Tonificados gracias al agua, proseguimos, sin prisas, casi tomando a broma al cielo amenazador, con nuestra particular discusión sobre la obra de Casona. Nos encaminamos ya hacia el pueblo.
-Casona nos está resultando un perfecto pretexto para hablar de la literatura en general.
-Sí, tiene usted razón. Pero quizás no deberíamos divagar tanto. ¡Santo Dios! ¿Todavía tiene usted más papelitos?
-Le prometo que es el último.
-Lea, lea.
-Es de su mismo artículo, del citado anteriormente. Y dice así: “En el trabajo de la crítica hay que ser preciso y exacto.”
-Me parece muy bien, aunque lo haya dicho yo.
-Es de su mismo artículo, del citado anteriormente. Y dice así: “En el trabajo de la crítica hay que ser preciso y exacto.”
-Me parece muy bien, aunque lo haya dicho yo.
-A mí también. Pues antes, de joven, cuando no veía soluciones en los tratados de literatura o retórica, y vuelvo a la discusión con su permiso, tendía a considerar realismo todo aquello que era factible de que me sucediera a mí o a mi vecino. -Lo cual es limitar mucho el realismo, por cuanto lo cercamos con nuestras pobres y limitadas vidas.
-Precisamente me apoyé en eso para romper con mi concepción del realismo, pues una escuela estética no puede depender de las pobres vivencias de un lector.
-Bien. Hemos superado el subjetivismo. Admitamos que otros pueden tener otras vivencias más ricas que las nuestras...
-Pero eso tampoco es, querido Azorín.
-Pues entonces, ¿qué es el realismo, querido amigo?
-Una determinada forma de escribir.
-Perdóneme, pero es usted tan explícito como nuestro querido diccionario.
-Sí, lo sé. Prosigamos. Ese realismo, narrar cosas reales, verosímiles, factibles de suceder, integra la fantasía, y la trata con el mismo rasero, sin romper ninguna regla.
-Me parece que vamos aclarando conceptos.
-Imaginemos, perdone usted la sonrisa, que un caballero sale hacia el exilio, que todos le niegan el pan y el agua, que una niña le implora, y que el caballero, con el paso de los años, conquista castillos, tierras, reinos y casa a sus hijas con condes.
-Podía suceder en la Edad Media.
-Sí, podía suceder. ¿Sabe usted? Si no me hubieran dicho que el pasaje del robledal de Corpes es pura invención, hubiera vivido convencido de todo cuanto allí se cuenta sobre las hijas del Cid.
-A muchos nos ha pasado lo mismo con el cuento del ciego y las uvas del pobre Lázaro.
-Efectivamente. Y con el planto de Pleberio.
-¡Qué cosa más soberbia!
-Y qué irreal. Un padre, ante el cuerpo despedazado de su hija, no dice esas cosas... Posiblemente no diga nada.
-¿Es irreal para usted entonces?
-Dentro de la obra, nada más real y lógico que ese planto. Y dentro de la obra de Casona, nada más real y lógico que la aparición del abuelo y de la madre, muertos, en el comedor de la casa. Los convoca el hijo, el nieto, un niño abandonado por su padre, y que sólo se comunica con quien encuentra cariño, con su tía.
-Que es un mito romántico. Aunque sea un personaje muy bien dibujado.
-Efectivamente. Es una especie de doña Rosita la soltera: espera una carta de América, que nunca llega. La del viejo novio, que partió en busca de fortuna... Y termina, engañada por su cuñado, encerrada en un manicomio.
-Quizás sea ese tono de amargura lo que ha hecho definir a la literatura española como literatura realista. ¿Le parece a usted?
-Es posible. Pues a ello va aparejado el triunfo de los malvados, como es el caso de La casa de los siete balcones; la destrucción de los ideales, El ingenioso hidalgo...; el triunfo del azar y de lo imprevisto, La Celestina...
-No hace falta que ponga más ejemplos. Pero hasta llegar ahí...
-El autor se ha servido de todo tipo de materiales. Podríamos decir, aunque la etiqueta sirve para otro tipo de literatura, que el realismo español es un realismo mágico, en el cual lo maravilloso no espanta ni asusta. Y no sólo eso sino que se integra perfectamente en el tono de la obra. Y esto ya desde bien temprano. No hay sino recordar el famoso cuento de don Juan Manuel, titulado “De lo que aconteció a un deán de Santiago, con don Illán, el gran maestro de Toledo.” Y eso por poner un ejemplo. En la narración de don Juan Manuel el mundo de los sueños es el mundo real. A través del sueño se ve el futuro, y por ese se juzga el presente.
-Un ejemplo, querido amigo, muy bien traído. Como podía serlo el de los tejedores que le hicieron un paño al rey, ¿se acuerda usted?
-Sí, me acuerdo. El rey pasea desnudo, pero nadie se atreve a decirlo, puesto que quien no vea el paño es porque no es hijo legítimo.
