Alberto hacía ya veinte días que estaba en México D.F. preparando esa conferencia. Y le quedaban aún diez días más. Demasiado para un porteño de ley como él. El Gobierno Argentino lo había mandado a preparar esa ponencia y su estancia se prolongaría como mínimo un mes en total. Al principio se sintió completamente desorientado. Los casi tres mil metros sobre el nivel del mar, y la forma de ser de los mexicanos tan alejado del prototipo argentino, más la habitual nostalgia que sentía Alberto cada vez que se iba de la patria, hacían un cóctel duro de sobrellevar.
Los primeros días era el mareo, la imposibilidad de tomar agua de la canilla que le habían dicho nada menos que el Hotel Sheraton de la Zona Rosa, y la ausencia de mates pusieron a Alberto al borde de la desesperación. Con el correr de los días la angustia se transformó en una resignación casi evangélica. Invariablemente a las siete de él, las cinco en Buenos Aires, llamaba a casa, hablaba con su amada esposa y si estaban, con alguno de los tres chicos, se iba a comer a un Samborn que tenía a la vuelta de hotel, miraba CNN por la tele y a eso de las once estaba dormido.
Sin embargo a los cinco días un extraño insomnio comenzó a asaltarlo y luego de comer daba largos paseos por el centro de la ciudad. Fue así como Alberto conoció todo el centro de México, la Plaza del Zócalo, el monumento a los héroes de la Independencia, la Plaza de las Tres Culturas y muchas cosas más.
Sin decir agua va tomaba por Avenida Reforma invariablemente hacia el circuito histórico de la ciudad. A veces se ponía a charlar con la gente de la misma calle. Él, un economista de clase alta argentina, sentado en bares de mala muerte del casco histórico, hablando con marginales, proxenetas, dealers, arrebatadores y traficantes. Su esmerada educación le daba la posibilidad de mimetizarse con esa gente. Eso y una forma de vestir humilde hacían que Alberto se confundiese entre ellos con copas de tequila y conversación fluida. A los diez días su estancia se le hizo más placentera, entre cuates y sangrías. Salía a eso de las once de la noche y recién volvía al hotel cerca de las tres. Las primeras veces los conserjes de hotel se preocuparon por él y le recomendaban que no hiciera esos paseos. Luego, acostumbrados a ver a traficantes de la más alta laya, no lo incordiaron más.
Alberto mientras tanto caminaba Polanco, Lomas Reforma, Morelos, se quedaba un par de horas sentado mirando el Palacio de Bellas Artes. Hubo un par de días en que amaneció tomando tequila con los mariachis, los cuales lo tuvieron que llevar en andas y en un taxi hasta el hotel de tan estragado que estaba. Esas noches le mostraron a Alberto las más variadas “colonias” – como llaman los mexicanos a nuestros barrios – sus noches, sus vericuetos y sus peligros.
Faltando poco para el regreso, una noche de tan confiado que estaba el porteño no se le ocurrió mejor idea que enfilar por Reforma pero al revés: En vez de encarar para el centro tomó para el lado de los bosques de Chapultepec, para el lado del Museo Antropológico. A las diez cuadras se dio cuenta que no había nada y en cuanto pasó un micro de los llamados “peseteros”, verdes y pequeños se lo tomó hasta que a la hora se bajó en un lugar que le pareció interesante. Tomó algunas copas con los parroquianos del lugar, pero el ambiente no estaba demasiado vital, era algo diferente a lo que el había visto hasta entonces y cerca de las dos decidió volver. Salió sobre una calle oscura y en cuanto vio a uno de esos escarabajos amarillos que oficiaban de taxis lo paró y le dijo su destino al chofer. Éste sin decir agua va enfiló para otro lado y cuando Alberto se quiso dar cuenta estaba siendo arrastrado y sacado de los pelos del auto.
