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lunes, 10 de octubre de 2011

“LA NARRATIVA ES EL ARTE DE INVENTAR MENTIRAS VEROSÍMILES”, por Fernando Sorrentino

ENTREVISTADOR: FRANCISCO GARZÓN CÉSPEDES, PARA LA REVISTA “COLECCIÓN GAVIOTAS DE AZOGUE, CÁTEDRA IBEROAMERICANA ITINERANTE DE NARRACIÓN ORAL ESCÉNICA, COMUNICACIÓN, ORALIDAD Y ARTES”, Número 1155 // Periodismo Literario // Testimonio // Madrid // México D. F. // 2011
© CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DEL ENTREVISTADO PARA “TODAS LAS ARTES ARGENTINA”

 –¿Cuál es su personal definición de la narrativa como arte, como literatura? Su definición en general y/o en específico del cuento y/o de la novela. Por favor explique por qué elige hablar de la narrativa en general o, por ejemplo, sólo elige referirse al cuento o sólo a la novela. Si ha re-flexionado respecto al escribir narrativa para la niñez, ¿añadiría algo en específico a su respuesta, a su definición o definiciones?
Soy una persona muy poco teorizante y casi diría que me creo incapaz de pensamiento abstracto, por lo cual –lo confieso sin rubor – sería para mí muy arduo comprender ciertos libros de filosofía. Sin embargo, de una u otra manera, siempre estoy pensando en literatura, digamos desde la minucia de corregir, dentro de mi cabeza, un anuncio publicitario mal redactado que leo en el vagón del subte de Buenos Aires, hasta hallarme por completo convencido de que las últimas páginas de la maravillosa América del no menos maravilloso Kafka responden a una redacción precaria y esquemática, y seguramente provisional, y que, por eso mismo, se hallan cualitativamente muy por debajo de las que las anteceden.
Con esto quiero decir que – a manera de reflejo condicionado – mi cerebro siempre se halla merodeando en torno de cuestiones prácticas y puntuales de los diversos textos literarios que he visitado a lo largo de mi vida. Y entonces podría repetir la misma definición de narrativa que se me ocurrió darles a mis alumnos de enseñanza media. Les dije algo así como que La narrativa es el arte de inventar mentiras verosímiles. Entiendo que tal definición carezca posiblemente de rigor epistemológico, pero es la conclusión a la que me han hecho arribar tantos años de leer y de escribir narraciones. Cuando leo, yo necesito creer en la historia que estoy leyendo; si no logro creer en los embustes que me propone el autor, entonces el libro se me cae de las manos, lo abandono y decreto mentalmente su inexistencia dentro de mi particular Mundo de Cosas Queridas y Agradables.
Al internarme en una novela o un cuento, yo tengo la aspiración, acaso pueril, de que el autor me cuente una historia interesante, una historia que me estimule a seguir adelante y a preguntarme ― ¿Qué pasará ahora?. Por tal razón aborrezco los relatos con conversaciones profundas, con efusiones sentimentales y/o humanitarias, con preocupaciones socio-político-económicas, con excursos espirituales, con experimentos verbales, con juegos de palabras estúpidos…, y demás caterva presuntuosa y soporífera.
Esto que digo vale igualmente para la novela y para el cuento, y mi actitud es la misma: así como he leído con fruición 750 páginas de bastantes novelas de, digamos, Charles Dickens, no he podido soportar diez o doce páginas de ninguno de los, digamos, enclenques cuentos que cierto novelista argentino destinó para no sé qué inglesa presa de la desesperación.
Y como llevado por las circunstancias he escrito también algunas narraciones para niños, en ellas he apelado a una sintaxis y a un vocabulario más sencillo, y, sobre todo, he procurado cumplir escrupulosamente con el primero de los Mandamientos de mi Ley de Dios Narrativa: ¡No aburrirás al lector!
–¿Por qué escribe narrativa?
