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miércoles, 3 de agosto de 2011

SOJAK, EL PRISIONERO, por Federico Rodríguez, de La Plata, Argentina.

Tenía veinticinco años cuando me mandaron a la Tierra del Fuego y tiraron mis huesos en un calabozo de reclusión solitaria. Fue el 6 de Agosto de 1905.
Un crimen me arrancó de Boedo y me trajeron encadenado a Ushuaia. Yo, José Sojak, el hombre invencible con el cuchillo, el macho que sabe la letra de todos los tangos, terminé acá, donde los vientos disgustan y deslumbran a los navegantes de ayer y hoy, donde la colonia de Sarmiento murió de hambre.
En los presidios están los hombres condenados a vivir aislados debido a algún delito cometido.
Crimen es una palabra amplia, por eso los presos la dividen jerárquicamente: yo no hablaría ni nunca sería amigo de un ladrón o un violador, no me rebajaría con aquellos cobardes que nunca vertieron sangre.
¿Por qué me encerraron?
Contar el proceso no me interesa, pero sepan que reaccioné como lo hubiera hecho cualquiera cuando le hablan mal del pasado de su madre: me insultaron, me arrinconaron y me tuvieron fiero, pero mi facón me salvó. Abrí el cuero de cinco fantoches armados.
El presidio me enseñó a vivir con la crema del hampa.
Recuerdo la seriedad de Banks. La repulsión que me causaban las historias de los clavos en la cabeza y otras crueldades que el Petiso Orejudo hacía después de saciar sus instintos de degenerado con los niños; Godino hablaba sólo conmigo, entre los otros presos se comportaba como una nena perdida. Yo era uno de los pocos que no lo golpeaba ni violaba. También recuerdo las charlas y el ajedrez con Ricardo Rojas. Los Bonelli y su sótano repleto de cadáveres de clientes. La equivocación de Sacomano: no es lo mismo matar a una prostituta que a una telefonista digna de todo respeto. La voz de Gardel que seducía e iluminaba los cinco pabellones y cada una de las pequeñas celdas de metro y medio por dos. Herns y su serrucho y la caja toráxica buchona que flotó, como un iceberg de carne, en los lagos de Palermo. Y tantos otros muchachos, compañeros en la tumba y en el desmonte.
No había maricas entre ellos.
Gerardo Maksimenko fue el bandido que más me impactó. Me acuerdo de sus petulantes silencios cuando la compañía no era de su agrado y su mirada asesina cuando alguno hacía la más leve insinuación de poner en duda su hombría. (No sé cómo decirlo, Maksimenko era un hombre bello y eso ayudaba a que se hagan este tipo de comentarios.) En cambio, cuando estaba cómodo no paraba de contar fascinantes historias de hombres que había desmontado a balazos o de pescuezos tajeados por la ráfaga plateada de su facón; historias que lo mostraban como gran bebedor entre piratas; historias de trasnochadas y peleas en bailes de extrañas localidades; historias de clubes de pobres, ritos de masculinidad y mujeres de todas las naciones; historias de cosas prohibidas y hechas con placer. Yo pasaba noches enteras, escuchando de celda a celda, todas esas orgías y aventuras que lo evidenciaban como hombre entre los hombres.
Una vez, en el invierno de 1908, mientras talábamos, me escapé con Saturnino López[1], y aprendí que la disciplina del comisario Sanpedro era implacable. Comimos pájaros crudos (un fuego nos hubiera delatado) y caminamos por el bosque tratando de seguir las confusas instrucciones de un mapa fabricado por otro preso sobre el cuero seco de una rata. Al tercer día, atontados por el frío y el hambre, nos entregamos y pedimos clemencia.
Supongo que porque yo tenía cierta amistad con el comisario, López se llevó la peor parte.
Para el castigo nos hicieron esperar hasta pasada la medianoche. Invadieron nuestras celdas a sangre y fuego: cuatro guardianes nos arrastraron a cada uno y nos desnudaron sobre una tierra cubierta por más de medio metro de nieve. A López lo dejaron parado, le pusieron una guitarra en la mano, y lo rodearon con antorchas. Al principio comenzaron a mojarlo con una fina lluvia, al final le tiraban baldazos. El agua sobre el cuerpo se volvió hielo y la guitarra se desafinaba cruelmente, hasta que dejó de sonar.