-Sí. Y, sin embargo, no le parece a usted que el tono, el resultado final de la obra, es un tono, llamémosle así, realista.
-Sabe usted, Azorín? Hay otra cosa, en todo esto del realismo, que siempre me ha llamado la atención.
-¿Y que es?
-El hecho de que los grandes procesos literarios se hayan dado en Francia, donde supuestamente la literatura es más fantasiosa que la española... Quiero decir, aquí ni Clarín ni Pérez Gadós, por La regenta, ni por Fortunata y Jacinta, se vieron involucrados en ningún proceso judicial como Flaubert en Francia por Madame Bovary, o Molière por Tartufo.
-Quizás, querido amigo, se deba a la diferencia de temperamento: allí se lee, los escritores son reconocidos, y aquí ni se lee, ni un escritor tiene ningún tipo de prestigio. Y lo que dicen, en consecuencia, son cosas sin importancia, novelerías.
-No puedo opinar al respecto. En Francia he estado un par de veces, y con el tiempo justo para ver cuatro cosas de París. Inglaterra y el resto de Europa no lo conozco...
-Los españoles deberíamos viajar más.
-La pobreza impide levantarse a los buenos ingenieros, decía Van Gogh. A mí, desde luego, me encantaría viajar, ver cómo funcionan los sistemas educativos de otros países a fin de tener una referencia clara.
-Tiene usted los testimonios, escritos, orales...
-Conforme me hago mayor, Azorín, aprecio cada vez más los refranes.
-¿No se estará convirtiendo usted en una especie de Sancho Panza?
-Pues no le diría a usted que no. Así que cuando me ponen como ejemplo a Francia, Inglaterra, Canadá... me acuerdo del viejo refrán: “De largas tierras, largas mentiras.”
-Nada más real que ese escepticismo, querido amigo.
-Y esa triste melancolía, un no sé qué que queda balbuciendo, tras la lectura de la obra de Casona.
-¿Entonces la literatura española es realista?
-Si lo es Calila e Dimna o El libro de buen amor, sí.
-¿Y qué me dice de Galdós?
-Galdós, querido Azorín, es el pianista que toca todas las teclas: igual es realista que romántico, o naturalista, o todo junto, como en Marianela. Y toque la tecla que toque, siempre es un autor digno de ser leído.
-Y ¿qué opina usted de Pereda?
-Todavía no lo he leído.
-Me tiene usted en ascuas. Bien, querido amigo, hemos llegado al pueblo. ¿Sabe usted? Estas discusiones nuestras me recuerdan los diálogos de Platón: nunca se llega a ninguna conclusión, a las afirmaciones claras y rotundas.
-Es cierto. Y mire que de joven me molestaba esa actitud. Yo quería que Sócrates me dijera qué es la virtud, o la belleza, o el buen gobierno.
-Y Sócrates no se lo decía: quería que lo averiguara por usted mismo.
-Efectivamente.
-¿Y averiguó algo?
-Creo que no, pero hoy en día disfruto mucho leyendo los diálogos, contemplando la implacable máquina de pensar que es Sócrates. Aunque a veces, Azorín, también me parece una cierta mosca que goza de un nombre no muy respetuoso.
-Es usted terrible. Pero sí, creo que algo de razón tiene. No obstante, deberíamos afinar más nuestros diálogos. No hemos definido nada, ni llegado a ninguna conclusión.
-¿No le molestará a usted?
-No. En absoluto; pero lo digo por si, algún día, se le ocurre a usted transcribir nuestros diálogos, y caen en manos de algún incauto lector.
-Pues como los tache de realistas, lo tenemos claro.
-Según lo que usted ha defendido, no iría desencaminado ese posible lector.
-Tiene usted razón. Yo tenía un amigo, de joven, que decía que si él pensaba en un elefante verde, el elefante verde existía. Todavía somos amigos.
-Me hubiera encantado ver La casa de los siete balcones montada por usted.
-No me haga caso, Azorín: me entusiasmo cuando leo una obra, me la imagino, me exalto; pero luego, ante un trabajo largo, continuado, con problemas, no sé si sería capaz de llevar las cosas a buen término.
-¡Ay, ese escepticismo tan realista, tan real, tan español y tan nuestro! Ande, descanse usted. Hasta mañana.
-Gracias por su compañía, Azorín, y hasta mañana.
-¡Ah! Y coja el paraguas. Si nos perdemos, nos localizarán enseguida.
En ese preciso momento se puso a llover. Me fui a mi casa dando un largo y extenso rodeo. Con el paraguas abierto, por supuesto. No había un paraguas tan bello y grande como el mío. Hasta los niños se reían al verme pasar. Pero yo iba muy orgulloso bajo aquel enorme paraguas de color amarillo, mi color preferido. Caminando recordaba a Azorín y se me ensanchaba el corazón.
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