26
de febrero de 1970
Para
matrimonios hay de todos los gustos. Los abúlicos, los apasionados, los
sanguíneos, los inermes, los fogosos y los desapacibles. De todos los gustos y
colores pero no soy yo quien para catalogar la unión de dos personas en estas o
en miles de categorías más.
También
puedo argumentar si lo que escribo con mi pobre pluma (Borges dixit) es autobiográfico, imaginario,
real o surreal. Tampoco es mi intención.
Puedo
escribir un cuento. No me dan las ganas. La verdad, hay veces que no salen, hay
veces que la hoja en blanco te grita que la dejes en paz, hay momentos en que
las musas pasan y uno está papando moscas.
No,
este relato, breve, conciso, espartano casi diríase, es el homenaje a una mujer
enorme. Que trasiega todos los días como si fuera el primero. Que no está casada
con un hombre que le da todos los gustos ni mucho menos, y encima se da el tupe
de perder trabajos, ser inconstante, a veces perezoso, a veces tenaz, a veces
ilógico, a veces absurdo. Y ella sigue que va, con su pesada mochila a cuestas,
subiendo la loma, tomando todo lo que Dios le dio y más, para que se ponga a
una familia al hombro y ni chito. Si se queja al otro día, igual. Comenzar una
y otra vez.
En
los mejores momentos tal vez no percibe una caricia, un acto de amor, una flor,
un homenaje. Pero en los peores se enciende. Muestra sus garras afiladas y
defiende lo que quiere con pasión, con locura, con desmesura. Y sigue confiando
en su hombre, como si fuera el primer día.
Alguna
vez conocí a una persona así. Hace mucho tiempo. Me la cruzo todos los días y a
veces siento que es un ser más cercano que cualquier otro que imaginé. Hoy creo
cumple años, no lo recuerdo bien. Pero si sé que cada vez que me vio caído,
desalentado, desarmado, desangelado, se ocupó de lavar mis heridas, de sanar
mis pies cual Cristo femenino. Y a cada uno de sus hijos les inculca el valor
del amor, de la perseverancia, del ahínco, de la dulzura.
En
este día – vaya designios del destino – me acordé de la película 300, que habla
de esos espartanos estólidos, incólumes, que enfrentaron a miles de persas en
un pequeño estrecho. Fueron destruidos. Las palabras finales del lugarteniente
fueron: “Fue un honor luchar a su lado mi general”, y el general le respondió:
“No, fue un honor para mí morir a tu lado”.
Y
hoy – tal vez en muchos años a esta parte – ese día es un poco triste, un poco
pálido, desvaído y ocre, le quiero decir a esa mujer de bucles sol, que la
siento a mis espaldas, luchando contra miles. Que de sus 45 años ha pasado 21
entre cales y arenas. Su vida no fue monotonía sino un permanente sobresalto. Y
que sí, en estos momentos – como siempre – la siento espalda con espalda. Que
se merece todo el oro del mundo, pero que paradójicamente en miles de almas se
ha ganado un bronce bien habido.
Y
decirle, con el cuerpo mancillado por las heridas, con lágrimas de sangre y
fuego: “Fue un honor morir a tu lado”. Te lo mereces. Hoy 45. Sos uno de los
300.
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