A mí me tomaron de los miembros estaqueándome en el aire con sus manos (que me quemaban) y esgrimieron sus pesadas cachiporras para golpearme con dedicación la espalda y después el pecho, a la vista del sueño azul de mi camarada congelado. Dicen que la gente de Ushuaia se despertó con mis gritos. Vertí sangre por la boca y llenaron de cardenales mi cuerpo. Luego me tiraron en la sala de los enfermos, entre vómitos y ropa sucia, sin que nadie me atendiera, esperando que la tuberculosis termine el trabajo de los torturadores.
Dos días después recobré el conocimiento y escuché la historia oficial: decían que yo había vuelto solo y que López seguía fugado.
Un preso me dijo:
- De los cadáveres suelen desembarazarse arrojándolos a los criaderos de centollas voraces.
            ¡Quince años preso, Vientre de Dios!
            Dudaba si estaba preparado para acostarme con una prostituta patagónica. En mi vida porteña sólo frecuentaba la compañía de mujeres jóvenes y hermosas.
¡Quince años preso, Vientre de Dios!
Quince inviernos de duchas heladas y guardias sin humor. Miles de noches arropado con ásperos ponchos de lana y frazadas que nunca alcanzaban. Naipes y navajazos de rufianes peleando por apuestas de cigarros o postales pornográficas. Días y días tragando a la hora del churrasco masa cruda y guisos rojos de oveja. Quince años de atardeceres sin poder ver el ras del horizonte.
Nadie puede acostumbrarse. La cárcel es como un zapato que no se suaviza a pesar de caminarlo.
20 de Septiembre de 1920: ¡Libertad!
Estaba escrito en el cielo que no iba a ser sencillo vivir en esta isla desagradable. El primer golpe fue separarme Maksimenko.
Cobré el poco dinero que Argentina me pagó por cortar árboles.
Al salir del presidio, Sanpedro, acercando su cara carnosa, me dijo al oído, a manera de despedida y cariño:
- Encontrarás las mejores y más limpias muchachas de la villa, y un paño hermoso, en la tercera casa, más allá de la oficina de correos de Caldera.
En estas casas prevalecía el color rosa brillante y las aberturas con formas de corazones.
¡Mujeres alegres! Una noche de timba y farra era lo que necesitaba.
Me dirigí hacia el norte.
La mayoría de los clientes de Caldera del Diablo son pastores, obreros y marineros desterrados que hicieron de la Tierra del Fuego su nueva patria. He conocido leñadores de las montañas Adirondack, salvajes de Escocia, navegantes que partieron desde Lisboa o desde el fiordo Arsuk en Groenlandia, chilotes de Castro con potros y perros de trabajo, balleneros del Cabo Cod, y paisanos míos, yugoslavos y croatas que vinieron a fundar el nuevo Kosovo.
Caldera del Diablo da abrigo a todos.
Las barras licenciosas se encuentran dispersas por todas partes. Las mujeres de los salones se sientan exhibiendo sus cuerpos tras los vidrios sucios de las ventanas y con un cigarrillo en sus boquitas pintadas con rush rabioso, simulan que cosen (nunca faltaron maliciosos sugiriendo que el negocio iría mejor si se dedicaran a coser velos para ocultar sus caras).
Entré al bar La Perla. Era una casa solitaria y aseada, construida con el modelo de las mansiones coloniales antiguas con pilares en el frente. Me coloqué en un asiento delante de los ojos vigilantes del cafisho, que servía también de cantinero. Solamente había dos muchachas, que podrían haber sido compañeras de colegio de mi madre, y un anciano ebrio que apestaba a pescado. De fondo se escuchaba el bronco sonido del bandoneón. Me fui al otro cuarto.
En el segundo salón estaba la mesa de juego. Las influencias seductoras del póker no me son ajenas. Alrededor del paño se encontraban cuatro personas sentadas: un comerciante, un estanciero, el comisario Sanpedro y un funcionario. Jugamos toda la noche y, como hacía quince años – cuando acorralado por la policía dejé cinco fiambres sangrando sobre las baldosas blancas de un cabaret del centro – la suerte, otra vez, me fue adversa. Perdí todo, pero el funcionario piadoso, por consejo del comisario, me ofreció un puesto de vigilancia en la última frontera de tierra adentro.
Acepté.
Debía mantener el puesto militar en buen estado y esperar la llegada de tropas.
