El cielo estaba nublado, aun así hacía calor. Pensé que tal vez fuera útil salir de casa provisto con un paraguas. De joven los paraguas no me gustaban nada. Me molestaban. Prefería mojarme a cargar con ellos. Los constipados me hicieron cambiar de opinión. Ahora me encantan los paraguas grandes, llamativos y el sonido de la lluvia al golpear sobre la tersa seda. Al verlo, Azorín me recordó una breve anécdota.
-Me imagino que conocerá usted la anécdota de Valle-Inclán.
-¿Se refiere usted a aquella en la que en una obra de teatro el personaje le dice a una mujer que “eres un cuerpo de seda con un alma de hierro”?
-Sí, a esa me refiero. Yo no sé la cita de memoria, pero creo que sí, es algo así. Y que Valle, al oírlo, se puso de pie en el teatro, y ceceando dijo, “pues es usted un paraguas”.
-Sí, la había leído. ¡Vaya con don Ramón!
-Terrible, terrible. Imagínese eso en un teatro.
-Es de suponer que se montaría un escándalo de padre y señor mío.
-Sí, creo que sí. Pero dejemos a don Ramón, querido amigo; si no recuerdo mal quedamos, el otro día, en que hablaríamos de una obra de teatro, La casa de los siete balcones.
-Recuerda usted muy bien, Azorín. En eso mismo quedamos.
-¿Y qué le ha parecido a usted la obra de Casona?
-Francamente, me ha gustado mucho. ¿Sabe usted, Azorín? Si yo fuera director de teatro, tuviera dinero, o pudiera, montaría esta obra y la otra, la de Prohibido suicidarse en primavera.
-¿Y no tendría usted miedo a arruinarse? Me dijo el otro día que el teatro no pasa por un momento boyante, a menos que no cuente con actores conocidos gracias a la televisión.
-Sí, es cierto. Pero el montaje, dirigido por mí, sería muy bueno, los actores inmejorables, y tendría mucho éxito.
-Me alegra verlo con esa energía y ese convencimiento.
-Y en caso contrario, ¿no se arruinaban los ricos persiguiendo a actrices o sopranos? Yo, más ambicioso, me arruinaría por todo el teatro entero. Por todo él.
-¡Vaya! Es usted un romántico.
-¿Cree usted que el paraguas desdice con el romanticismo?
-No, déjese, si llueve nos vendrá muy bien.
-Pero la tuberculosis...
-¡Hombre, déjese usted de enfermedades románticas! Ande, hable de Casona.
-Como usted quiera. Casona, de entrada, me ha planteado un grave problema.
-Lo escucho, lo escucho.
-Usted sabe, mejor que nadie, que las historias de la literatura, por regla general, se limitan a repetir lo que ya dijeron las anteriores sin prácticamente cuestionar nada, o muy poco, de lo dicho o afirmado.
-Sí, algunas veces me enfadé yo por esas cosas. Porque todas las historias condenaban, sin más, la última novela de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Segismunda. Y me parece que ese magnífico libro no lo ha leído casi nadie. Y menos quienes hablan de él.
-Me viene de maravilla que haya citado usted esa novela.
-Pues usted dirá.
-En casi todas esas historias de la literatura se habla del carácter eminentemente realista de la literatura española.
-Sí, es cierto.
-¿Y qué opina usted?
-¿Qué voy a opinar? Que hemos tenido una pléyade de escritores tan geniales que han engañado a unas cuantas generaciones de críticos. O sencillamente a la primera. La segunda se limitó a repetir lo ya dicho. Y la tercera, y la siguiente...
-¿Quiere esto decir que no está usted de acuerdo con el adjetivo de realista aplicado a la literatura española?
-Comprenderá usted que tendríamos que definir primero qué es el realismo.
-Cojámoslo en el sentido corriente de la palabra.
-Esa media sonrisa suya me está indicando que tiene usted más que preparada la conversación, ¿me equivoco?
-No, Azorín, no se equivoca usted. Temía que algo así se iba a plantear en la discusión, y me he tomado la libertad de hacer unas anotaciones en este papelillo.
-A ver, lea usted.
-Real, según el Diccionario de la Real Academia Española, viene del latín res, rei, que quiere decir cosa. Por lo tanto real será aquello “que tiene existencia verdadera y efectiva.”
-Bien, podemos aceptarlo como punto de partida para nuestra discusión.
-¿Me permite ampliar la definición?