Hubo una lejana época de mi vida –hasta los 22 ó 24 años de edad – en que, junto con la redacción de cuentos, intenté componer poemas, pues, hasta tal punto amo la poesía, que ahora mismo podría recitar de memoria, y sin error ni vacilación, muchísimas composiciones de diversas épocas y autores, desde las Coplas de Manrique hasta Buenos Aires de Borges. Claro, a condición de que, como quería el mester de clerecía, sean a sílabas cunctadas y, añado yo, con música agradable al oído. Pero daba el caso de que mis poesías eran tan atroces, que decidí no reincidir en el intento, pues, me dije, ¿Para qué agregar nuevas fealdades al mundo?.
En cambio, fui dándome cuenta de que mis relatos nacían (aunque con lógicos altibajos) bastante dignos y que podía escribirlos con fluidez y sin excesivo esfuerzo. Y, como además experimentaba placer al escribirlos, no había ninguna razón para no incursionar en un género que no me ofrecía demasiada resistencia. Tales eran, son y serán mis frívolas y hedónicas motivaciones literarias: basadas en el placer y en la ley del menor esfuerzo.
–¿Cuándo escuchó un cuento por primera vez?¿O cuál es el primer cuento que recuerda haber escuchado? ¿Dónde? ¿Se lo contaron oralmente o se lo leyeron? ¿Quién? ¿Tuvo una relevancia especial para usted? ¿En su infancia le contaban otras formas de narrativa? ¿Cuál fue o cuáles fueron las primeras?
Sin duda, y de manera oral, andaban por mi casa las historias de Caperucita Roja, de Cenicienta, de la Bella Durmiente, del Gato con Botas… Siempre conocí esos cuentos, aunque no podría determinar cómo llegaron a mí. Creo recordar que, cuando cumplí seis años, mi madre me regaló un ejemplar de Alicia en el País de las Maravillas; no era la edición del texto verdadero sino un libro de formato muy grande, para niños chiquitos, con muchas ilustraciones, algunas de las cuales elevaban sus cartulinas dando la ilusión de que tenían varias dimensiones. Hasta imagino que ese libro era de la Editorial Molino… Es probable que esa fue la primera vez que tuve un libro en mis manos.
En cuanto al impacto que me produjo…, sin duda que me encantó, pues, desde que aprendí a leer (antes de ingresar en la escuela primaria), una especie de imán me atraía hacia cualquier texto más o menos literario. Por ejemplo, los cuadernos escolares de mi infancia incluían dos láminas en colores (antes y después de cada pliego), que trataban, no sé, de física, de botánica, de historia… Pero también solían traer fábulas de Iriarte o de Samaniego, o fragmentos del Martín Fierro o del Fausto de del Campo, y de otros. Y yo, con voracidad, solía engullirlos e inclusive aprenderlos de memoria.
Sin embargo, mi primera fascinación literaria se produjo, sin duda, cuando yo contaba siete u ocho años de edad. En casa de mi abuela paterna encontré una antiquísima Historia sagrada, en una edición que, adaptada y simplificada para niños, supongo que habría sido publicada en la década de 1930. Entré en esos sucesos del Antiguo Testamento como quien se solaza con una narración fantástica: Adán y Eva, Caín y Abel, el arca de Noé, la torre de Babel… Esos hechos me sedujeron con la fuerza de lo maravilloso, lo mítico y lo gratuito.
Posiblemente por esa misma época leí algunos de los 24 volúmenes anaranjados de los cuentos de Constancio C. Vigil: Misia Pepa, Cabeza de Fierro, El imán de Teodorico, El Sombrerito… El Sombrerito, con mayúscula, era una escuela muy humilde… Si no me falla la memoria (han pasado sesenta años desde entonces), dentro de este último volumen había un cuento, cuyo título no recuerdo, en que un niño campesino, muy pobre, llamado Fermín, salía de su casa dispuesto a vender una cesta de huevos; pero, en vez de venderla, los fallidos compradores le ofrecían sucesivos trueques que Fermín aceptaba, y al final de los cuales el protagonista recibía una cabra y un cabrito, que era lo que su familia anhelaba tener desde siempre. Hoy mismo, y a tanta distancia, puedo afirmar que la idea y la historia me impresionaron mucho, ya que siguen estando en mi cabeza.
