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lunes, 8 de agosto de 2011

HISTORIAS DE HUMO, por Mariana Brunstein, de Buenos Aires, Argentina.

Entra al baño, ve su cara de siempre en el espejo, se quita su bata roja. El último se fue hace minutos. Detrás de la mampara de vidrio esmerilado suena el agua de la ducha golpeteando contra el piso de porcelana.
Se sumerge como quien inicia un viaje a un destino desconocido. Se refriega fuerte, quiere despojarse de su odio. Hace meses que se fue y ahora debe ganarse la vida como puede, haciendo la noche aquí y allá.
Cuando está quieta, siente que la fuerza del agua le despeja el alma. Entonces, huele un intenso olor a cigarrillo.
Piensa rápido: la puerta está cerrada, el lugar carece de ventilación, salvo por una pequeña rejilla, el vapor lo inunda todo. Sólo queda que traspase las paredes o el piso. Se estremece. La idea es imposible, pero desde algún lado entra. Lo recuerda fumando incesante en el comedor, después de la cena, con una copa de coñac. Lágrimas mojan su cuerpo desnudo. Al menos él la protegía.

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En el departamento de abajo Ángelo Díaz se sienta en una silla tapizada de cuero marrón gastado. Como un autómata, va a la cocina y se sirve un vaso de vino tinto de una jarra de vidrio que saca de la heladera, grande y pesada como un auto viejo. Enciende la radio, gira el dial hasta pasar los noticieros de la noche y escucha los Perez Garcia. Por un momento se olvida.
Su cigarrillo se ha apagado, prende otro, se sienta en el sillón, los pies sobre la alfombra cochambrosa.
Ángelo Díaz sabe que no puede volver. En su casa se han quedado la cantidad de recuerdos que alcanza a tolerar. Desde hace dos meses, se alquiló ese ambiente único: interno, silencioso, para que nadie lo encuentre.
Debe romper el puente con el pasado: una mujer, dos hijos y una traición. Con su mejor amigo. ¡La muy! Se acuerda y aprieta al vaso tanto hasta quebrarlo, las gotas se derraman sobre el piso, mezcladas con su sangre.
Él nunca había tenido un buen empleo, hasta que su amigo lo recomendó en la agencia de apuestas. Se conocía mucha gente, porque eras como la moneda de la suerte, los clientes te convertían en su cábala. Eso le había gustado a Ángelo. Incluso a veces podía hacer alguna “diferencia”.
Pero debía tomar precauciones, su amigo le prestó un arma calibre 22, y le advirtió: “no la uses si no es estrictamente necesario, pero en este negocio nunca se sabe”.
El quiso agradecer al amigo y le pidió a ella que preparara una cena. Allí, en su propia casa, se conocieron.
Pasó un año hasta que él los descubrió.
Uno de los mejores clientes había pedido a su “capitalista” un favor especial, quería que Ángelo fuera hasta su casa a levantar una apuesta, decía que así lo había soñado y que era ganador. Pero “andate preparado”, le había ordenado el jefe, “mirá que hay buena mosca”
Ángelo aceptó y fue hasta la Avenida Rivadavia al 7000, a una antigua casa de departamentos sin ascensor, con grandes ventanales de vidrio y una helada escalera de mármol con barandas de bronce. Subió y bajó agitado los 5 pisos. Llevaba la valija con la guita de la apuesta y debía entregarla pronto para que no hubiese problemas.
Cuando salió: los vio pasar. Reían como niños, él rodeándole la espalda con su brazo, ella recostada en su hombro.
No dijo nada. Apretó los labios, lágrimas se derramaban en su cuello. Palpó el bulto en el bolsillo derecho de su saco. Les siguió  los pasos a distancia suficiente. Se escondió en el portal de una tienda, vio que nadie venía por la cuadra y disparó. Como un perro, con crudeza, lo hirió por la espalda. Su amigo se balanceó y cayó. Él no llegó a oír los gritos de ella, porque se apuró en sentido contrario, el arma oculta, unas cuadras a la carrera, y después tranquilo, como quien pasea por la ciudad, se deshizo de la 22.
Hace dos meses que está oculto en ese monoambiente. Lo buscan, no pudo escapar, se quedó con guita clandestina y un asesinato. Y esos no perdonan. El piensa que fue un impulso, que lo cegó el odio. Se lo repite incesante durante todo el día, cuando apenas come y escucha el radioteatro para distraerse. Evita los noticieros y los diarios, mostraron su foto. La policía lo busca crimen pasional dicen y los otros se la tienen jurada: ajuste de cuentas, él sabe.
Va a la cocina, quiere comer algo. Sus manos húmedas tiemblan al dar vuelta las perillas de las hornallas y del horno abierto. Cierra la puerta y sentado en un banquito se recuesta acodado sobre la mesada de mármol.
En la soledad de sus obsesiones un cigarrillo consumiéndose y el sonido de las sirenas que golpean en sus oídos.

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Ella sale de la bañera, se inclina y olfatea todo como un perro sabueso, ya soportó durante el día los cigarrillos de sus clientes, ahora desea descansar. De pronto, descubre que el humo de cigarro  sale como la lava de un volcán de la rejilla de su baño.
Minutos después se oye la explosión.

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