Nunca
me había "hecho" las manos. Si hasta la expresión me
resultaba graciosa, con esa idea de creación divina, o un factotum
modificando a un ser que hasta ese momento careció de extremidades
superiores. Pero mi hija cumplía 15 años y la ocasión ameritaba
uñas arregladas en la gama del rosa, el tono que ella había elegido
para su vestido.
Opté
por una peluquería de Barrio Norte y llegué exactamente a la hora
de mi cita. "¿Venís a hacerte el alisado?", preguntó el
dueño mientras intentaba enfundarme en una bata. Le expliqué que
solo iba a arreglarme las manos para una ocasión especial. "Lástima,
porque una gran fiesta amerita un peinado con pelo lacio", se
quejó mirando con desprecio mi melena enrulada.
El
local no era muy grande. Apenas un par de espejos, y cinco o seis
sillones de peinar. Tres jovencitas esperaban con paciencia que las
dos empleadas se alternasen para untar un líquido verdoso y de olor
penetrante en sus largas cabelleras. Las cinco mujeres se volvieron a
mirarme. "¿Vos también venís a alisarte?", preguntó una
de las untadoras. Volví a negarme e instintivamente acaricié los
bucles que se descolgaban sobre mis hombros. Ella me miró con
disgusto y su compañera dejó escapar un bufido.
A
las clientas tampoco parecía gustarles mi negativa. Las tres me
siguieron con la mirada hasta que encontré donde sentarme. Después
se enfrascaron en una conversación sobre las cabezas lacias que se
vieron en los desfiles de las colecciones europeas.
Mientras
las de las cabelleras largas esperaban que la viscosidad verda
desplegase poderes mágicos, entraron dos nuevas clientas. Ambas
señalaron resueltas las melenas verdosas y pidieron un tratamiento
idéntico. Una de ellas quiso calcular la demora y me preguntó si
estaba para alisarme. No tuve ánimo para contestarle. Sacudí los
rulos en un vaivén que fue de izquierda a derecha y luego volvió
para enfatizar la negativa.
Para
entonces yo solo quería salir del local, pero había sacado un turno
y tuve que esperar media hora más para que una morocha con corte
Cleopatra llegase pidiendo disculpas y preguntando quién de nosotras
la esperaba. Cuando levanté tímidamente la mano, me preguntó si
me iba a hacer antes el tratamiento para alsiarme el pelo. Le
expliqué recorriendo con la vista a los presentes, que no tenmía
pensado resignar mis rulos ya que me acompañaban desde que nací.
Pero no logré convencer a ninguna de aquellas mujeres.
"¿Por
qué no probás una vez?", sugirió una de las tres chicas de
melena verde, mientras una empleada se esmeraba en pasar un secador
por cada una de sus mechas. No pude responderle porque en contacto
con el calor del artefacto el pelo aquél despedía un vapor tóxico
que me hacía lagrimear y me provocaba carraspera.
Dos
veces intenté hablar, y sólo pude emitir toses y lágrimas. Ellas
me esperaron ansiosas por mi consentimiento. "Tu pelo quedaría
más prolijo", opinó la segunda. "Resaltaría tu parecido
con Nicole Kidman", me piropeó la tercera. Quise explicarle que
Nicole también supo llevar sus tulos con orgullo, antes de sucumbir
a la tiranía del lacio. Pero aquella nube de gases tóxicos que a
esa altura salía de todas las cabezas, me impedía articular
palabra.
Me
acerqué a la puerta y la abrí para buscar el aire del exterior. La
de la melena de Cleopatra me siguió, temerosa de que me escapase.
"Al fin, ¿te decidiste?. ¿Hacemos alisado o 'manicure'?",
preguntó acentuando la pronunciación francesa. Me limité a
tenderle mi mano derecha con la palma hacia abajo. Ella me arrastró
de mala gana hacia una mesa en la que tenía sus útiles de trabajo y
comenzó a limar y a desplazar las cutículas con un ímpetu
extraordinario rayano en la violencia.
"Es
una lástima", sentenció el dueño, desde atrás de la caja
registradora. No contesté. Tampcoo podía hacerlo. A las lágrimas
que me producían aquellos vapores que salían de las cabezas, se
sumaban las que surgían de los tironeos de la Cleopatra enfurecida.
Algunos de mis dedos sangraban y supuse que eso no era normal, pero
carecía de experiencia en el ramo como para poder asegurarlo.
Por un momento sólo deseé que terminase la tortura. No quería uñas delineadas ni esmalte rosado ni cutículas en forma. Sólo quería huir de aquellas fanáticas del liso perfecto. Mientras recorría con la planchita las melenas de las chicas presentes, una de las empleadas me propuso un brushing o apenas una pasada de planchita. Me aferré a mis rulos, mientras Cleopatra intentaba sacarme las manos de la cabeza para continuar con su tarea depredadora.
Le llevo una media hora que me pareció eterna. Las demás la aprovecharon para hablar de los productos para mantener la cabellera en orden y menearon sus melenas delante de mis ojos. Me fui a las apuradas, mientras tropezaba con la pierna que una de ellas había extendido accidentalmente. Cuando intenté buscar un pañuelo para secarme las lágrimas encontré un papel que alguien había deslizado adentro con un insulto grosero.
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