La soledad al principio me sentó bien. Mi único amigo era Juanchito, un zorro excedido de peso que logré domesticar tirándole restos de carne de oveja en las noches estrelladas en que descansaba delante del fogón.
No todo fue rosas.
Los indios estaban cerca y me empezaron a visitar. Después de diez años olvidado por el gobierno en la frontera, los indios me quisieron adoptar.
No quise.
La costumbre de andar con capotes de guanacos no es lo mío. Convivir con sus caras horribles emperifolladas con pintura blanca, sus pieles asquerosas y grasientas, su pelo enredado, sus voces discordes, y aguantando sus gestos violentos… Esa vida no es para mí.
Puedo transigir un poco, no todas sus costumbres son malas: en invierno, siguiendo sus ejemplos, me engraso la piel con cualquier aceite animal. Un día, para hacer una canoa, tomé tiras de cortezas y las trencé con tendones de guanaco y huesos de ballena que junté en la playa, a la manera de ellos. Como recuerdo de los indios, guardo el arpón que me regalaron, hecho de una costilla de cachalote (no sé como explicarles la forma hermosa del arma, especial para remolcar bestias heridas en el agua).
Los años pasaban y los diablos milicos que no aparecían.
La patria está para hacerla famosa, me dijo el funcionario que me dio el trabajo.
Me sentía desesperado. Vivía salpicando con lágrimas el suelo, comiendo comidas miserables y con el corazón lleno de sueños vigorosos que se alborotaban como toros dañinos.
Me sentía estafado y pervertido.
Yo dormía desnudo mezclado entre perros e indios.
¿Y esta soledad?
Me había cansado de ese paisaje salvaje que parece la obra de un artista insano.
Nunca fui una persona muy codiciosa, pero soñaba con las ilimitadas oportunidades de las grandes ciudades, con rascacielos y mayordomos. Quería acariciar billetes de colores dentro de los bolsillos de mis pantalones mientras paseaba por alguna metrópoli del brazo de una jovencita.
¿Volver a Buenos Aires seco y hecho un don nadie a pelear un lugar miserable entre los matones?
No sé si hubiera podido regresar a Buenos Aires. La vida en el desierto, la vida entre indios y caballos, me había convertido en gaucho.
- ¡El oro, amigo José! ¡Pepitas tan grandes como granos de maíz en las arenas de la costa de la bahía!
El rumor me llegó por sorpresa y de la boca que menos esperaba. La boca – que se abrió como una granada madura llena de dulces promesas – de mi antiguo compañero Maksimenko.
Después de diez años, abandoné mi puesto militar en la frontera, preparé mis animales con las pieles, las balas, las mercancías secas, picos, palas y mi cuchillería de lujo. Iríamos a buscar oro a la bahía de San Sebastián, cerca de las colonias donde la gente de Sarmiento murió de hambre.
            Hay muchos más esqueletos de mineros muertos que expedientes con datos fehacientes sobre la existencia de oro en la Tierra del Fuego.
En esos años convivíamos en guerra los buscadores de oro y los ladrones disfrazados de buscadores de oro. En la isla no había ley ni policía. La Tierra del Fuego rápidamente se llenó de tumbas sin cruces ni flores, cuatreros de caballos, perros encadenados vigilando campamentos y hombres armados que disparaban al visitante que no se identificaba. No había bancos y cada individuo debía defender, como podía, el poco oro que extraía.
Y la embriaguez, que siempre fue común.
Nos asentamos en un pequeño edificio de madera, cubierto con chapa acanalada, que construimos. Lo nombramos El Pedregal.
Dormíamos en el mismo cuarto.
Empecé a sentir que el lazo fraterno que nos había unido en el presidio se había roto. Él no era el mismo hombre. Yo ya no le importaba y no lo ocultaba.
Todas las noches vigilaba a Maksimenko esperando que diga dormido alguna palabra que me revele algo de sus sueños.
El visitante que hoy asista a El Pedregal podrá observar un enorme edificio con cuartos para la dirección, una tienda y el almacenaje; un cobertizo espacioso con doscientas literas para trabajadores y un edificio para capataces; una cocina con un horno para el pan y un disco gigante para freír cebolla y capón; y un cobertizo para el taller que resguarda las máquinas.
Al norte, delante de las casas, hay un corral, completamente hecho de hierro, para guardar los caballos y los bueyes de la noche a la mañana.
Encima del edificio principal hay una pequeña torre de vigilancia con ventanas en todos los puntos cardinales.
Hermoso pero ajeno, me digo.
Operamos durante unos meses y obtuvimos algunas onzas de oro, pero la perspectiva general no era muy animada. El trabajo lo suspendimos y Maksimenko liquidó la compañía.
¿Había cruzado la isla, a través de pasos y bahías desoladas para que mi socio me engañara como un otario?
¡Cuidado, compadre! Entre dientes te digo: no vaya a ser que algún día te envenenen en Buenos Aires por haber ofendido a alguien en el sur.
La Central de Lavadores de Oro, dirigida por Sam Hyslop, se instaló en la cuenca que yo descubrí. Después supe que Hyslop era un testaferro de Maksimenko.
En el otoño de 1931, Tomás Morgan, uno de los trabajadores de El Pedregal, fue descubierto por Maksimenko robando.
Nunca quiso dar detalles sobre como se deshizo del ladrón. ¿Lo habrá golpeado en el rostro con sus puños hasta hacerlo arrastrarse por el piso como una rata y fulminarlo a tiros? ¿Lo habrá abofeteado y apuñalado en el corazón hasta la muerte? ¿Lo habrá prendido fuego vivo? Los trabajadores estaban acostumbrados a escuchar este tipo de amenazas por parte de Maksimenko. Y le temían con razón.
No soporté que no me quiera contar a mi lo que había hecho con Morgan. Maksimenko tenía un montón de malos hábitos y silencios que me irritaban, pero yo creía que todavía disfrutaba contarme historias en que había sido cruel.
Dos días después, cinco de nosotros fuimos a la playa. Había una orca varada y queríamos sacarle los dientes y la carne de las aletas. Cuando abrimos la boca de la ballena encontramos una mano mutilada por la muñeca que tenía un tatuaje. Todos reconocimos la mano derecha de Morgan. Del resto del cuerpo nunca se encontró nada. Ninguno se animó a informar a Maksimenko del hallazgo.
Yo tampoco pregunté nada, prefería que me arranquen las tripas antes de humillarme una vez más delante de él.
           
            Recuerdo la tarde en que el traidor de Maksimenko me salvó la vida. Cayeron encima de nosotros un grupo asqueroso de indios. Un tifón de flechas buscaba mi carne. Eran más de diez indios que me acorralaron y mataron a los dos empleados que venían conmigo. Detrás de una loma apareció Maksimenko montando un mustang atigrado y embarrado, y fue como si los indios se hubiesen olvidado de mí. Habló su lengua para tranquilizarlos, y cuando todo el mundo se serenó, habló su Winchester y su cuchillo una jerga de buracos y sangre.
Después de acostar para siempre a todos los indios, me pidió que le sostenga sus armas, y tomando una posición a horcajadas en la panza del indio más grande, fotografió el rostro del muerto para la cubierta de unos artículos en que contaba sus viajes y sus trabajos.
Desde ese día, sin explicaciones, pasé a ser su subalterno, y se me destinó una escuadrilla de soldados para mantener la seguridad de los funcionarios del desierto.
            ¿Yo era un empapado en leche? ¿Yo no bebí siempre whisky con hombres machos y bien montados en mostradores chorreados de alcohol?
            Oculté virilmente mis sensaciones, cansado, buscando la manera de sobrevivir en esta tierra de vientos y mentiras, de cosas que se piensan, se desean y no se dicen.
Maksimenko invirtió el oro que extrajo de El Pedregal en comprar una estancia que llamó La Grande.
En ese momento no le alcanzaba con asados y damajuanas; empezó a hacerse amigo de gente algo más rica y a frecuentar salones elegantes de otros estancieros.
No me dejó más comer de su puchero.
Me imaginaba que lo dormía de un golpe, lo llevaba a la montaña, lo estaqueaba y le ponía un churrasco sangrando en el pecho, abandonándolo a los cóndores. El beso filoso del ave atravesando sus costillas. Quería que él sienta lo mismo que yo, estar muerto en vida, sin piel ni corazón.
Evidentemente yo ya estaba necesitando un segundo amo y pensar en besos diferentes.
            ¡Qué tiempos aquellos! Tiempos de labor, amor y decepción…
Me enamoré horrores de una mestiza hermosa llamada Maruja Romero, ayudante de cocina de Estancia La Grande. Yo tenía 52 años y ella 17. Todavía sueño con su pelo trenzado con flores, su boca risueña, sus pechitos planos… Era tan bonita y alegre. Tenía un cuerpo muy delgado, como de jovencito.