Le pusieron una capucha y lo metieron en una pieza de piso de tierra, sin ventanas. Lo tuvieron así como media hora, sentado en una silla y maniatado. Y Alberto se decía para sus adentros “ahora me meten en la selva y soy el primer argentino secuestrado por la guerrilla zapatista”. En eso un charro de al menos dos metros de altura, grandes bigotes negros y mirada penetrante le sacó la capucha y lo iluminó con una especie de sol de noche. Le dijo amablemente:
- Buenas noches, señor Alberto. Sabemos todo de usted, lo hemos estado siguiendo por casi una semana. Y hemos llegado a un punto donde este desenlace se hacía inevitable.
Alberto tragó saliva y se dijo interiormente que sí, que se la había buscado, que era un pelotudo, que si salía vivo de esta en el Ministerio lo iban a cagar a patadas en el culo, por salame, por tarado, por temerario. ¿Qué tenía que salir a caminar por esa ciudad de mierda, si estaba bien en el hotel cinco estrellas donde se hospedaba? ¿Porqué siempre la tenía que cagar de esa manera? Entrecerró los ojos y amablemente le preguntó al mexicano ¿En qué puedo serles de utilidad, señores? Si salgo bien de esta les aseguro que aquí no habrá ninguna denuncia policial. Pero si me hacen algo van a tener a todo el ejército mexicano siguiéndoles los pasos”
- Mano, hermano – le dijo el mexicano. Acá estamos como caballeros. Si usted se comporta no le pasará nada ¿si? Sólo lo necesitamos para algo importante.
Alberto respiró profundo y pese a que ya sabía lo que le pasaría le dijo a esos bigotes:
- Bueno señor, usted sabrá en qué le puedo ser de utilidad, aunque en estas condiciones, maniatado y secuestrado no creo poder serle de mucha. Si me libera tal vez sea de mejor uso para usted ¿no? – le soltó la farolada que sabía iba al fracaso de antemano, pero tipo preparado al fin sabía que una de las estrategias de negociación en escenarios hostiles era nunca dejarse amedrentar.
Cuando pensó todo perdido el ropero mexicano le dijo:
- A ver ¡¡Esteban, Jorge, vengan pa’ cá manitos!! Y entraron otros dos armarios morochos muy parecidos al desconocido. El ignoto secuestrador le tiró a boca de jarro:
- Acá, en presencia de mis dos hermanos lo queremos consultar. Hace cerca de 20 años que tenemos esta duda, y nadie nos la pueda sacar. Traé pa’ acá, Esteban, esa revista. Hemos consultado a todos los argentinos que conocemos pero ninguno na’, ¿me sigue? Desde hace una semana que lo seguimos, por cuanto antro va uste’, puticlubs, chimichongas, casas de tacos. Hemos hablao con todos los cuates que usté ha frecuentao, y todos nos han dicho lo mismo. Que uste es el cuate más argentino que han visto. Que tiene más calle que Guanajato. Entonces le hacemo la pregunta y si nos responde se va usté a su hotel y si no quiere, pues, ya veremos como nos deshacemos de usté ¿entendió?
Alberto abrió bien grandes los ojos y sólo alcanzó a decir “está bien”, acto seguido le alcanzaron una revista que tenía realmente al menos veinte años, a juzgar por sus hojas amarillentas. A continuación se la pusieron en la falda, abrieron una página previamente marcada y le preguntaron bruscamente:
- Con nuestros hermanos hace una chingada de tiempo que venimos preguntándonos y no nos responde con seguridad nadies manito, en esta revista, del Mundial del 90, ¿quién es Burruchaga y quién es Pumpido, cuate?
El porteño con mano temblorosa señaló a un morocho alto de la derecha y dijo “este es Pumpido”. Los mafiosos le repreguntaron en el momento “¿y cómo lo sabe?” a lo que Alberto contestó “porque Pumpido se había lesionado el dedo meñique de la mano derecha y en esta foto está con un vendaje” y los tres mariachis comenzaron a gritar y a palmearse entre ellos gritando ¡¡te dije que este mano era realmente argentino!! ¡¡Lo sabía!! y cosas por el estilo.
Esa noche, cerca de las cinco de la mañana y con todos los nervios a cuestas, Alberto le agradeció a la Virgen de los Vientos, por el fútbol, por Paula y su pollera. Apagó la luz de su habitación, apoyó su cabeza en la almohada y los días que le quedaron en esa ciudad, no salió de su hotel ni a comer.
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