Mantenía una agradable figura -hasta entonces acrecentada por su alegría de vivir-, a pesar de sus años. Los había vivido intensamente, salvando con acierto los obstáculos que el destino le había deparado.
Esa tibia tarde de setiembre, sentado sobre las rocas, de frente al río, miraba las aguas limpias que se confundían en el horizonte con un cielo claro y azul. Buscaba en ese lugar la serenidad que había perdido hacía varios días.
Se levantó lentamente y se encaminó hacia su casa, a pocas cuadras de allí. La tristeza reflejada en su rostro asombraba a sus conocidos. Había estado ausente una semana. Levantó una persiana y el tibio sol de la tarde que avanzaba reflejó su figura en el alargado y antiguo espejo del dormitorio.
Aparentemente todo estaba igual, el color de las paredes, luces y sombras reflejando sobre la colcha y un leve olor a humedad que había invadido el ambiente desolado. El espejo rectangular le devolvía una imagen de silencio. Se sentó en la cama frente a él sabiendo que a partir de ahora todo iba a ser distinto.
Su amada, amiga y compañera, se había marchado de este mundo dejándole un vacío imposible de cubrir y con él la angustia de la soledad. El espejo, que tantas veces le había devuelto la presencia de los dos, hoy, a su lado mostraba un espacio sin sentido, un abrazo ausente, sus manos vacías... la figura de Matilde se había desvanecido.
Ese antiguo espejo estaba cargado de recuerdos; legado de sus abuelos, había reflejado la fuerza de tres generaciones y muchas historias de vida. Frente a él esforzaba su mente, pretendía extraerle imágenes antiguas y recientes, buscando las de Matilde, pero el viejo cristal se las negaba.
Se le fue acercando en busca de lo que más deseaba y sólo encontró vacío. Con ansiedad lo arrancó de la pared y después, de la madera que lo bordeaba. Ya liberado, comenzó a quitarle el azogue con una espátula, y finas láminas brillantes cayeron al piso. Como pequeños pétalos refulgentes, iban redescubriendo ante sus ojos, como diapositivas, distintos momentos de su vida, y de personas queridas que ya no estaban.
Con afanosa desesperación, buscaba sin éxito que alguna de esas láminas reflejara la figura invocada. Todavía de pie entre sus manos, el cristal desollado le entregó, difusa, la única visión que trataba de olvidar: el rostro de Matilde con profundas ojeras, pálido, ya sin vida.
Al comprender que todo había sido inútil, en vano, golpeó con furia aquel rectángulo de vidrio espectral. De los añicos esparcidos, levantó una esquirla aun con azogue y se miró: Vio su propio rostro, sin duda, la última imagen de su vida.
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