Lamento no ser más preciso, pero, tras tantos años, los recuerdos se mezclan (en el mejor de los casos) o se evaporan (en el más frecuente).
–¿Cuál es el cuento o la novela cuya lectura más le ha impresionado? ¿Por qué? ¿Cuándo leyó narrativa por primera vez y que recuerda al respecto?
A riesgo de extenderme en demasía, me gustaría decir que, desde la escuela elemental, fui leyendo todo lo que caía en mis manos (Salgari, Verne, Rider Haggard, Conan Doyle…), hasta que un día… tuve mi primera y más in-tensa iluminación literaria. Fue distinto del episodio con la Historia sagrada, pues en este nuevo caso se despertaron mi lucidez y mi discernimiento. Eso ocurrió cuando empecé a leer David Copperfield, la maravillosa novela de Dickens. Yo tendría doce años, pues sé que eso ocurrió a fines de 1955, antes de la epidemia de poliomielitis. A pesar de mi corta edad, de inmediato sentí, al simpatizar con David y con Clara Peggotty, y al odiar a los hermanos Murdstone, y a querer asesinar al señor Creakle, y al espeluznarme con Uriah Heep…, que Dickens me hacía vivir una historia verdadera y no sólo me la hacía vivir, sino que me metía dentro de ella, como si yo fuera –aunque mudo – partícipe de esas cautivantes peripecias. Y entonces me di cuenta de que entre Dickens y todos los autores que yo había leído hasta entonces había un enorme salto cualitativo en favor de Dickens: ―¡ Ésta es la gran literatura!, podría haber exclamado yo en ese momento (si hubiera poseído algún concepto literario). Lo cierto es que, a partir de ahí, empecé a saber comparar y fui aprendiendo a discernir los valores estéticos de unos y otros autores. He experimentado grandes momentos al leer a otros autores (claro, tal vez superiores a Dickens), pero la conmoción, digamos, virgen, despojada, temblorosa, que me produjo ese libro en ese momento cándido de mi vida, nunca, en ese plano emotivo, fue superada.
Es imposible para mí singularizar lecturas. Me han impresionado y enajenado tantos y tan diversos autores… Conservo recuerdos… Por la misma época de David Copperfield, había, en mi entrañable barrio de Palermo, una antigua, mohosa y polvorienta librería que quedaba en la avenida Santa Fe casi esquina Ravignani. Su dueño era un español flaco, triste, calvo y acaso sumido en lúgubres cavilaciones. El piso era de madera y había olor a humedad y, tal vez, a lauchas y ratas. Pero una enorme mesa desplegaba decenas y decenas de títulos de la Biblioteca Mundial Sopena, que incluían una parte considerable de la literatura anterior al siglo XX. Cada tanto, cuando yo tenía algún dinerillo (en esa época y en ese barrio, casi todos éramos bastante pobres), visitaba la librería y compraba algún libro de los que, gracias a mis consultas previas en el Pequeño Larousse Ilustrado, tenía alguna idea sobre su contenido. Así, y en mezcla de azar e información incipiente, fui formando mi primera biblioteca, y aún hoy persisten en mis estantes muchos de esos volúmenes, ahora amarillentos, en parte rotos o deshojados y castigados por el paso del tiempo.
Un buen día compré los dos tomos, a dos columnas, en que venía publicado el Quijote en la edición de Sopena. Era una edición sin ningún aparato crítico ni ninguna nota aclaratoria de nada… Y yo, niño de doce o trece años, me interné, con total ingenuidad, en esas páginas prodigiosas, donde sin duda se me escapaban multitudes de matices y sutilezas, pero donde gocé, con la alegría de la gratuidad, las aventuras y, sobre todo, las conversaciones entre don Quijote y Sancho. Más adelante, volví a leer, y más de una vez, el Quijote en ediciones anotadas y eruditas que, sin embargo, no sirvieron para mejorar la exultación de aquella primera lectura inocente de mi parte.
Otro libro que he leído no sé cuántas veces, y con renovado asombro, es El proceso. Creo que esta novela (más que El castillo, que es un poco difusa) y los cuentos En la colonia penitenciaria, La condena, La metamorfosis alcanzan lo que podríamos denominar total perfección narrativa.
¿Otros cuentos perfectos…? Oh, hay tantos… No quisiera caer en un mero catálogo enunciativo, pero ¡cómo me habría gustado ser el autor del patético Enoch Soames de Max Beerbohm! Y, sin salir de mi país, podría nombrar tantos relatos de Borges, de Cortázar, de Denevi… Con Denevi me pasa que, al leer cualquier pasaje, pienso ― Yo lo habría escrito exactamente de la misma manera - , nunca se me ocurre pensar ― Habría estado mejor si lo hubiera dicho de esta u otra manera…
–¿Cuál es la representación en específico escénica de una obra originalmente narrativa, una no teatral, que más le ha fascinado? ¿Por qué? ¿O cuál la película sobre una historia que en su origen es un cuento o una novela?
No sabría responder a la primera parte de la pregunta, sobre todo debido a que, en general, no me gusta concurrir al teatro porque casi indefectiblemente me parece que los actores se desempeñan mal, que no entienden el texto que representan y que no saben darle la entonación, ni el matiz, apropiados. También los directores suelen ser desatinados… De obras muy queridas, y muy conocidas por mí, como La vida es sueño, La casa de Bernarda Alba o Las de Barranco he visto, en Buenos Aires, infames estropicios perpetrados por directores que poco o nada entienden de literatura. Pero, en fin, esto es un mero paréntesis.
En el segundo caso, me encantó la película Rosaura a las diez (1958), de Mario Soffici, que vi cuando yo directamente ignoraba la existencia de Denevi. El interés de la película, que nunca decae, me llevó a leer la novela y, entonces, ¡doble fascinación!: me convertí en consecuente admirador de Denevi y de gran parte de su producción.
Recuerdo también la adaptación de El proceso realizada por Orson Welles, y que me pareció una total insensatez: actores que hablan en voz altísima, subrayando lo que era implícito, y, sobre todo, la total carencia de clima kafkiano. Una película malísima, en suma, y que nada tiene que ver con Kafka. También me parecieron deficientes todas las películas que se filmaron sobre cuentos de Borges.
–Si tuviera que indicar siete puntos indispensables a los que debe responder como arte literario una obra narrativa, ¿cuáles señalaría? ¿Señalaría unos para el cuento y otros para la novela?
Lo cierto es que, por lo mismo que explicité en la respuesta a la primera pregunta, no podría teorizar ni sistematizar ni siete, ni seis, ni ningún número de puntos indispensables.
Sin embargo, el trabajo y la experiencia me han convencido de algunos ardides útiles…
Creo que no hay nada más importante que la verosimilitud. Esta es la base de todo el edificio; si es endeble, la narración se viene abajo, se destruye a sí misma, es ilegible y no sirve para nada. Por eso pienso que Kafka es poco menos que un mago: nos relata las situaciones más extrañas e insólitas del mundo y, sin embargo, nosotros creemos plenamente en la existencia de lo que nos está narrando.
Otro factor relevante es que las palabras narren hechos y no sean simplemente palabras impresas en el papel. No: las palabras (que, en definitiva, son abstracciones) deben traer a la mente del lector hechos concretos, vivencias, elementos que el lector pueda ver, oír, percibir por medio de sus sentidos. Ejemplo ilustre: yo nunca estuve en Inglaterra hacia 1848 y, sin embargo, al leer he visto, y con lujo de detalles, la lúgubre Salem House adonde fue enviado el pequeño David Copperfield por su abominable padrastro. También soy enemigo de las imprecisiones léxicas y de las ambigüedades sintácticas. En caso necesario, las ambigüedades de contenido son muy eficaces para causar inquietud o zozobra en el lector. Pero las ambigüedades de mente caótica son perjudiciales al máximo: por ejemplo, escribir – Buen día –dijo, y no especificar quién fue el caballero o la dama que, en efecto, dijo ― Buen día -  no es recurso retórico sino una forma de la torpeza narrativa. A mí, en cuanto lector, me irrita verme obligado a gastar unos segundos de mi vida en averiguar algo que el autor tendría que haberme otorgado.
Por el mismo camino, recomiendo dar preferencia siempre a lo concreto sobre lo abstracto. Preferir sustantivos en lugar de pronombres o de proadverbios, y dar prioridad a lo específico sobre lo genérico: en lugar de, por poner un ejemplo tosco (desde luego, hay que considerar cada contexto en particular), ― Ella dejó anteayer sus cosas allá, yo escribiría ― Laura dejó el jueves su equipaje en el hotel.
También soy enemigo del palabrerío y de la adjetivación ociosa; por ejemplo, si alguien dice ― Fulano se asomó al viejo balcón, lo más probable es que el adjetivo viejo sea innecesario y, por ende, ineficaz.
Conviene que los apellidos no hispánicos sean gratos al oído y fáciles de pronunciar en español: por ejemplo, Bernasconi suena muy bien en nuestra lengua, pero —digamos— Appiciafuoco o Stracqualurci tienen algo de incómodo y de cómico. Lo mismo ocurre con otras lenguas: ¿por qué, en francés, poner al complejo Rochefoucauld si puedo apelar al sencillo Lambert? Lo mismo pasaría en inglés (preferiría Norton y no Hoddle), en alemán (Adler y no Burkhartsmeyer), y así en los demás casos. Otra de las armas del estropicio son las metáforas estúpidas. Hay quien, en lugar de escribir algo así como el recto ― En el bosque empezaba a atardecer, prefiere el demencial e inmanejable ― Las sombras venían a reunirse en el cobijo de los árboles, o algún disparate similar.
En fin, no quiero dar cátedra ni convertir este punto en una suerte de ars poetica. Pero creo que, nacido en un país de hábiles futbolistas, he aprendido a gambetear literariamente a ciertos adversarios de la razonable narrativa.
–¿Cómo describiría los pasos más presentes en su proceso creador de una obra narrativa? ¿Serían diferentes para un cuento que para una novela? ¿Método de creación?
No por haberlo razonado teóricamente sino por necesidad empírica, y por exigencias de la misma narración, procedo siempre de la misma manera.
La idea (abstracta) en mi cabeza es insuficiente: necesito tenerla materializada en palabras sobre un papel (o, ahora, sobre la pantalla de la computadora). Entonces escribo el relato a toda velocidad, sin prestar mayor atención a los detalles, ni a los lugares, ni a los nombres propios (que pueden ir cambiando a medida que escribo: tal vez la Susana de la página 1 se convierta en la Isabel de la página 7…): así consigo un corpus (aún caótico) de los hechos necesarios.
Luego, sin leerla, dejo descansar esta primera redacción cinco o seis días, para olvidarla un poco y poder más tarde leerla, en cierto medida, como si yo no fuera el autor. Esto me confiere distancia y objetividad para advertir mejor los innumerables errores que se habrán introducido en la versión primigenia (o borrador monstruoso).
Entonces comienzo el trabajo fino de ajustar todas las piezas con las tuercas, los tornillos, las densidades, los colores, los volúmenes, los pormenores que voy descubriendo como los más eficaces para el resultado final.
Una vez más, dejo descansar unos días esta segunda versión (mucho más aseada que la anterior) y repito el procedimiento cuantas veces me parezca necesario. De manera que el producto final que recibe el lector en el libro impreso suele ser la sexta o séptima redacción del texto primitivo.
Puedo agregar, dicho sea de paso, que la primera redacción me resulta un trabajo muy desagradable, algo muy parecido a avanzar con los ojos ven-dados entre obstáculos desconocidos. Pero cada nueva reescritura se convierte en una labor más y más placentera.
Esto vale tanto para la novela y para el cuento, si obviamos el hecho de que, en general, yo no sé escribir novelas. Las ideas que acuden a mi mente pueden desarrollarse, como máximo, y rara vez, en cincuenta páginas. De cualquier modo, una fuerza natural me conduce a escribir cuentos no demasiado extensos…
Y, por último, también yo soy víctima de la tiranía del texto. Indefectiblemente, llega un momento en que la criatura que yo engendré, y sobre la cual creí tener dominio total, me exige escribir cosas que no estaban en mis planes. Así, a un hombre que yo habría querido que utilizara anteojos de armazón metálica el texto lo obliga a utilizar ahora anteojos de carey, y tal vez este cambio lo obligue también a cambiar de contextura física, o de color de cabello, etc. En fin, nunca el resultado final se parece demasiado al que yo imaginé al redactar la primera oración.