Nunca fui corsario con las mujeres.
Buscaba cualquier cuento para entrar a la cocina y acariciar sus pequeñas manos con mis manos grandes y callosas, mientras preparaba los dulce.
Pero siempre la respeté.
Me acercaba por atrás para respirar el aire del interior de su vestido. Pasaba horas tomando mate con ella y mirando como resplandecía la pelusita de su piel cuando los rayos de sol la alumbraban de mañana por la ventana de la cocina.
Le llevaba calafate cuando estaba maduro. La niña era golosa de ese manjar.
Maruja era el amor que me faltaba.
La imaginaba satisfecha con el amor de un hombre honesto como yo. La imaginaba viajando en barcos por las islas del delta del Tigre o del Río Grande do Sul. Yo la quería así, atractiva y rural, con el enigma de su cara marcada con una cicatriz.
Nunca, por más que insistí, quiso contarme la historia de esa cicatriz.
            Una vez estuve a punto de darle un beso. Nuestras miradas y bocas estaban como imantadas y yo me iba acercando muy despacio, ya estaba respirando su aliento… De repente entró Maksimenko, y dijo entre carcajadas:
- Amigo José… ¡con la niña Maruja! ¿Quién lo hubiera adivinado? Avisame Sojak, cuando necesités que te organice el primer aborto.
            Maruja se llevó una mano al rostro y la pasó por la cicatriz que lo atravesaba. Se puso a llorar desconsoladamente y se retiró corriendo de la cocina. Maksimenko se acercó y pasó su dedo índice por mis mejillas. Se sintió frío y duro, como si fuera el cañón de un arma.
            Una tarde de 1932, yo volvía de juntar unos animales, y al acercarme a la cocina vi que el agua del chorrillo que servía de desagüe corría triste y tenía un ligero tono colorado. A esa hora y en ese lugar no se carneaba.
Acá pasó algo feo, me dije.
¡No fui capaz de salvarla! Unos miserables con las caras cubiertas, destruyeron mi flor virgen. La violaron mientras dormía la siesta.
En la arcilla vi huellas que podían ser de los borcegos de Maksimenko, de Hyslop, de Mac Lennan… Podían ser de mucha gente…
Me desangré en llantos e insultos.
            ¿Iba a jugar al detective?
¿Para qué?
Me hice el sota y fui cobarde una vez más ante Maksimenko. No soy un hombre capaz de ver el alma pura de una mujer mancillada.
Nunca nos despedimos. Maruja Romero desapareció de Estancia La Grande. Me contaron que meses después, en un corral de La Paciencia, murió atropellada por una tropilla de padrillos.
Es raro decirlo pero a veces me siento un hombre medio pelo.
Ya ve, estoy tosiendo y escupo sangre: mis pulmones se deshacen y los bacilos le dan una victoria tardía al comisario Sanpedro. Y pensar que cuando llegué a la cárcel nos llevábamos bien; casi se podría decir que éramos amigos. Tan adictos el uno del otro como un esclavo puede serlo de su amo.
Nunca entendí por qué se enojó tanto esa tarde que nos vio juntos en el patio. ¿Pensó que tenía algún derecho sobre mí porque un día navegamos en secreto las baldosas mientras Gardel cantaba? ¿Le impresionaron las figuras que hice con mi socio? ¿Habrá visto a mi compañero demasiado cómodo en mis brazos? Sospecho que Sanpedro no entendió que en una danza social se baila con mucha gente y que un baile no siempre significa algo. Bailar es meramente moverse, desplazarse al compás de determinada música.
Esa tarde oscura de Julio de 1916, en el frío patio de la cárcel, con un cielo cerrado, abrazados, con los cuerpos arrimados y con un severo ardor en el pecho, escandalizando a toda la población del presidio y a los gallegos carceleros, yo, José Sojak, le enseñé a bailar el tango a Gerardo Maksimenko.
No quiero hablar más. No puedo explicar lo que los labios no saben decir…
Qué se me seque y caiga la lengua si dije alguna mentira.


[1] Por su destreza en la guitarra – estimulado de noche en noche por los guardias y los malos aguardientes que embrutecen al gaucho – lo apodaban Santos Vega. Aunque no lo era.

1 comentario:

  1. Que buen relato!
    Mis felicitaciones al autor.
    Hector Vera

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