Lo anunciaron por la radio y la televisión con un poco de antelación: el tiempo iba a cambiar. Por fin el calor y el buen tiempo iban a dar paso a la lluvia, al frío y a las nevadas. Las temperaturas, tal como pronosticaron, bajaron de forma brusca. Las cimas de las montañas comenzaron a brillar como plata recién bruñida. Aquella mañana pues ya hacía frío, pero no parecía que fuera a llover. Me acerqué a casa del maestro. Me estaba esperando. Llevaba el abrigo abotonado hasta el cuello y el sombrero calado hasta las cejas.
-Me alegra que haya venido usted. Estaba temiendo que me considerara un pobre viejecito al que asusta un leve cambio de temperatura.
-La verdad es que no estaba seguro de si le iba apetecer salir a dar un paseo o no. Y no quería, ni quiero, que, por mí, se sienta obligado a salir.
-No hay ninguna obligación. Es una necesidad y un placer. Pero dígame, buen amigo, ¿qué ha leído usted durante estos días? ¿Sigue con el teatro?
-No, he terminado ya con Molière, pues, como sabe usted, nada mejor para odiar a un escritor que leer sus obras completas. Y Molière empezaba ya a resultarme un tanto repetitivo.
-Sí. Tiene usted razón. Hay un momento a partir del cual parece que todos nos copiamos a nosotros mismos, y repetimos lo ya dicho y sabido.
-Un amigo me contó una vez que un crítico, o no sé quién, leyó una obra de senectud de Víctor Hugo, y dijo que este era un loco que se creía Víctor Hugo.
-Ya había pasado su tiempo. O ya no tenía imaginación. Pero no olvide usted que El ingenioso hidalgo... es obra de senectud.
-Eso todavía me da esperanzas, Azorín.
-Eso es lo último que se pierde, hombre. Además, tenga usted en cuenta que Molière, como Lope de Vega, estaba obligado a escribir: tenía una compañía que alimentar; dependía del éxito del público, y es normal que visto lo que a este agradaba, lo repitiera buscando una buena recaudación en la taquilla del teatro.
-Sí. Tiene que ser muy duro vivir de la pluma. Aunque también en las otras profesiones nos repetimos... En las clases... Pero dejemos ese tema, por favor.
-Dejémoslo. ¿Ha empezado usted a leer a Pereda?
-Sí. He comenzado a leerlo. Lo que he podido encontrar por las librerías, Sotileza y Peñas arriba.
-¿Y qué le parece a usted? ¿Le gusta?
-Es un poco pronto, Azorín, para dar opiniones sobre él. Apenas si he leído unas veinte páginas. Y no me entusiasma, la verdad. Pero lo quiero leer aunque sea, nada más, para poder hablar con usted con propiedad.
-¡Hombre! Tampoco hace falta que lo analicemos como si fuéramos críticos literarios. Se trata de mantener unas conversaciones un tanto informales, sin pretensiones.
-Así lo voy a hacer. Pues de lo contrario vamos a terminar hablando de terminología, obteniendo, a cambio, pobres resultados. Quiero decir, tiene poco interés para mí saber si Pereda era costumbrista, naturalista o realista, o todo al mismo tiempo.
-¿Cómo lo juzga usted?
-Algunos capítulos de Sotileza me recuerdan ciertos pasajes de Marianela, de Galdós. Y ambos son naturalistas. Y no es, querido Azorín, que yo quiera entrar en taxonomías. Es que me llama la atención que deseando ser tradicionalista, se caiga en aquello de lo que se quería huir. Pero, de todas formas, es pronto para hablar, a menos que usted quiera decir algo.
-No. Prefiero esperar a que termine usted la novela. Mientras podemos hablar de otros autores.
-¿Qué tal don Juan Valera?
-Hablar de Valera es exponerse a no acertar, dijo Clarín. Pío Baroja, por el contrario, decía que era el mejor novelista de su siglo. ¿Está usted de acuerdo?
-Perdóneme, Azorín. Me acabo de acordar de una pregunta que quería hacerle, y que se me ocurrió leyendo a Pereda.
-Dígame usted. Pero no espere que yo lo solucione todo.
-Me bastará con que me dé su parecer. ¿Cree usted que el costumbrismo es el antecedente del nacionalismo?
-¡Dios mío! ¡Está usted mezclando literatura con política!
