“Els dos abismes entre
els quals l'home es troba suspès no són pas els que esgarrifaven Pascal, sinó
aquests: instint i intel·ligència. I el suprem dolor de l'home és constatar que
en definitiva el primer guanya sempre”[1]
Gaziel, Meditacions en el
desert.
No tardamos mucho en hablar de lo que estaba en boca de todo el mundo:
el fanatismo. Conversaciones y manifestaciones recientes tenían su origen en el
atentado, en París, contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo. Y en el consiguiente asesinato de los rehenes
tomados por los terroristas. La verdad es que los tres, en nuestra vacía sala
de reuniones de la residencia, nos sentimos impotentes ante tan tremendos hechos.
Y no sólo ante los hechos sino también ante las reacciones y las causas que
provocan tales despropósitos. Quizás nos falte formación, o información, para
llegar a la raíz de este negro problema. Lo intentamos, no obstante.
-¿Qué le parece a usted esto del fanatismo? -le pregunté a doña
Paquita tras saludarla, refiriéndome a los atentados.
-¿Qué me ha de parecer? Que es una auténtica barbaridad.
-Estoy de acuerdo con usted -dijo el señor Tomás-; pero esa barbaridad
no es privativa de la pobreza, de la miseria y de la ignorancia, como algunos
pretenden hacernos creer.
-No, por desgracia no lo es. No conviene que olvidemos nuestra propia
historia -dije yo-. Y cuando digo nuestra propia historia, incluyo también la
de Europa. No perdamos de vista, pues, ninguna de las dos guerras mundiales. Y
ya sabemos todos a qué punto se llegó. Ante esto, los terroristas se quedan a
la altura del betún. Y no creo que fuera por falta de alimentos.
-Si el fanatismo fuera privativo de la miseria y de la ignorancia
-dijo doña Paquita- sería relativamente fácil de erradicar. Y, a la mejor, está
ahí la solución. Tal vez.
-¿Está usted pensando en la educación y en los buenos alimentos?
-No sé porqué -dijo pensativa doña Paquita- durante estos días me he
acordado de un programa que vi en la televisión. Hace mucho tiempo. Hablaban en
él de varios problemas en las cárceles. Estaba centrado dicho programa en los
presos más peligrosos. Y se decía que para mantenerlos tranquilos, los
aislaban, los alimentaban bien, y les daban algún trabajo sencillo. Creo
recordar.
-¿Y funcionaba la cosa? -preguntó el señor Tomás.
-Pues a decir verdad -respondió la señora- no lo recuerdo. No lo sé.
Es posible que sí. ¿A ustedes que les parece?
-Pues no sé -dije yo-. Así a primera vista puede parecer una
frivolidad relacionar el fanatismo con el hambre, o con estar bien o mal
alimentado. ¿Usted cree que los inquisidores, en la iglesia católica, estaban
faltos de proteínas? ¿Lo estaban los nazis?
-Me parece que no -dijo el señor Tomás.
-Entonces está claro que por ahí no vamos a ninguna parte. Y no sé,
francamente, por dónde comenzar a analizarlo. Y conste que me gustaría llegar a
algún tipo de conclusión o conocimiento.
-Difícil lo pone -reconoció doña Paquita.
-Yo creo -intervino el señor Tomás- que las religiones tienen mucho
que ver en el asunto...
-No estoy de acuerdo con eso. Sí, parece que hay un cierto fanatismo
que siempre está ligado a las creencias de ultratumba. Pero ¿usted cree que el
fanatismo lo origina la religión, o que esta es una excusa para atacar al
vecino?
-Yo creo -replicó el señor Tomás- que la religión tiene mucho que ver
en esto.
-Sí, algo de razón tiene -concedió doña Paquita-. Pero no es menos
cierto que de no haber religión, el hombre mataría a su semejante por otras
cosas. Ya se las inventaría.
-Ya están inventadas: por el color del pelo, por ejemplo -dije yo-.
Por tener la nariz de esta forma o de la otra, por el color de la piel, o por
hablar una lengua distinta, o no querer que su lengua sea la misma que la del
vecino, o tener un trapo que está teñido de forma distinta al de los de la otra
orilla. Por trapo entiendo una bandera, pues no es otra cosa.
-No diga eso de las banderas -se quejó doña Paquita-. A veces las
actitudes irreverentes conducen al fanatismo.
-Sí, la falta del sentido del humor, la incapacidad de reírse de uno
mismo, también conlleva muchas desgracias. No por eso una bandera deja de ser
trapo teñido por hombres e izado por hombres.
-Mire -me explicó- lo que yo pretendo decir es, como quería Azorín,
que se puede criticar todo sin ofender a nadie. Y aquí tenemos mucha afición a
la ofensa, a la sal gruesa.
