es la muerte. Parece una metáfora.
-¿Y el suicidio de Ana Karenina y Emma Bovary le parecen justificados?
-Sí, perfectamente. Lo mismo que se comprende mejor, mucho mejor, que Ana Ozores, tras su absurda aventura con Luis Mejías, perdóneme que no le otorgue el don, se encierre en casa y no se mate.
-Pero, hombre, usted se toma las cosas muy en serio. ¿Por qué negarle el don a don Luis Mejías? ¡Es un personaje de ficción!
-Se burla usted de mí, Azorín.
-No, hombre no; era una broma. Déjeme que me apoye sobre su brazo; estoy un poco fatigado.
-Hágalo. Y esa, querido Azorín, es la grandeza de las grandes novelas. Al final don Quijote, Anita Ozores, Emma, Amalia, Natacha... son figuras tan reales como aquellas de las mujeres que nos amaron y que ya no están: es posible, en la soledad de la noche, hablar con todas ellas, verlas, intercambiar noticias, cosas...
-Es usted un romántico, querido amigo.
-Y ahí está el toque, Azorín: no consigo contactar con Pepita Jiménez. Es como Caperucita: vive en un bosque muy alejado, que nadie sabe dónde está, y que jamás abandona.
-Bien. Al tono neutro del narrador cabe añadir falta de gradación en la creación del carácter del personaje a lo largo de la obra. No hay realismo sin esto.
-Y sin algo más. Pues en Pepita Jiménez, sí que hay gradación. Y también en El árbol de la ciencia. Lo que sucede es que esa gradación es vista y apreciada por todos menos por el personaje.
-Sí, hay veces en las que este es el último en enterarse de todo.
-Eso es lo que me resulta irreal. La ausencia del nosce te ipsum. O su brusca aparición. Es posible que ni Emma Bovary ni Ana Karenina, dadas las condiciones de la sociedad en la que vivieron, tuvieran otra salida que el suicidio. Pero me resisto a creerlo en el doctor Faustino. Yo creo que el final de este, al menos el más creíble, es un encierro como el de las hijas de Bernarda Alba o el de Anita Ozores. El regreso al pueblo, si quiere.
-Sí, la muerte siempre es terrible. Y en ella confluyen muchos factores: ilusiones perdidas, falta de carácter, carencia de vitalidad, dejarse llevar, no tomar resoluciones...
-O espejismos. Buscar por todos los medios posibles aquello que no se tiene, y que puede constituir la máxima felicidad de esta vida, el amor.
-Más que el amor, querido amigo, sería una ilusión creada a través de una concepción del amor. Las novelas y el romanticismo hicieron estragos.
-Pepita Jiménez no es una mujer romántica.
-Por supuesto que no. Tiene la cabeza en su sitio: sabe lo que quiere, y hace lo imposible por lograrlo. Y lo hace muy bien. ¿Se acuerda usted de la escena en que don Luis de Vargas va a despedirse de ella, de Pepita?
-Sí. Es muy sospechoso cuanto sucede allí, si es a eso a lo que se refiere.
-A eso me refiero, querido amigo. Y más sospechoso resulta que piense ella, Pepita, que nada hubo de premeditado, que todo fue espontáneo, traído por la mano o por el destino. ¿Qué le parece a usted?
-Que don Juan Valera, como Tirso de Molina, era un gran conocedor del alma femenina.
-Los extremos se tocan: confesor el uno, y don Juan el otro. ¡Quién sabe la de confidencias que oirían! ¿No siente usted un poco de envidia?
-Sí, la verdad es que sí. Yo, durante una época, también quise ser confesor de princesas.
-Es usted un humorista. ¿Y le fue bien?
-Me cansé pronto. El cansancio hizo que le diera la absolución a todas con tal de que me dejaran tranquilo y en paz. Y ellas querían fuertes penitencias y enormes sufrimientos.
-No exagere.
-Bueno, también había alguna que parecía sacada de El decamerón.
-¡Vaya por Dios! ¿Y ahora?
-Ahora ya no soy nada.
-Bueno, digamos que es amigo de un viejecito al que acompaña en sus obligados paseos sanitarios.
-No. Digamos que trato de ser un buen amigo de Azorín, ni más ni menos... Ahí tiene la fuente.
-Gracias a Dios. Hoy estoy fatigado. Gracias por darme su brazo.
-Gracias a usted por su compañía.
-Mañana seguiremos hablando de Valera.
-Por supuesto que sí.
Tras beber agua el maestro, emprendimos el regreso hacia el pueblo. El viaje de vuelta casi siempre lo hacíamos en silencio. Azorín sonreía de vez en cuando. Tal vez recordando alguna tontería mía dicha a lo largo de la conversación. Se acercaban las Navidades y en el aire había algo especial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario