Esta página intenta ser un espacio multicultural donde todas las personas con inquietudes artísticas, en cualquier terreno que sea puedan publicar sus creaciones en forma libre y sin ningún tipo de censura. Son bienvenidas todas las muestras de las bellas artes que los lectores del blog nos quieran acercar. El único criterio válido es el de la expresividad, y todo aquél que desee mostrar sus aptitudes no tendrá ningún tipo de censura previa, reparos o correcciones. Este espacio pretende solamente ser un canal más donde los artistas de todas las latitudes de nuestra Iberoamérica puedan expresarse. Todas las colaboraciones serán recibidas ya sea en nuestro correo todaslasartes.argentina@gmail.com o bien en nuestra página en facebook denominada "Todas Las Artes Argentina" (Ir a http://www.facebook.com/profile.php?id=100001343757063). Tambièn pueden hacerse amigos de nuestra Página en Facebook yendo a https://www.facebook.com/pages/Todas-Las-Artes-Argentina/249871715069929

jueves, 6 de octubre de 2011

BONDI, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Esta historia está basada en hechos reales.

Tengan, ustedes, muy buenas tardes, señores pasajeros. Con el permiso del chofer me gustaría contarles mi historia. Con el afán de hacerles más corto el viaje, o quizás que conozcan a un vendedor ambulante que nunca tuvo vocación de serlo. Quiero que sepan que vengo de Salta. Pero antes de que Usted, señora, me haga notar que no tengo acento norteño les aclaro que soy más porteño que el Obelisco y nací en San Telmo en un edificio de la calle Chile. apenas a unas cuadras de donde hoy está la estatua de Mafalda.
            Decía que nací en San Telmo y estudié en un primario de la zona. Después elegí el Industrial porque pensé que lo mío eran los fierros y hasta cursé algunas materias de Ingeniería. Pero la conocí a La Flaca, que estudiaba Filosofía y empecé a frecuentar el Teatro San Martín, el cine Cosmos, las librerías de la calle Corrientes y algunos de los teóricos multitudinarios de la Facultad de Filosofía y Letras, que para nosotros siempre será Puán. Ahí conocí a Marx y a Foucault, a César Aira y a William Faulkner. Pero no se les ocurrió enseñarme a ganarme la vida!
            ¿Para qué se las voy a hacer larga? Resulta que llegó un momento después de la crisis de 2001 en que Buenos Aires empezó a asfixiarme. Todo el mundo andaba deprimido o enojado. O ambas cosas. En menos de un mes tanto a mí como a La Flaca nos habían echado de nuestros trabajos y ni miras de conseguir otra cosa. Así que surgió la fantasía de irnos al Norte.
            Los dos habíamos leído algo de permacultura y otras filosofías relacionadas con la vuelta  a lo natural y las construcciones sustentables. No se ría , señora, que todos pasamos por una época ecologista. No, quédese tranquila, todavía falta para la Plaza Constitución. Me va a tener que seguir escuchando. Iba contándoles que la agarré a la Flaca y nos fuimos a Salta. Ahí nos instalamos al pie de un cerro. ¿Para qué les voy a decir el nombre del pueblo, ni siquiera figura en el mapa?  Compramos una casita medio precaria, armamos una huerta y un tallercito para rebuscarnos la vida. La Flaca sabía hacer dulces. Le habían enseñado unas monjas que dan clases de cocina en un colegio de Belgrano. Yo empecé ayudándola, y después aprendí talabartería con un viejo que era  aborigen. De a poco me conseguí las herramientas para trabajar el cuero y tensar las sogas  y me dediqué a hacer chucherías para los turistas que paraban a ver el paisaje.
            Creame que vivimos felices durante unos cuantos años. Y más todavía cuando vinieron los chicos: una varón que hoy tiene 9 y una nena de 7. Llegó un momento que varios guías de turismo nos habían incluido en sus excursiones. La gente venía, nos compraba dulces, cinturones y llaveros y se reía un poco de los dos locos que habían cambiado la Facultad de Filosofía por un rancho en medio de la nada.
            Algunos de nuestros compañeros de Puán hubiesen dicho que nosotros éramos el buen salvaje del que hablaba Rousseau. Una familia esencialmente buena que vivía en paz con la naturaleza en un ambiente idílico. Pero no todo era tan paradisíaco. -Ya veo que el caballero del último asiento se lo está imaginando-.
            Una mañana nos fuimos a comprar provisiones al pueblo y cuando volvimos nos habían desmantelado el rancho. No sólo se habían robado nuestros cacharros de cocina, la ropa y hasta unos pocos libros que habíamos traído de Buenos Aires. También se llevaron mis herramientas y las cacerolas de cobre que la Flaca usaba para cocer sus mermeladas. No es que la pérdida fuese muy grande porque no teníamos muchas pertenencias, pero el atropello nos dejó vulnerables, desmoralizados.
            Los chicos empezaron a tener miedo de vivir en el cerro y la Flaca recordó de pronto las comodidades que había dejado en Belgrano. Se mandó a mudar una mañana con un  tucumano que venía seguido a comprarle dulce de cayote. --¿lo probó , abuela? Mi mujer lo hacía mejor que nadie-- Me dejó con los pibes asustados a varios kilómetros del pueblo más cercano y sin posibilidades de ganarme la vida. Lo pensé mucho porque no quería resignar mis ideales, pero como diría Kant, los chicos tenían el imperativo categórico de comer. Claro que Kant no se refería  a la comida, sino a cuestiones más etéreas, pero eso es porque él  tenía unas cuantas cosas solucionadas. El caso es que yo veía que mi hogar se deshacía en pedazos. ¿Me entendés, muchacho? Era como "La caída de la casa Usher" de Poe, pero más terrorífico.
            Y me agarré a los pibes y me volví a Buenos Aires. Obvio que no tenía un peso, ni siquiera para el pasaje pero ellos no querían vivir más abajo del cerro. Le habían agarrado bronca. Y yo también, para que les voy a mentir. Además, acá en la Capital, uno se las arregla mejor, hay más oportunidades. Así que nos vinimos a dedo, de colados en el tren y en el auto de una parejita de cordobeses que venían a su luna de miel porteña.
            Acá no tengo familia. No pude encontrar a los viejos conocidos, porque muchos se fueron del país, corridos por la miseria y a los que la pegaron vaya uno a encontrarlos. Dejaron el barrio hace rato. Dormimos tres noches en un banco de la Plaza Once y comimos lo que nos regalaban los puesteros hasta que un ciruja me presentó un conocido que me metió en el mundo de la venta ambulante. Y acá estoy, vendiendo chupetines. Agarrenlos, por lo que más quieran. Para endulzarse el viaje o llevar de regalo. Y retribuyanme con alguna monedita. Con este yeite que para mí es otro mundo, logré juntar unos pesos para dejar a los pibes en una pensión. Y hasta pude llevarlos a comer panchos. Cierto que me paso más de 12 horas arriba de los colectivos y hay choferes y choferes. Pero ahora no puedo elegir. De nuevo el imperativo categórico del que hablaba Kant, vio?
            Gracias, señora. ¿Ud quiere de otro color? Para usted van dos por uno, abuela. Quién sabe algún día puedo juntar unos pesos para volver a comprar las herramientas y lo molesto al amable chofer para que me deje ofrecerles cinturones, llaveros o sandalias hechas con mis manos. ¿Quién les dice que algún día hasta escribo un libro con mi historia? ¡No me van a decir que no es interesante! Gracias, caballero, que lo disfrute. A usted también, joven. Lleveselo a su novia de regalo. ¿Le doy los dos, señora? ¿Qué se los lleve a mis hijos? No hace falta. Gracias. Ellos pueden conseguir golosinas, pero no puedo darles educación. Y mucho menos una esperanza.

2 comentarios:

  1. Linda historia. Para mi gusto demasiado filosófica para un "vendedor ambulante, de nuestros colectivos"

    ResponderEliminar
  2. Adri, lo insólito es que sucedió tal cual, en un interno de la línea 98, el Día de la Primavera. Me shockeó el personaje. Por eso lo conté.

    ResponderEliminar