Para Carlos García Olmos. Dum anima est, spes est.
Otra cosa que recuerdo de nuestro difunto amigo, al que encontraron helado en el parque, aunque esto se desmintió, sin duda por problemas administrativos, es una carta que apareció en su habitación, y que iba dirigida a doña Paquita et alii. Doña Paquita, tras echarle un vistazo, me la entregó a mí para que la leyera en voz alta cuando estuviéramos reunidos los tres, sin nadie a nuestro alrededor. No era esto una cosa difícil de conseguir dado que teníamos fama de raros, y de producir dolor de cabeza con nuestras conversaciones y preguntas. Cada oveja con su pareja, como decían en mi pueblo. Antes de leer aquella carta en voz alta, la puede leer en la soledad de mi habitación. Recuerdo que al terminarla sonreí tirándome hacia atrás en mi butaca.
Estaba escrita a mano, con pluma estilográfica. La letra era clara y redonda. Se entendía fácilmente. Decía así:
“Querida doña Paquita, queridos amigos: durante estos días he reflexionado sobre la conversación que tuvimos la otra tarde. Aquella en la que cada cual, a petición de la señora de la reunión, se vio abocado a definir su vida con una palabra, hecho o acción, que la encerrara a toda ella. El tema me pareció interesante; pero como sucede siempre en todas las charlas, la conversación derivó; y si bien, y pese a todo, me decanté por un tema, y lo ilustré con una anécdota, no ha sido esta, ni mucho menos, la que ha definido mi ya larga vida. El pudor me hizo relacionar una acción con un tema con el que poco tenía que ver. Apunté en aquella reunión que la característica de mi vida había sido la soledad. Luego me desvié con unas vivencias traídas por los pelos. Hoy, para reafirmarme en lo que entonces dije, para ilustrarlo, quisiera contarles una anécdota de mi juventud, un hecho que ya en sus inicios tuvo su importancia. Sucesos posteriores me hicieron reflexionar sobre él, pues parecía un aviso de los dioses. Tal vez si entonces le hubiera prestado la atención que merecía, como se lo presté a mi actitud con el dinero, mi vida hubiera sido otra, y bien distinta. Pero no fue así. Es imposible mantener el arco tenso durante mucho tiempo. Y a toro pasado es fácil convertirse en profeta. No es esa mi intención. Estos son los hechos. Están en total consonancia con el título que escogí para definir mi vida:
“A fin de despedirnos por unos días, durante las fiestas de Navidades, de no recuerdo ya qué año, varios amigos nos reunimos en un restaurante. Como se pueden imaginar el local estaba a rebosar, cosa que me molestó bastante. No soporto a mis compatriotas cuando se reúnen en algún lugar público para comer, cenar o tomarse un simple café: gritan, chillan, hablan a voces, y se ríen emitiendo unas carcajadas que hacen temblar a los cimientos de cualquier edificio. Son insoportables. A nuestro lado teníamos una mesa de unos diez o quince comensales. Fue una delicia.
Nosotros éramos cuatro. Todos trabajábamos en lugares distintos. Aquella, por lo tanto, fue una reunión en la que no se criticó a nadie ni se habló mal de nadie, ausente ni presente. Nuestros intereses iban por otros derroteros: libros, cine, teatro. Y el latín. De alguna forma este terminaría por convertirse en el centro de la noche.
A mitad de cena entraron varias chicas en el restaurante, acompañados de un mozo, de nuestra edad o más jóvenes. Se dirigieron hacia uno de nuestros amigos, y lo saludaron efusivamente. Al resto de la concurrencia ni siquiera se dignaron decirnos “buenas noches”. Tras el personal saludo, seguimos cenando centrados en nuestros platos y temas, haciendo oídos sordos a las voces y risotadas de nuestros vecinos. A punto ya de finalizar la reunión, un poco cansados de estos, vino el mozo a disculparse por la impresentable actitud que habían tenido, él y las chicas, con los amigos de su amigo. Le dimos la absolución, y nos terminamos los postres. Poco después pedimos la cuenta. Y poco después se presentó el camarero con una nota que le entregó al compañero que tenía sentado a mi derecha. Me llamó la atención que nos dieran la cuenta escrita en una servilleta. Y traté de escudriñar a cuánto ascendía el total del pequeño banquete. Mi compañero se molestó conmigo, pues se trataba de una nota, en latín macarrónico, que le había enviado una de las chicas que lo había saludado anteriormente. Me disculpé con él; y le dije, como aficionado al cine, que una de mis ilusiones era que una mujer desconocida me enviara una nota con un camarero. Alguien bromeó con las desagradables sorpresas que se puede llevar uno en semejantes situaciones.
-A mí -dijo la única chica que estaba con nosotros- ni me gusta comprar por Internet ni quedar con nadie que no conozca.
-Di que sí -le respondió uno de los comensales-. El género hay que verlo antes de comprarlo.
-¡Hombre, y tanto! -exclamó ella-. Al último que se acercó le olía el aliento que era una maravilla. Ni cinco minutos me duró.
-Creo -bromeé yo- que ahora han sacado unos móviles que, al mismo tiempo que la voz, retransmiten el olor corporal; y hasta las veces que se ducha y se cepilla los dientes el interlocutor.
-¡Uy! Si eso fuera así -dijo ella- ya hubiera protestado la gente: invasión de la intimidad.
-¡Y nunca mejor dicho! -apostilló otro de los amigos, riéndose.