-¿Cómo negárselo después de las molestias que se ha tomado?
-No, no ha sido molestia. Sabe usted que me encanta conversar con usted, y que prefiero no divagar, puesto que soy yo quien debe exponer el tema de hoy que es, no lo olvidemos, La casa de los siete balcones.
-Va a resultar usted un conversador terrible. Lea, lea.
-Pero compartiremos el paraguas en caso de lluvia.
-No esperaba menos de usted. Lea, por favor.
-El Realismo, según el mentado diccionario, es una “forma de presentar las cosas tal como son, sin suavizarlas ni exagerarlas.” Esa es la primera acepción.
-No es muy explícita que digamos.
-Ya, ya sé que se pueden hacer muchas objeciones.
-¿Y la segunda?
-Dice que el Realismo es un “sistema estético que asigna como fin a las obras artísticas o literarias la imitación fiel de la naturaleza.”
-¿Y qué opina usted?
-Que hace mucho calor, y que la literatura española no es nada realista.
-Sobre la primera parte de su afirmación es posible que tenga usted razón, pero yo no lo noto: soy mayor y necesito el sol, más sol; y la segunda, querido amigo, la tendremos que discutir.
-¿No me dirá usted que es realista Los trabajos de Persiles y Segismunda?
-No, por supuesto que no. Ni siquiera le voy a decir eso del Poema de mío Cid. Creo que tiene usted bastante razón en todo cuanto dice.
-Pero lo quiere matizar.
-Si usted me lo permite.
-Por supuesto que sí. Si en realidad debería callarme yo para dejarlo hablar a usted.
-No, por favor. Los diálogos siempre son enriquecedores. Pero quizás deberíamos plantear el problema desde otro punto de vista, el de la verosimilitud.
-Me temo que eso tampoco va a explicar mucho las cosas.
-Sí, tal vez tenga usted razón. Desde luego no es nada verosímil Los trabajos...
-Ni tal vez El ingenioso hidalgo... ¿Y Lázaro de Tormes?
-Si ha leído usted documentos de la época sabrá que era terrible cómo trataban a los niños. Lázaro es un privilegiado, si tomamos su historia al pie de la letra. Cosa que no se puede hacer por cuanto el autor se vale de cuentos folklóricos.
-¿Entonces?
-¿Qué le parece a usted? ¿Estamos en un callejón sin salida?
-Estando con usted no me lo puedo creer.
-Ha dicho que no le parecía realista la obra de Casona, al menos La casa de los siete balcones, ¿es así?
-Sí, así es.
-¿Y por qué? ¿Qué razones tiene usted para afirmar eso?
-Le voy a hablar desde mi punto de vista. Quiero decir, sin tener en cuenta teorías, críticas, ni nada de esto. Sin pretensiones.
-Es lo mejor. Hable.
-Siempre se me ha hecho duro de creer que un hombre, por una mujer, olvide su hacienda, su hijo, su familia y se entregue a una... digamos, pasión bestial.
-Igual que doña Emilia, usted no acepta el naturalismo.
-¡Azorín! Eso es un golpe bajo.
-¿Usted cree?
-Sí, pues en La madre naturaleza...
-Sí, ya sé; se plantea un caso similar. Y eso no es realismo. ¿Usted cree que esta discusión nos va a llevar a alguna parte?
-Sí. No se ría usted.
-Vaya, ha venido usted cargado de papelitos.
-Si. Además, este le sonará: “La novela es una rectificación de la realidad: encontramos que la realidad es imperfecta, y la rectificamos. Y la realidad no es lógica, ni coherente, ni natural; lo que pintamos nosotros, sí es lógico, coherente y natural. No hay más Naturaleza que la del novelista; la otra es adulterada.”
-¿Son palabras mías?
-Sí. De un su artículo titulado “La Novelística”.
-Estamos cerca de la fuente, ¿le apetece usted que nos sentemos un ratito y nos tonifiquemos con el agua?
-Sí, por supuesto.
Nos acercamos a la fuente con paso lento. Al fondo resaltaban las montañas con su escasa y brillante nieve. El cielo se iba oscureciendo por momentos. Azorín se sentó ignorando las nubes. Creo que confiaba en mi enorme paraguas de seda amarillo. Mi color preferido. Brillaba como el oro bajo aquellas nubes grisáceas. Yo confiaba en Azorín para sacar algo en claro de la discusión. Pero las buenas discusiones también hay que paladearlas. Bebimos agua y descansamos durante unos minutos.
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