–En cuanto a su trabajo narrativo: ¿Privilegia la categoría dramática o la humorística? Y de los géneros: ¿Cuál prefiere? En los dos casos: ¿Por qué? ¿Cree que su obra se enmarca en un estilo o en varios estilos determinados?
Como se ha dicho más de una vez, yo no elijo los temas: los temas me eligen a mí. Y, tal vez por mi misma actitud ante la vida, que es una actitud optimista y batalladora, de ir siempre hacia adelante y de no lamentarme demasiado frente a fracasos e inconvenientes (lo cual no quita que, gracias a Dios, yo sea un individuo bastante cascarrabias, que, con oportunos estallidos, sabe quitarse de adentro el veneno de la cólera), me gustan infinitamente más las venas fantásticas, insólitas, humorísticas…, que las trágicas, grisáceas o sangrientas. Y, puesto que la literatura es para mí fuente de placer, escribo en esas venas, en las que me siento muy cómodo. Durante mi vida he realizado, por obligación y necesidad, y muchas veces, tareas desagradables; pero, de ningún modo, ni ebrio ni dormido (como decimos aquí), cumpliré en la literatura un trabajo que no me agrade.
¿Puedo confesar, también, que soy arbitrario, prejuicioso y sacrílego…? Hay determinados autores que gozan de famas – supongo – bien adquiridas y sustentadas, y sin embargo, yo no los he leído ni los leeré, pues estoy seguro de que sus textos me desagradarán. Por ejemplo, me bastó ver fotos de Jean-Paul Sartre y de Simone de Beauvoir para darme cuenta de que yo no podría leer con gusto ningún libro escrito por personas con esos rostros.
En cuanto a mi estilo, siempre he procurado que sea lo más razonable, transparente y preciso posible. No me parece lícito sembrar de obstáculos el camino del lector, ni tampoco – como hacen ciertos narradores – delegar en los inocentes lectores el desciframiento de sus ideas confusas o de sus tropiezos semánticos (presentados como nuevas formas de expresión).
–¿Cuál es, o sería, su postura frente a un director que plantea dirigir una de sus obras narrativas en el teatro o en el cine? ¿Espera que argumentalmente el texto de principio a fin, sus características esenciales y sus intenciones más expresas sean respetados en su totalidad?
Hay unos cuantos cortometrajes basados en cuentos míos (algunos pueden verse en You Tube), y jamás quise participar en la elaboración del guión. Creo que el cine tiene sus propias reglas, sus propios secretos y sus propios trucos, y entonces siempre le dije a cada director que hiciera lo que le dictara su criterio, con la sola condición de acreditar que el film se basaba en un cuento mío. Como nada entiendo de técnicas teatrales ni cinematográfica, mi política es no meterme en camisa de once varas.
–¿Qué clase de crítica desearía recibir respecto a su creación narrativa? ¿Considera que es la que usted en lo fundamental ejerce, en público o con usted a solas, al valorar la obra de otro? ¿Qué le gustaría expresar del público lector? ¿Qué le gustaría expresarle al público lector? ¿Y a los lectores de narrativa, algo en especial?
No lo digo con soberbia sino con sinceridad. Trato de escribir lo que a mí me gustaría leer. He recibido infinitamente más elogios que anatemas, pero debo decir que ni unos ni otros me afectan en lo más mínimo. Trato de que mis narraciones resulten legibles, entretenidas y gratas al lector, y creo que, en general, lo he conseguido; por lo tanto, estoy bastante conforme conmigo mismo, y ni siquiera tengo paciencia para leer reseñas sobre mis libros: nadie puede saber sobre ellos más que lo que yo sé, de manera que no me servirían de nada ni me harían cambiar de actitud.