-No me diga usted que soy original.
-No. Tiene usted razón. Y tal vez ni su pregunta lo sea. Ahora bien, ¿puede matizarla un poco más, querido amigo?
-El costumbrismo coge aquello de la sociedad que le interesa, y que está muriendo, sin entrar en valoraciones críticas. Todo lo contrario: hay un toque sentimental, melancólico y de pocos alientos. No hay novela costumbrista. Hay cuadros, cuentos como mucho.
-Ya. Creo que lo entiendo. Para usted el nacionalismo es melancolía, ausencia de crítica y escaso dinamismo. ¿Es eso?
-Dicho así parece un error la comparación. Pero ambos hacen un encuadre interesado y poco interesante del hombre y de la historia. Es una foto familiar que sólo tiene interés para la familia del finado. No sé si me explico.
-Sí, se explica usted muy bien. Lo entiendo. Pero no olvide que los nacionalismos son dinámicos. Como lo es toda sociedad. Otra cosa sería analizar los principios de los que parte y a los lugares a donde quiere llegar.
-Volvamos a Valera, Azorín. Es lo mejor. Toda la política me molesta, me huele a mentiras, corrupción, embustes, luchas por el poder, maquinaciones y falta de inteligencia y honestidad.
-Volvamos a Valera. ¿Qué ha leído usted de él?
-Por ahora tan solo una novela, Las ilusiones del doctor Faustino.
-¿Y qué le ha parecido a usted? ¿Está de acuerdo con Pío Baroja en que es el mejor escritor de su siglo?
-Tendría que leer más cosas de él, y de su siglo para dar una respuesta cabal. Pero, sí, me ha gustado. Aunque la novela, a veces, resulta un tanto tediosa y pesada.
-Han cambiado las percepciones: en el siglo XIX un lector tenía todo el tiempo del mundo por delante. Actualmente, vivimos más deprisa. El tiempo es un bien preciado, no se sabe para qué, y exigimos brevedad...
-Sí, pero no deja de ser significativo que las últimas novelas que se publican, las que lee la juventud, sean verdaderos volúmenes, tochos, como dicen ellos.
-¿Ha leído usted alguna?
-No.
-Valera es un fino analista del alma femenina, ¿no le parece a usted?
-Sí. Aunque me ha llamado la atención lo mal conceptuada que tiene a la mujer.
-Sí, en Las ilusiones del doctor Faustino no salen muy bien paradas. Constancita es capaz de renunciar al amor que le tiene a su primo Faustino por una vida de sociedad, salones, reuniones y brillo social. Se casa con un señor rico sin sentir nada por él. Y luego busca a su primo como una posesa.
-Y la otra, Rosita, es capaz de matar a la madre de Faustino, aunque sea indirectamente, con tal de vengar su amor propio herido. El rencor le dura años y años...
-Y eso que don Juan fue un fiel portador de su nombre. ¿No le parece a usted curioso? Aunque también hemos de convenir en que pinta a otras mujeres, todo abnegación, como la Niña Araceli o la madre del doctor Faustino.
-Es cierto. Sin olvidar a la Inmortal Amiga.
-¡Ah! La figura enigmática de la novela. Imagino que la habrá tildado usted de realismo mágico, o le habrá recordado a los aparecidos de La casa de los siete balcones.
-La verdad es que no lo pensé. Pero sí. Me dejó un poco sorprendido que, una noche, sin más, se le aparezca al doctor Faustino una figura femenina, toda vestida de negro, de no más allá de veinte años, y le declare un amor que, en un principio, parece metafísico. En Andalucía, ni más ni menos.
-Sí. Un poco sorprendente. Tiene usted razón. ¿Y qué le parece a usted de la racionalización que hace el novelista de esa aparición?
-No deja de ser también significativo que el problema, la aparición, que no sabe resolver el doctor Faustino, lo resuelva una mujer celosa, Rosita, escondida tras una cortina. Es la mujer despechada la que devela el secreto. La que convierte la metafísica en pura miseria.
-Sí. María, la coya, la aparición, la Inmortal Amiga, es una mujer joven, hija de un bandolero, Joselito el Seco, de quien se avergüenza. ¿No cree usted que esa racionalización de la aparición le resta poesía?
-Es cierto. Yo creo que don Juan Valera hubiera procedido mejor sin desvelar nada, haciendo que la aparición fuera eso, una aparición. Aunque, así, nos hubiéramos quedado sin lo mejor de la novela: la persecución de Faustino por el castillo, la llegada a la iglesia, la charla con el padre Piñón, y el secuestro de Faustino, junto con la vida y muerte de Joselito el Seco. Verdadera novela todo esto, ¿no le parece?
-Me recuerda usted, mi buen amigo, a Cervantes. Me he hecho evocar a la venta de Palomeque, lugar donde, como sabe, se reúnen todos los personajes, amigos y conocidos de don Quijote, y donde, tras la lectura de una novela, hablan, y cada uno dice lo que les atrae de ellas: a Palomeque, las puñadas y porrazos; a su hija, las declaraciones de amor...
-Sinceramente, Azorín, estaba un poco cansado de que don Juan se dedicara a analizar tanta alma femenina.
-¡No sea usted exagerado! Es un realismo psicológico.
-Mire, Azorín, como lleva el cuello del abrigo levantado hasta las cejas, y el sombrero calado hasta la garganta, no sé si está usted sonriendo.
-También lo siento yo, créame. Además, con este frío no puedo modular muy bien la voz para que capte mis ironías. ¿Ve usted como es mejor el buen tiempo?
-No había caído en ese detalle. Le pido perdón. Pero, créame, no hace frío porque los dioses hayan oído mis plegarías.
-Eso, querido amigo, me tranquiliza un poco. ¿Y no se le ha ocurrido a usted pensar que el camino de la verosimilitud es un camino arduo de recorrer? Me explico: tal vez el concepto de verosimilitud de la época no le hubiera permitido a Valera dejar una aparición sin racionalizar. Sí, ya sé que me puede usted nombrar las leyendas de Bécquer, pero don Juan Valera no quería hacer leyendas, sino novelas.
-Le recuerdo, Azorín, que ya en El conde Lucanor tenemos apariciones sobrenaturales.
-Y yo le recuerdo a usted, querido amigo, que el libro de don Juan Manuel es un libro de cuentos. No es una novela. Calila e Dimna le servía de magnífico antecedente. Valera no contaba con algo similar en la novela. Tal vez si no hubiera racionalizado la figura de la Amiga Inmortal, hubiera parecido Las ilusiones... un folletín.
-¿Es cierto que Valera, con esta novela, trató de hacer una parodia de Fausto, de Goethe? Porque entonces la racionalización del mito adquiere otro tono, otra perspectiva.
-Él dijo que quería pintar un Fausto en pequeño, sin magia, sin poderes sobrenaturales, y sin demonio ¿Qué opina usted al respecto?
-Es posible que Valera tuviera algo así en mente al ponerse a escribir, pero creo que se le fue de las manos, o tomó fuerza otra historia porque la parodia le daba para muy poco. Creo, como él dice, que trataba de criticar a una juventud extraviada e inútil, que va perdiendo las ilusiones.
-Y la novela de don Juan, según usted, es harto extensa.
-Un poco prolija sí que es. Por mucho que la alabara su amigo Baroja.
-¡Hay tantas novelas prolijas en esta vida!
-Sí, aunque los autores seguro que nos dicen que no les sobran ni una coma.
-El buen autor es aquel que, amén de escribir bien, pide albricias no por lo que ha contado sino por lo que ha callado. ¿Está usted de acuerdo?
-Sí, Azorín, estoy de acuerdo. No hay nada mejor que la contención clásica.
-Hemos llegado a la fuente. Me da pereza deshacerme de mi embozo, pero esta agua me tonifica.
-Beba usted, Azorín, y consérveseme sano durante muchos años.
-Pues va por usted, querido amigo.
Cuando sació su apetito acuífero, nos volvimos hacia el pueblo. El sol, leve, comenzó a entibiar la atmósfera. El maestro desabrochó el último botón de su abrigo, y pude observar que, de vez en cuando, sonreía, tal vez meditando en nuestra última conversación.
-Valera era un buen escritor, no lo olvide querido amigo, tal vez el mejor de su siglo. Lo dijo Baroja. Y en su novela, pese a todo, hay contención. También la contención es relativa y varía de unos tiempos a otros. No lo olvide.
-Así lo haré. Lo recordaré. Y seguiré leyendo a Valera. Porque me gusta, y por el placer de hablar con usted.
No hay comentarios:
Publicar un comentario