-Y hay gente que se siente ofendida por un quítame allá esas pajas.
Hay que aprender a distanciarse un poco de las cosas. ¿Por qué no nos podemos
reír de Cristo o de Buda o de Mahoma? ¿Y quién es nadie para interpretar cómo
se han tomado ellos la broma? ¿O es que acaso nunca se rieron?
-Esto -me sonrió doña Paquita- empieza a recordarme cierto libro. Que,
por cierto, ha sido llevado al cine.
-Verba vana ad risui apta non
loqui -le solté devolviéndole le sonrisa-. Sí, tiene razón. Hay gente que
considera que la risa es obra del diablo: no hay que decir palabras que
induzcan a ella. Como debe silenciarse el pensamiento que no es similar al del
poder. Tal como sucede en la novela de Umberto Eco.
-Es decir -dijo el señor Tomás- que para usted el fanatismo es una
forma de dominación.
-Evidentemente.
-Yo creo que el fanatismo se genera -nos ilustró doña Paquita- cuando
una persona no está nada segura de aquello en lo que cree o dice creer.
Entonces, para reafirmarse, necesita del grupo, del grito y de la exterminación
del otro. Así se crea la ilusión de estar obrando bien, y estar haciéndolo por
una buena causa, que sigue sin comprender, y por eso necesita seguir matando.
-¿Y usted cree que el nivel social no es determinante para llegar a
esa situación?
-No creo -intervine yo-. Yo creo que hay causas más profundas. No sé
decirle cuáles. Pero no deja de llamarme la atención que estudiantes
universitarios, gente con una aparente cultura, haya participado de todo este
tipo de cosas.
-Miren, hace tiempo -dijo doña Paquita sacando un libro de su bolso-
una buena amiga me regaló este volumen. Hace muchos años. Lo leí y me encantó.
No sé ya cuántas veces lo he releído desde entonces. Y estos días lo he vuelto
a hacer. Fíjense lo que dice uno de los personajes, histórico por otra parte:
“Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando
los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina,
sacrificaron a un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a
otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe”[2].
-Eso ya lo hacen los fanáticos de ahora: no sólo matan sino que se
inmolan ellos. Tal vez para no tener que soportar el peso de lo que han hecho.
-¿Y de verdad están convencidos -preguntó el señor Tomás estupefacto-
de ganar el Paraíso o la gloria bendita, o como quieran llamarlo, eliminando al
vecino, al que no piensa igual, haciendo esas barbaridades?
-Es posible -dijo doña Paquita-. Aunque probablemente eso sea lo menos
importante. No olvide que también hay fanatismo en el fútbol; y que algunos de
esos aficionados, matando a los otros, no creo que estén pensando en el cielo
ni en ningún dios. Es la estupidez y la barbarie en grado sumo.
-Además, la interpretación que ellos hacen de la religión es
completamente distinta a la que podemos hacer nosotros. No olvide que aquí
también hemos tenido interpretaciones descarriadas y para todos los gustos.
-Léanse ustedes los Episodios
nacionales de don Benito Pérez Galdós -nos recomendó doña Paquita, quien,
tal vez ingenuamente, siempre veía la solución en los libros.
-Pero no olvide que a este señor también lo estigmatizaron.
-¿Y por qué? ¿No era por decir lo que pensaba? ¿Por poner el dedo en
la llaga? El clero español del siglo XIX era un clero muy mal preparado...
-Era una España de miseria. Yo he tenido muchos camaradas -contó el
señor Tomás- que pasaron por seminarios. Y le hablo del siglo XX. No porque
tuvieran vocación sino porque era la única forma de poder estudiar, de tener
unos rudimentos.
-Entonces eso -dijo doña Paquita- es para estar agradecidos a la
Iglesia.
-Sí, si la Iglesia lo hubiera sabido aprovechar...
-Mire, la Iglesia, como toda gran organización, se parece a una gran
superficie: igual puede encontrar un destornillador del catorce que el último
teléfono móvil o el último artefacto electrónico.
-Sí, tiene razón -reconoció doña Paquita- en la novela de Eco eso
queda muy claro. Y también en las de Pérez Galdós. Frente a esos frailes
guerreros, el cura Merino y demás, surgen otros dedicados a su tarea, al amor
al prójimo. O surge, aunque esté fuera de los Episodios, el padre Nazarín. Y entonces es él quien tiene que
sufrir las burlas del resto del mundo.
-A veces este mundo -dije yo- es una cloaca inmunda. Será por eso que
cada vez me gusta más lo soledad.
-Sí; pero así no solucionamos nada. Ni nada hemos solucionado ahora.