Jamás he mostrado mis originales a nadie, pues toda opinión ajena serviría sólo para confundirme y hacerme perder tiempo: prefiero equivocarme por mis propios medios. Por la misma razón, me niego sistemáticamente a leer (y, por ende, a opinar sobre) los originales que intentan presentarme otras personas en busca de consejos, que yo no sabría dar y que, por otra parte, no servirían para nada útil: pienso que cada autor tiene, fatalmente, que encontrar su propia forma por sí solo. Consecuencia directa de esta actitud es mi sempiterna no pertenencia a ningún grupo, núcleo, asamblea o consistorio de escritores, don-de sus integrantes suelen leerse recíprocamente sus obras e intercambiar ideas estériles.
Al escribir un relato, sólo persigo un propósito: que nazca lo mejor posible y que el lector experimente agrado al leerlo. No pretendo simbolizar nada, huyo de las alegorías, no aspiro a convertir al lector en un hombre mejor, no deseo edificarlo ni trasmitirle ningún mensaje de ninguna índole; tampoco procuro inclinarlo hacia alguna posición ideológica o política, ni convencerlo de que le convendría adoptar tal postura ética. Nada de esto: lo único que deseo es escribir un buen cuento. ¿Qué le puedo decir al público lector…? Muy sencillo: que yo me sentiré feliz si esa persona, al leer una historia mía, llega a su final con una sensación placentera parecida a la que yo sentí al escribirla: no pretendo otra cosa.
–Si tuviera que formular un reclamo para argumentar la necesidad de la narrativa en la vida humana, de la literatura que asume como género el cuento o la novela, ¿qué sería lo esencial que expresaría?
No hay nada que argumentar en favor de tal necesidad. Los hechos empíricos están certificando, y con creces, esa necesidad. No diré nada nuevo si afirmo que, como todos vemos, al ser humano le complace que le cuenten historias. Y, sobre todo, que esas historias sean gratuitas, sean porque sí, para pasar el tiempo, para divertirse, para gozar de los laberintos de la imaginación, del placer de la fabulación y del embuste.
En tal sentido, soy el primero en adscribirme a esta inconsciencia y a esta frivolidad.

Sorrentino, Fernando (Buenos Aires, Argentina, 1942). Escritor y profesor de lengua y literatura. Autor de treinta libros (trece de cuentos para adultos, una novela, una novela breve, doce libros de relatos para la niñez, un libro de ensayos literarios y dos libros de entrevistas –a Borges y a Bioy Casares –). Sus cuentos han sido traducidos a veintinueve idiomas de África, Asia y Europa. Desde hace años aparece con frecuencia en antologías argentinas de narrativa y desde hace unos tres lustros se incluyen cuentos suyos en libros de textos de lengua y literatura. Ha aparecido en dos series de la titulada Sudden Fiction (Estados Unidos de Norteamérica) y en Die rote Kammer (Alemania) entre más. A su vez ha sido antólogo y tiene una importante obra como traductor. Su primer libro de cuentos (La regresión zoológica) se publicó en 1969. Sus últimos son: Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (título a la vez de su cuento más popular), Barcelona, Ediciones Carena, 2005; El regreso. Y otros cuentos inquietantes, Buenos Aires, Editorial Estrada, 2005; En defensa propia / El rigor de las desdichas, Buenos Aires, Editorial Los Cuadernos de Odiseo, 2005; Costumbres del alcaucil, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2008; El crimen de san Alberto, Buenos Aires, Editorial Losada, 2008; El centro de la telaraña, y otros cuentos de crimen y misterio, Buenos Aires, Editorial Longseller, 2008. De sus dos libros de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges (1974) y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (1992), existen nuevas publicaciones (2007) con el sello de Editorial Losada, que también ha dado a conocer el volumen de ensayos El forajido sentimental: incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges (2011). Dentro de la literatura para la niñez pueden citarse, entre otros libros, los cuentos de Burladores burlados (Buenos Aires, Editorial Crecer Creando, 2007) y La venganza del muerto (Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2011). Ha sido editado igualmente por, entre otras de prestigio: Colíhue, Mondadori, Norma, Santillana y Seix Barral.

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