En estas estábamos cuando el camarero me entregó la nota a mí, aunque no había sido yo quien llamara reservando mesa. La desplegué en tanto sacaba mi cartera. No era la cuenta. Mi amigo de la derecha lucía una amplia sonrisa. Una elegante letra de mujer me preguntaba si tendría inconveniente en darle mi teléfono, pues le había parecido un hombre ciertamente interesante. Pese a las enormes voces de los vecinos, pude oír las risas de mi amigo de la derecha. Sin duda se trataba de una broma suya, así que arrugué la nota entre mis dedos.
-¡No, no, no! ¿Qué haces? -me dijo con gesto ofendido.
-¡Ah, bueno! -exclamé un tanto neciamente.
Requerí entonces la inefable pluma estilográfica que llevo siempre conmigo, y garabateé unos números en la servilleta. No quedaban bien. Tuve que recurrir a un bolígrafo. Había pensado mentir, inventármelos; pero, una vez más, hice lo contrario de lo que pensaba. Y sí, escribí mi número de teléfono, sin error de ninguna clase. Añadí un par de cosas más. Y algo envalentonado por el vino ingerido, cuando nos levantamos, mientras mi amigo hablaba con el resto de la gente, me acerqué a ella, que me esperaba sonriendo.
-Aquí tienes -le dije entregándole la servilleta-. Y no dejes de llamarme.
-Lo haré -respondió apretando mis dedos en tanto se quedaba la nota.
Nos despedimos del grupo deseándoles lo típico de las fiestas de Navidad. Mis amigos, ya en la calle, me propusieron tomarnos unas copas en otro bar menos bullicioso. Yo estaba que me caía de sueño, pero aún así, acepté. No llevábamos ni cinco minutos sentados cuando sonó mi móvil. Era un mensaje de un número no identificado. Me indicaba el nombre de una calle no muy lejana. Intuí que se trataba de una broma. No obstante, aquel mensaje me vino de maravilla: era la excusa perfecta para irme ya. No esperé ni a tomarme mi consumición. Hacía frío y comenzaba a lloviznar. Tenía que pasar por la calle que se me había indicado en el móvil. Y sí, allí estaba ella esperándome. Con el número de mi teléfono escrito en una servilleta.
-Lo he utilizado -como puedes ver.
-Me alego que haya sido así -le dije.
Tenía coche. Subimos en él. Al cabo de unos veinte minutos, casi sin hablar, oyendo música, llegamos a un garaje. Luego subimos a la que imaginé era su casa. Yo estaba un tanto asustado. No sabía si aquella mujer estaba casada o viviendo con alguien, ni sabía nada de su vida. Me acordé entonces, quizás para tranquilizarme, de lo que contara mi amiga durante la cena: al último chico con el que había quedado le olía el aliento. Con disimulo me puse una pastilla en la boca. Y a partir de ahí fue toda una vorágine. Me di cuenta, entre otras cosas, de que aquella mujer era preciosa. Tenía una piel fina y blanca; y unos labios gordezuelos, que nunca me cansaba de besar. Creo que fue aquella una de las noches más felices de mi vida. Por el contrario, el amanecer fue el más terrible... Cosas que tenía olvidadas se me hicieron carne y sangre: el canto de la alondra, la gaita, el dolor de la separación, como la uña de la carne...
La llamé al día siguiente. Pero no tenía el teléfono operativo. Todo el mundo, debido a las vacaciones de Navidad, se había ido de la ciudad. Esperé a que me llamara ella; pero nunca más lo hizo. Comencé a obsesionarme con aquel cuerpo y aquellos labios que había llenado de besos. Pero era inútil llamarla por teléfono. Y pasadas las fiestas me enteré de que había aceptado un puesto en una universidad alemana o rusa... Nunca más volví a saber de ella. Hasta que pasados unos años, los mismos amigos fuimos a casa de un conocido de algún compañero. Allí, al entrar en la habitación en busca de mi chaqueta, vi una foto de ella. Me quedé de piedra. La cogí para observarla mejor. Entró entonces una amiga común.
-¿Era guapa, eh? -me preguntó.
-Sí, si que lo es.
-Murió en un accidente -me susurró-. Estaba casada con el dueño de la casa.
Dejé la foto donde estaba y me marché sin decir nada. Ya en la calle, borré el mensaje de ella de mi móvil, que todavía conservaba. Se me renovaron todas las ansias y los dolores. Llegué a casa empapado en sudor y lágrimas. Y a partir de ahí, querida señora, la soledad. La soledad.
No hay nada más que contar.”
Y así terminaba la carta.
-¿Qué le ha parecido? -me preguntó doña Paquita con los ojos humedecidos.
-Una patraña -le contesté.
-¿Pero cómo puede ser tan desconsiderado? -me gritó.
-Señora -le dije sin perder la serenidad-, este hombre era de nuestra edad, ¿no?
-Sí, más o menos.
-¿Y en su juventud existían los móviles?
Se quedó de una pieza. Reaccionó no obstante, al cabo de unos segundos.
-Eso es una tontería. Lo habrá hecho así por no alargar la narración: ¿Y si en la servilleta había una dirección y una hora concreta?
-Tiene razón. Es posible que fuera así. ¿Para qué discutir?
-¡Ay, Dios mío -protestó- qué manera más absurda de cargarse las historias! ¿No estará usted celoso?
-Es posible. Al fin y al cabo, ¿quién no ha soñado con algo así?
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