-Ni lo solucionaremos. Mire, cuando yo era joven me dio por la
filosofía. Comencé leyendo a Platón. Y no había cosa que me diera más rabia
que, en sus diálogos, jamás llegara a ninguna conclusión. Me leía páginas y
páginas, y me quedaba sin saber, por ejemplo, qué es la belleza, o la
sabiduría.
-Porque según creo -explicó doña Paquita- en el fondo, la enseñanza no
era esa.
-Sí, la enseñanza es que nadie sabe nada de nada. Y nosotros, menos.
-Todo eso está muy bien -dijo un tanto enfadado el señor Tomás- pero tenemos
que legislar, tenemos que preservar la sociedad de este tipo de cosas, de la
barbarie; y no podemos permitir que nadie vaya por ahí matando a quien no
piensa como él.
-¿Y qué podemos hacer para evitarlo? Y no me hable de manifestaciones.
Estoy hasta la coronilla de ellas. Se parecen a las procesiones medievales en
las que se pedía lluvia. Y la lluvia nunca llegaba. ¿Conocen la historia de
Prisciliano de Ávila?
-Déjese ahora de priscilianos y de ávilas -dijo enérgico el señor
Tomás-. ¿No les parece a ustedes que una buena educación podría erradicar el
fanatismo?
-Creo que no. ¿Y qué entiende usted por una buena educación? Yo hace
años que dejé de creer en el poder curativo de la educación. Tal vez desde que
descubrí que es un instrumento ideológico en manos del poder. Y que la utiliza
sin ningún rubor.
-¡Ay! -exclamó doña Paquita- no sea usted tan reduccionista. Vale,
tiene una parte de razón. Pero usted sabe que no todo es así. Hay buenos
profesores y mejores alumnos...
-Efectivamente, todo es variado y multiforme. Y no hay nada por lo que
valga la pena ni morir ni matar.
-Eso es muy fácil de decir -volvió a la carga el señor Tomás- pero si
a usted le violaran y le mataran a una hija, ya veríamos cómo reaccionaba.
-Pues a lo mejor me pegaba un tiro yo para no tener que soportar tanta
bestialidad. ¿Qué quiere que le diga? Para mí esto no tiene solución.
-Mañana -intervino doña Paquita intentando calmarnos- les pasaré un
libro de Manuel Chaves, El maestro Juan
Martínez, que estaba allí. No dejen de leérselo. Y ya me dirán. Chaves fue
un periodista al que la derecha quería fusilar y al que la izquierda lo veía
fusilable.
-Yo ya se lo digo -el señor Tomás no hizo caso a las palabras de
nuestra dama-: no comparto su derrotismo. Y algo hay que hacer. Leyes, educación;
no sé; pero algo.
-Tiene usted razón -le reconocí-. El problema es que yo estoy cansado,
muy cansado. Y no tengo más que ganas de estar aquí con ustedes, o en mi
habitación leyendo o recordando viejas historias.
-No hemos llegado a ninguna conclusión -dijo enfadado el señor Tomás.
-¿Y qué esperaba usted? -le preguntó doña Paquita- ¿Qué esperaba
usted? No somos un comité de sabios -dijo con cierta ironía.
-¿Quiere una conclusión? Me parecen ridículos todos los presidentes de
las distintas naciones cogidos del brazo y recorriendo las calles de París. Se
manifiestan por unas personas muertas a tiros cuando ellos están recortando y
dejando la sanidad y la educación hechas unos zorros, cuando hay gente que está
muriendo por no tener un medicamento en tanto ellos gastan millones y millones
en asambleas, viajes y memeces; cuando hay gente sin trabajo. Y cuando dictan
leyes en contra de un derecho tan fundamental como el de la manifestación y
expresión, que, mira por dónde, va y lo ejercen ellos. Es todo de una
desfachatez increíble. Ya no sé quiénes son peores si los de arriba o los de
abajo. Y si quiere tener las cosas más claras -dije un tanto enfadado- apúntese
a un partido político o ponga la televisión y vea cualquier programa de debate.
Siempre salen tres o cuatro periodistillos y dos o tres politiquitos que lo
saben todo y que para todo tienen remedio y respuesta. Yo no le puedo decir
más.
-No nos enfademos, seamos tolerantes -dijo doña Paquita alargándome
unas monedas para que fuera a por tres cafés. No le tocaba pagar a ella, así
que no se las cogí.
[1] Los dos abismos entre los cuales se
encuentra suspendido el hombre no son los que estremecían a Pascal, sino estos:
instinto e inteligencia. Y el supremo dolor del hombre es constatar que en
definitiva el primero gana siempre.
[2] Stefan Zweig, Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia. Barcelona,
2001. Traducción de Berta Vías Mahou, pg. 196
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